GÉNERO E IDENTIDAD. UNA REFLEXIÓN DESDE LA ANTROPOLOGÍA PERSONALISTA

Autora: Inés Riego de Moine

ÍNDICE

1. Un diagnóstico necesario
2. La crisis de identidad: ¿amenaza u oportunidad?
3. Del alma a la identidad personal, una historia peculiar
4. La persona no es un ser neutro, es sexuada
5. El género como ideología
6. La verdadera identidad va en pos de la comunión

Notas y Bibliografía

  1. Un diagnóstico necesario

Vivimos una época de confusión en la que las identidades sexuales no sólo están cuestionadas, exaltadas y como corridas o distorsionadas respecto al modelo original de sexualidad humana que nos rigió durante siglos, sino que desde hace unas pocas décadas vivimos una especie de larga revolución en que hombres y mujeres estamos recomponiendo nuestros “lugares” -con cambios, desplazamientos, intercambios, etc.- luego de un fuerte planteo, en todos los ámbitos, respecto a los “roles” femenino y masculino (no siempre fruto de las identidades), los paradigmas o modelos que seguimos, y por cierto la moral sexual, o al menos su legalidad, algo que sin duda ha incidido en el tema que nos preocupa hoy: la identidad de género. Si alguien piensa que el tema está perimido porque ya pasó su pico más alto y seguimos en pie, es que no sabe mirar la realidad.

Debemos aprender a ver la realidad que nos circunda, siempre realidad de personas, donde la vida y la verdad se gestan mutuamente, pero también la muerte y la mentira: cada vez que una mujer es golpeada o asesinada por su pareja, o una jovencita secuestrada para ser explotada sexualmente, o una madre decide abortar, la vida misma es aniquilada por el mal metamorfoseado en la mentira y la violencia omnipresentes. Para poder ver e interpretar la realidad hay que hacer caso a la experiencia y a las prácticas, buenas y malas, -orden de la vivencia-, de las que todos en alguna medida participamos; este es el punto de partida insoslayable para pasar al orden del discurso personalista desde donde intentamos pensar. La gran pregunta inicial es: ¿qué tiene que decir la antropología en general, y el personalismo en particular ante la nueva situación de género (entiéndase sus prácticas entreveradas con sus correspondientes discursos) que, posicionados en la realidad de nuestras sociedades americanas y europeas, viene perfilando -o imponiendo- una revolucionaria propuesta -hecha vida de hecho- sobre eso que hoy llamamos “identidad de género”?

El avance de la ideología de género a pasos de gigante tiene ya sus consecuencias en la cultura, las legislaciones, la ética, los hábitos de vida y de trabajo, las relaciones entre los sexos, las nuevas configuraciones familiares, etc. Deconstrucción de las identidades masculina y femenina, reemplazo de las ideas-valores tradicionales de familia, maternidad y paternidad, amor, relaciones heterosexuales, por conceptos como matrimonio homosexual o matrimonio igualitario, progenitor (en neutro) sin alusión a la maternidad-paternidad, “libertad de cuerpo”, etc., son algunas de las nuevas herramientas lingüísticas con las graves consecuencias que vemos a diario y están a la vista de todos. Preguntarnos por las causas profundas de este avance es parte del desafío que nos compete y del que en cierta manera somos responsables.

En esto vamos a ser contundentes: el discurso filosófico hasta hace muy poco -cinco o seis décadas- durmió una especie sueño dogmático respecto al problema de la identidad de género, salvo honrosas excepciones, y esto también le ha pasado al discurso personalista: ni la filosofía en general, ni la antropología personalista en particular -salvo en colosos como Edith Stein, Karol Wojtyla y Julián Marías- han estado a la altura de pensar hacia el futuro y aportar claves nuevas a esta difícil encrucijada humana, antropológica y cultural. Y estar a la altura, antes que tener todas las respuestas, significa tener la valentía de formular las preguntas y cuestiones que el tema merece. No olvidemos que hacemos filosofía, que de suyo es un saber menesteroso y humilde, y si bien la meta es siempre la verdad, ésta nunca será completa ni definitiva mientras caminemos en la patria humana.

Hoy el discurso de género manda: se habla de ‘sexo’ y de ‘género’ insistiendo en la distinción, aunque muchas veces ni siquiera se entienda lo que se dice, de qué hablamos. El habla cotidiana está sembrado de estos términos cargados de ambigüedades, que abarcan tanto el ámbito de lo privado e íntimo de las personas cuando el ámbito de lo público, lo ético, lo político y lo legislativo. Mientras la cultura dominante -marcada profundamente por la ideología de género, el laicismo y el relativismo- insiste en afirmar que el sexo es lo biológico, aquello con lo que se nace, distinto al género que es una “construcción social”, aquello que uno hace consigo mismo, queriendo significar que el sexo es condición física o biológica pero no determinante y el género es lo auto-determinado por cada libertad, suponiendo antagónicas a la naturaleza -ámbito de lo físico y necesario-, y a la cultura -ámbito de la libertad-, los debates mediáticos, por lo general, eluden tocar la raíz antropológica del problema. Es el lugar del pluralismo ausente.

La carencia de referentes antropológicos serios en la sociedad es realmente alarmante, y a veces me pregunto qué hacemos los personalistas para que los haya, o mejor dicho, para que lo que investigamos y pensamos en orden a la verdad se instale en el debate público y llegue a más ámbitos que el meramente académico o religioso. En este terreno la bioética personalista es y será una disciplina pionera y rectora, siempre y cuando tome en serio su profunda responsabilidad comunitaria y su sentido de servicio al bien común. Pero el desafío comienza con un conflicto ab initio: la crisis de identidad de la persona, identidad que invariablemente se constituye o se descubre a partir de la identidad sexual.

  1. La crisis de identidad: ¿amenaza u oportunidad?

La antropología personalista, asida invariablemente de un discurso consolidado sobre la esencia del ser personal, propone partir de esta verdad fundamental: la persona es siempre persona sexuada porque ella en su integridad, desde su fecundación en el seno materno hasta trascender su biología, es un ser destinado al encuentro, a la comunión, y al amor, de un tú en general y de pareja en particular, y la sexualidad expresa esa destinación esencial, lo que encierra también una ‘donatividad’ cargada de misterio. Es decir, somos seres destinados al encuentro con ‘alguien’ en un sentido amplio, ya sea con alguien que elegiremos como compañero o compañera, ya sea con la familia, amigos o personas a quien cuidar, y sólo en y desde este encuentro se consumará el sentido total de nuestra existencia. Asimismo, los que eligen no vivir en relación de pareja lo hacen generalmente buscando consumar el encuentro a otro nivel, especialmente los consagrados a Dios, y ello a pesar de la cantidad de hombres y mujeres que hoy deciden vivir solos, cuántas veces contra la propia voluntad, otro acertijo a resolver.

Decir persona, como viene insistiendo el personalismo desde el pensamiento dialógico de Martin Buber -aunque la historia del principio dialógico le preceda en siglos-, es decir relación “yo y tú”, interpersonalidad, algo que sólo se da en el encuentro que es siempre un “estar dos en recíproca presencia” (¿Qué es el hombre?). Por eso, la sexualidad humana supone la relación y sólo se entiende adecuadamente desde el ámbito común -el ‘entre’ en lenguaje buberiano- de la persona femenina con la persona masculina, especialmente cuando se aman y se comprometen a vivir un amor responsable, nada de lo cual se daría sin relación interpersonal, sin encuentro, sin reciprocidad, sin amor, sin un maduro “yo contigo para siempre”.

Pero, ¿qué pasa cuando volvemos a la cotidianeidad y vemos que la noción de persona -y toda la dignidad que ella conlleva- está borrada intencionalmente del léxico cotidiano, de la comunicación en general y de la formación antropológica de los más jóvenes? El conflicto, la duda y la confusión no se hacen esperar, y su peor deriva son las consecuencias en el orden de la vida y el bien común de las sociedades.

Hijos tardíos de la posmodernidad, nada ni nadie nos exime de la duda, la sospecha y la confusión. Es cierto que al día de hoy es poco lo que sabemos y mucho lo por pensar y hacer, pero eso no significa que no tengamos claridad en los valores y principios rectores que hemos escogido por hallarse enraizados en el ordo amoris -orden de amor, orden del ser- que inspira a los pensadores personalistas y cuya ‘lógica cordial’ nos lleva a instalarnos en el lugar correcto, puesto que la mirada del corazón difícilmente nos lleve a errar. Por eso no sirven las respuestas dogmáticas, impuestas u obligadas, sino las que brotan de un pensar libre pero riguroso, sólo atado a las inflexiones de la ‘razón cálida’ donde la fidelidad y el respeto a la verdad de las personas constituyen el criterio antropológico más sólido y preciso.

Por ello, bien reconocemos que la identidad de género, inseparable de la identidad personal, se encuentra en conflicto, en crisis: hombres, mujeres, homosexuales, transexuales, etc., expresan una identidad de contornos borrosos, ¿quiénes somos?, ¿sé quién soy?, ¿soy uno e idéntico conmigo mismo? Un mar de confusiones atenta contra este ‘saber de sí’ que supone la identidad, y mucho más cuando todo -y cuanto más si se trata de las delicadas cuestiones derivadas de la identidad sexual- parece ser materia opinable para los reyes y reinas del imperio (¿o mercado?) de la opinión, que aún sin proponérselo domina nuestras vidas. Una gran profusión literaria dominada por la hegemonía de la ideología de género -discurso chato, demagógico, sin sustancia y sin encanto- unida a la publicidad invasiva de los mass media, señores todopoderosos del discurso, traslucen el anonimato de este parásito del ‘pensamiento único’ al que parece que hemos de adherirnos si no queremos ser excluidos o discriminados o tomados por tontos. Pero ni el consenso vertido en ciertas legislaciones ni la “tiranía de la diferencia” son sinónimos de verdad, de eso estemos seguros. Es necesario atender a la verdad eterna inscripta en cada uno, que está más allá de los devaneos de las ideologías de turno y vive encarnadamente en mí, en ti.

La crisis de identidad es una realidad palpable, y es fruto de la confusión omnipresente y, por cierto, de la suma de elecciones personales y comunitarias que han llevado al quiebre del paradigma identitario que nos venía rigiendo, afectando a todo lo que toca: la crisis ya no es privativa de los adolescentes o de los inmaduros, como lo era otrora. “El varón y la mujer -afirma con razón la escritora Jo Croissant- ya no saben quiénes son y no se animan a afirmarse en su identidad. Los niños no saben con quién identificarse, han perdido su punto de referencia. Asistimos a la llegada de una sociedad andrógina”[1]. Esto que vivimos hoy, con más o menos ondulaciones y matices según las sociedades o grupos de pertenencia, no es más que la consecuencia previsible de nuestras elecciones pasadas y presentes en la difícil materia humana que llamamos ‘identidad’, unas elecciones que sin duda han sedimentado en la cultura y el discurso. Estamos viviendo un nuevo aprendizaje biográfico y desgarrado de nuestra identidad, y ya no sólo de la femenina. Pero el aprendizaje comporta oportunidad, y la crisis bien aprovechada significa crecimiento.

  1. Del alma a la identidad personal, una historia peculiar

La primera pregunta surge sola, ¿qué es la identidad?, ¿qué entendemos al hablar de identidad? Escribió Heidegger al referirse al principio de identidad, sintetizado en la fórmula ‘A es A’: “Lo que expresa el principio de identidad, escuchado desde su tono fundamental, es precisamente lo que piensa todo el pensamiento europeo occidental, a saber, que la unidad de la identidad constituye un rasgo fundamental en el ser de lo ente. En todas partes, donde quiera y como quiera que nos relacionemos con un ente del tipo que sea, nos encontramos llamados por la identidad”[2].

Pues sí, nos encontramos llamados por la identidad, porque en el universo personal colmado de diferencias y contradicciones, éstas nos interrogan permanentemente por su soporte esencial, la identidad, precisamente porque es ella la que da sentido y unidad a lo diferente que los habita, a las dimensiones multifacéticas que constituyen eso que somos: personas. Pero el término identidad es un concepto de los llamados ‘análogos’, radicalmente complejo y rico, que por su intrínseca analogicidad expresa lo mismo en distintos ámbitos y con distintos alcances: así podemos hablar de la identidad lógica y ontológica (cada cosa es consigo misma la misma), la identidad de un pueblo o nación, la identidad del ciudadano plasmada en cédulas y documentos, la identidad personal de Pedro o María y, con ella, la identidad de género o identidad sexual, que se halla siempre entreverada con la identidad personal, casi indistinguibles. No es necesario decir que la diferencia ontológica será abismal cuando pasamos de la mera identidad a la identidad personal, del reino de las cosas al reino de la persona.

La identidad personal -del latín idem, lo mismo- es lo que nos hace idénticosunos, o bien a nosotros mismos -la identidad del yo- o bien a un carácter común por el cual nos identificamos en torno a algo, natural, cultural o espiritual, o resultante de los tres -por ejemplo, la identidad de pueblo (el ser latinoamericanos), o la identidad de género (el ser varones o mujeres)-. Pero toda vez que se alude a la identidad humana, lo ‘identitario’ aparece como libremente elegido, adoptado y asumido, aún cuando su base sea natural o biológica. Nos elegimos asumiéndonos, y al asumirnos nos volvemos un sí mismo. La libertad de la persona está en la base de su identidad, aunque no la agota.

Al hablar de identidad aludimos a una categoría antropológica eminentemente moderna, a pesar que su hechura y su andadura son tan viejas como la filosofía griega: ya Aristóteles creía que un alma específica hacía que el hombre fuera hombre[3] y definía la identidad como “una unidad de ser”. Pero él no hizo más que recrear la semilla sembrada por Parménides -“El ser, siempre igual a sí mismo, permaneciendo el mismo, reposa en sí mismo”[4]- y por Platón, quien en El Sofista le hace decir al extranjero: “Ciertamente cada uno de ellos es otro que los otros dos, pero él mismo lo mismo para sí mismo”[5]. He aquí que al querer explicar al hombre concreto, los griegos no hablaban de mismidad ni de identidad personal sino del ser -el hombre- que ocupaba el más alto rango de los seres idénticos y vivos usando una terminología impregnada de sustancialismo -materia y forma, acto y potencia, sustancia y accidente, etc.-, pues la subjetividad no tenía cabida como tal. Esta hermenéutica ceñida a un pensamiento objetivista propio de las cosas también reinó en el Medioevo, aunque la gran diferencia superadora fue el desarrollo y posterior apogeo de la excelsa doctrina del hombre como persona, desde la primera definición de Boecio hasta su profundización en Tomás de Aquino y su escuela. Así y todo, la identidad personal permanecía larvada en una subjetividad que tímidamente iba insinuándose. La aparición del cogito cartesiano fue su momento augural.

A medida que avanzaba la modernidad y la creencia en el alma como forma del cuerpo -forma corporis-, como algo sustancial o soporte metafísico del yo, e incluso como esencia del hombre, entraba en franco descrédito -al menos en el plano del discurso filosófico donde ya se vislumbraba la decadencia de la metafísica-, algunos pensadores eligieron recurrir a otro concepto más dinámico y menos adscrito a categorías metafísicas tradicionales que siguiera expresando ese ‘sí mismo’ profundo de cada persona, esto es, la identidad. Desde una mirada diacrónica, ella debía ser capaz de explicar la persistencia de la persona a través del tiempo y, ante todo, su unidad de sentido en medio de la multiplicidad que la constituye, apelando cada vez menos a un Dios garante de su esencia y su existencia. Desde una mirada sincrónica, la identidad venía a rescatar la unidad de todo lo disperso en cada persona poseedora de caracteres y actos que la diferencian de las otras, pero en tanto esa unidad era hecha consciente por el sujeto. Como decía el moderno John Locke, “cada quien es para sí mismo aquello que llama sí mismo, (…) y de ese modo se distingue a sí mismo de las demás cosas pensantes, en eso consiste la identidad personal, es decir, la mismidad de un ser racional”[6]. La impronta de una larga tradición intelectualista, que corona en el “pienso luego existo” del padre de la modernidad, René Descartes, dejaba su profunda huella aún en los pensadores de extracción no racionalista como Locke, y todavía hoy parece perdurar.

Al cabo de los siglos, la identidad no ha variado demasiado su discurso de fondo, aunque sí ha modificado su autoría: de una heteronomía con base en un Dios creador del alma individual se ha pasado a una autonomía sin Dios ni alma, y decir esto no es decir poco. Por eso en nuestros días, inficionados por la cultura laicista heredera de esa modernidad y por ende alérgica a cualquier connotación religiosa o metafísica, suena mejor o parece de mayor uso y consenso hablar de identidad que de alma cuando se quiere aludir a aquello que en una persona expresa su sí mismo. Aunque no por respeto al consenso filosófico habremos de erradicar del discurso -ni ciertamente de la creencia de muchísima gente- el término ‘alma’, pues, más allá del hábito lingüístico y religioso, nos convence su necesaria racionalidad cordial, tan necesitada de rescate. La palabra ‘alma’ rezuma eternidad, espiritualidad, origen y destino divinos, siendo su sonido único y casi irremplazable para nombrar la morada del espíritu en la persona, nada menos que la sede de su sí mismo.

Por el contrario, el término identidad respira el espíritu de este tiempo, con la impronta de la libertad plasmada con fuerza en un sujeto autónomo y autor absoluto de su vida, y por eso mismo el discurso antropológico actual está teñido en abundancia de él; quizás, entre otras posibles causas, porque nunca como hoy la cuestión de la identidad sexual ha angustiado a tantas personas. Una angustia más que caracteriza a esta humanidad sin referentes claros ni cosmovisiones que la amparen ni la justifiquen, lo que, en el incierto contexto de las entreguerras, ya había puesto de relieve Edith Stein al referirse a la ausencia de una adecuada ‘idea de hombre’ (varón y mujer) que ejerciera su rol rector en todos los niveles del quehacer pedagógico[7]. Este hecho absolutamente real no sólo que no ha sido superado sino que más bien se ha profundizado en las décadas que lo siguieron así como en los cortos años de este siglo XXI. Por la misma época, Heidegger había insistido en que la angustia va unida indisolublemente al ser del hombre interrogándolo sobre su existencia, y surgiendo así de este “ser llamado o ser convocado” la preeminencia de un valor incuestionable para la humanidad: el valor de ser auténtico. Se es auténtico en relación al ser que es mi fundamento -nótese que el término auténtico contiene la raíz griega autós, lo mismo, lo idéntico-, porque yo he sido llamado a mi verdadero ser y, por ende, ser auténtico consiste en ser idéntico con uno mismo, sin máscaras ni falsas identidades, en un complicadísimo entramado de coherencias difícil de abarcar. Pero, como le cuestionó Stein a Heidegger en su momento, “qué sentido puede tener esa llamada cuando se dirige a una existencia que procede de la nada y marcha hacia la nada”[8], es decir, cuando la búsqueda de la identidad sólo expresa la búsqueda de un refugio ante el acoso del vacío existencial, cuando la persona adolece de un por qué y un para qué, de un alfa y un omega que otorgue sentido referencial a su vida.

En síntesis, lo que no debemos perder de vista finalmente es que la pasión por la identidad, este carácter singular de la condición humana contemporánea, tiende a la fuga y a la dispersión si no se aferra a unos valores y a su propia fidelidad, siendo este carácter huidizo notoriamente expuesto en el plano de la identidad de género. Lo que tenemos por cierto es que a la identidad sólo es posible retenerla y consolidarla desde la madurez de quien se asume, porque, después de haberse conocido escuchando su ser interior, se acepta tal cual es. Ello no obsta, sin embargo, a que hombre y mujeres estemos permanentemente seducidos por la inidentidad, donde el error y el mal parecen querer abrazarnos.

El hombre es un ser temporal pero su esencia permanece inalterable al paso de los siglos. Así es que al preguntarnos hoy por la identidad de la persona seguimos respondiendo a aquel consejo que inspiró el antiguo precepto socrático: “Conócete a ti mismo”. Saltando siglos de búsqueda interior de muy diverso signo, hoy traducimos el mandato a la pregunta antropológica fundamental: ¿quién soy? o ¿quién soy en cuanto mujer o varón?, si se trata del ámbito personal, o ¿qué es ser mujer o ser varón?, si buscamos respuestas con pretensión de universalidad propias de una antropología diferencial o de género, desde donde pretendemos hablar. Pero estas preguntas, como se ha visto, contienen la referencia directa a la subjetividad, a la conciencia de sí, a ese ‘sí mismo’ que somos y queremos ser y bajo cuya pertenencia nos sentimos amparados, íntegros en nuestra unidad: pertenecemos a ese ‘sí mismo’ si permanecemos en él.

Pareciera, por tanto, que no hay identidad sin conciencia de sí, sin saber sobre uno mismo, de modo que al hablar de identidad personal el ‘saber de sí’ es su conditio sine qua non, su fuente no escrita. Pero también sospechamos de antemano que este saber nunca será alcanzado del todo en esta vida finita y fugitiva, e incluso que muchos seres humanos privados, disminuidos o alterados en su capacidad intelectual o en su oportunidad de ser nutridos espiritualmente, ni siquiera aspiren a ella aunque de hecho la porten en su memoria profunda, en su ‘fondo oscuro’, inaccesible de suyo a las razones no cordiales. He aquí que el reino de la diferencia ocupa un lugar insospechado en lo humano puesto que las variaciones intelectuales y psíquicas entre las personas plantean un problema básico a la identidad personal: ¿basta con saber-se, o este saber-se depende de una realidad más originaria: el saber-se amado? Y con esto la pregunta que pone en apuro a cualquier filósofo: ¿reposa la identidad en una mera hermenéutica de la conciencia de sí -cuando la historia se ha encargado hasta el hartazgo de mostrarnos su límite[9]-, o contempla ella otros planos de la realidad humana, como el inconsciente que todos portamos o el profundo y misterioso ser de las personas con deficiencia mental o con estado de mínima conciencia?

  1. La persona no es un ser neutro, es sexuada

La realidad de la persona es siempre una realidad dual, bifacética, de dos rostros: somos hombres y mujeres instalados en el mundo para ver y ser vistos desde una mirada femenina o masculina, desde un ‘tú’ que nos mira o desde un ‘yo’ que mira y es mirado. Estamos siempre expuestos y dispuestos desde y por nuestra condición sexuada. Sería imposible en este estadio de la autoconciencia humana pretender una consideración de la persona sin la impronta de su determinación de género, tal como lo fue durante siglos de pensamiento hasta hace pocas décadas.

La determinación de género es la que pone de manifiesto nuestra presencia en todos sus ‘estares’. A través del cuerpo en primerísimo lugar: aparecemos ante los demás siempre con ‘figura’ de varón o de mujer, siendo ésta la primera determinación humana con que se topa el ojo ante la presencia del otro. Desde este mirar que nos descubre -que bien puede ser un oír o un oler para un ciego- podemos comenzar a ‘contarnos’ como persona masculina o femenina e intentar una comprensión cabal de lo que somos. ¿Cómo eludir este mirar de la presencia que el otro nos impone desde su simple singularidad? Estoy convencida que muchos de los conflictos de identidad sexual que hoy nos afligen, y que nos describen como sociedad de principios del tercer milenio, provienen de un tipo de mirada nada ingenua que deconstruye lo que es en lugar de ayudar a construir la identidad del otro y ello incide dramáticamente en la biografía de cada persona. No temamos por tanto a la contundencia de la afirmación siguiente: la sexualidad está siempre en la base de la identidad, sin olvidar el papel de los otros y la propia biografía.

Karol Wojtyla expresaba esta convicción desde su estricta lucidez: “La función del sexo, que en cierto sentido es ‘constitutivo de la persona’ (no sólo ‘atributo de la persona’), demuestra lo profundamente que el hombre, con toda su soledad espiritual, con la unicidad e irrepetibilidad propia de la persona, está constituido por el cuerpo como ‘él’ o ‘ella’”[10].

Parece que la correspondencia intrínseca entre persona y sexualidad no debería siquiera ser motivo de cuestionamiento, pues su carácter de verdad brilla por sí mismo, a la luz de su evidencia. Ya no puede -o no debería- haber estudiosos de lo humano, mucho menos personalistas, que sigan argumentando al viejo modo diciendo que no hay ciencia de la diferencia o que las diferencias entre varón y mujer no alcanzan el rango de ‘categoría ontológica’. No olvidemos que el discurso, sobre todo el filosófico, ha estado acostumbrado durante siglos al formato masculino, y este estigma no viene siendo fácil de subsanar. Por ello lo decisivo en este tema es reconocer que es el discurso el que debe adaptarse a la persona y no la persona al discurso. O bien la palabra respeta y celebra lo que es, o bien transita por una vía que conduce inexorablemente al error que enferma y mata.

Como siempre sucede en el estudio de lo humano, lo fenomenológico se entrevera lúdicamente con lo hermenéutico, lo que es con su lectura. Yo, como mujer, me encuentro con las demás personas llevando siempre conmigo mi condición femenina como lo más consustancial a mí, tanto que lo hago sin darme cuenta de ello la mayor parte del tiempo; ella se adhiere a mí como mi primera piel y sólo desde esta piel he emprendido (y sigo aprendiendo) el lento y largo camino de ser persona. Ser mujer y ser persona son en mí inescindibles aunque mi persona no se agote ni en mi corporalidad, ni en mi sexualidad, ni en mi género. Y similar experiencia, imagino, tendrán los varones: ¿cómo lo serían sin portar en sí su masculinidad? Todas razones de sobra para afirmar lo que sigue: que de ninguna manera el artículo neutro ‘lo’ va conmigo ni con ningún humano, porque la neutralidad de género es propia de las cosas y de los ángeles, no de las personas.

Lo neutro olvida o aniquila la diferencia. Uno de los mayores aciertos de nuestra época es, sin lugar a dudas, el haber puesto en la mira ‘la maravilla de la diferencia’ en todas las estructuras de lo humano y, como lógica consecuencia, el respeto irrestricto por ella. La diferencia se nos muestra como don y misterio que nunca terminaremos por desentrañar del todo. Pero nos ayuda a ello la historia del siglo XX que todavía tiene mucho que decir: si bien la verdad y el bien tuvieron su oportunidad, la humanidad hizo muy malas elecciones y ellas cumplieron un cometido ejemplarizador. El horror de las guerras mundiales son su muestra indiscutible. No por nada pasaron las aberraciones de los totalitarismos de uno y otro extremo y color (comunismo, nazismo, fascismo) -expresión de fanatismos y fundamentalismos de variado signo-, enfermos de poder acusativo sobre el otro pero faltos de su propio empoderamiento, fuentes de dolor inusitado pero a su vez de aprendizaje inagotable. Y las personas concretas no fueron ajenas. Por eso, algo venimos aprendiendo y cada día con más ahínco y fundamento, queremos sociedades plurales, tolerantes hacia lo distinto, defensoras de lo multicultural, de la no discriminación y del trato igualitario entre varones y mujeres, aunque en los hechos se esté todavía lejos de ese ideal de convivencia.

Es esta misma actitud respetuosa de la diferencia la que ha ido modelando el discurso sobre el hombre que hoy honramos, porque tras los inicios de la ‘antropología filosófica’ en las primeras décadas del siglo XX -con Martin Buber y Max Scheler a la cabeza, sus padres fundadores[11]-, algunos estudiosos acuerdan en la necesidad de encarar una antropología de las diferencias, una ‘antropología diferencial’ -con Edith Stein[12] a la cabeza- y no sólo una mera ‘antropología’ o tratado del hombre a secas, reconociendo que la primera diferencia del ser humano es la sexual o de género, previa a las grandes diferencias individuales de personas, pueblos y comunidades.

Y es a partir del reconocimiento y estudio de esta diferencia primerísima desde donde se ha ido configurando un discurso ajustado a la bifacética complejidad del mundo personal que habitamos y que nos habita, nosotros en él y él en nosotros. Por eso, ya no es exagerado ni arriesgado afirmar que miramos el mundo en femenino o en masculino, y que lo caminamos de la misma manera, como mujeres o como varones, pues somos distintos y dimórficos desde el sexo anatómico hasta la arquitectura cerebral[13]. Y este mirar y este caminar distinto nos embarga a tal punto que, siendo las personas esencialmente relacionales, recíprocas y comunitarias, su incidencia abarca todos los ámbitos humanos: no habría cultura, pensamiento, ciencia, arte ni política sin los colores de la diferencia, sin los ecos de esta matriz originaria donde lo masculino y lo femenino en mutua reciprocidad van gestando el exquisito y complejo mapa identitario de la persona.

Ante lo cual cabe hacer una salvedad no menor. Hasta hace pocas décadas se creía que en las primeras semanas de gestación el embrión humano era un ser neutro con disposición tanto para ser un varón como una mujer, con lo cual hubiese cabido la afirmación de que todo hombre en sus inicios era bisexual. Ahora sabemos con la precisión de los últimos avances en genética que los caracteres masculinos o femeninos que conforman la ‘identidad biológica’ de la persona en gestación ya están especificados ab initio, desde la fecundación: “La identidad biológica es desde la concepción sexuada: recibe como herencia el cromosoma X de la madre y del padre otro X, y es hembra, o un cromosoma Y del padre y es macho. Tiene necesariamente un genotipo masculino o femenino desde la concepción, con necesidad o determinación genética. Con la activación del nuevo genoma, en el proceso de fecundación, se genera el principio vital unitario o programa genético propio del hijo”[14]. Razón más que suficiente para excluir radicalmente toda posibilidad de bisexualidad o neutralidad durante la vida intrauterina, una verdad que debería difundirse más.

Esto, dicho desde el plano estrictamente biológico sobre la etapa embrionaria humana, no constituye una cuestión menor en orden a clarificar los graves temas de identidad de género actuales, pero tampoco agota todas las respuestas antropológicas -la persona es su cuerpo y su historia genética pero no se reduce a ello- ni mucho menos justifica ciertas posturas que abogan por un ser humano ‘andrógino’, esto es, portador potencial de los dos sexos (o más), con lo cual acabaríamos siendo seres bisexuados, asexuados o neutros que nos definiríamos a partir de una pauta netamente cultural o conductual ‘libre’, como es la muletilla que usa discrecionalmente la ideología de género.

Una buena antropología personalista debe afirmarse en la tradición fenomenológica -refrendada aquí por la ciencia-, honrando la realidad, lo que se impone por sí mismo: la clara diferenciación sexual entre varón y mujer, que se da desde la concepción y no es fruto caprichoso de la cultura o del ambiente sino que pertenece a la estructura más honda del ser humano, a su naturaleza profunda anclada en la corporalidad, la cual se afirma o se niega en libertad a lo largo de la propia biografía personal: hasta en esto Dios respeta a rajatabla la libertad humana.

Si bien se supone sabido, es bueno recordar que -como se induce de lo dicho arriba- el componente cromosómico (el par cromosómico) varía en cada sexo de un modo muy sugerente: mientras que en la mujer los dos cromosomas son idénticos (XX), en el varón son diferentes (XY) confluyendo en él el X femenino (idéntico) y el Y que lo especifica (diverso). “La asimetría X e Y (que genera asimetría corporal y cerebral) manifiesta la asimetría intrínseca de la naturaleza humana bajo el signo del varón que es heterogamético”[15].

Asimismo la asimetría se acentúa por la influencia del componente hormonal sexual que se desencadena en el pequeño humano a partir del cargamento genético, hecho que tampoco puede desconocerse: la mayor o menor proporción y concentración de estrógenos (hormonas femeninas) y testosterona y antimülleriana (hormonas masculinas) marcarán no sólo los impulsos bioquímicos que definirán el sexo de la persona sino también su futuro desarrollo corporal (cuerpos más masculinos o más femeninos), emocional y social (varones más o menos agresivos o mujeres más sumisas o adaptativas, etc.). Y si toda la corporalidad es sexuada, ¿cómo no lo sería el cerebro humano? La asimetría es confirmada también a nivel cerebral por la moderna neurología pudiendo hoy hablarse sin tapujos de un ‘cerebro femenino’ y un ‘cerebro masculino’ desde el nacimiento, aunque éstos se van a modular y modelar personalmente a lo largo del itinerario vital: cada uno va a construir su propio cerebro[16]Sólo cabe quedarnos maravillados: genética y libertad danzan abrazadas al son que ejecuta cada persona.

  1. El género como ideología

Por cierto, no quiere creer en la maravilla de esta danza la ideología de género, justamente porque la cuestión ideológica -con fuerte componente afectivo y reivindicativo- antepone demasiados velos a la verdad. Hoy el género se ha convertido en ideología, en bandera de lucha contra la discriminación y los valores cristianos -esto último casi nunca declarado-, de los grupos con identidad diferente a la heterosexual. Se constituyó a partir del feminismo de la diferencia -muy diferente al feminismo histórico o feminismo de la identidad-, que considera imposible la superación del machismo, tanto en las instituciones como en la vida diaria, por lo cual propone que las mujeres se organicen por separado para preservar su estricta diferencia[17]. Esta postura llevada al extremo es la que conocemos hoy más frecuentemente bajo el nombre de feminismo o ideología de género, que parece haber acaparado el dominio de todo el discurso feminista, al punto de considerarse más una ideología que una variante del feminismo en sí. Y hay razones fuertes para llamarla ‘ideología’ pues su trasunto es la lucha de clases ideada por Karl Marx, pero esta vez llevada al terreno de la relación entre los sexos, un campo de batalla en donde el principal enemigo es la dotación biológica y la idea rectora de una esencia humana dimórfica, lo que en definitiva habla del diseño de un Dios creador. “Es el dogma central resultante del análisis ‘científico’ de la sociedad. La ‘ideología de género’ destapa el pecado original de la historia del ‘hombre biológico’ precisamente en su atadura a la biología. Este animal dotado de inteligencia, ha aceptado y justificado la diferencia sexual como constitutiva de lo humano, y ha asumido la sumisión de la hembra y su atadura a la prole creando así una desigualdad radical, madre de todas las desigualdades posteriores. Atenuante piadoso es que su inteligencia aún no había llegado al conocimiento científico. (…) El ‘homo biologicus’ ha llegado a su final, y la ideología de género así lo proclama. Estar sujeto a la biología es su pecado radical y la causa de sus problemas. El reino del hombre empieza cuando la opresión de la biología es derrotada”[18]. Su consecuencia es temeraria: la genética debe ser abolida por la libertad, nunca podrían danzar al unísono bajo la armonía que la persona ejecuta.

Pero aún hay más, un factor de poder que sería ingenuo subestimar. Christina Holf Sommers en su obra Who stole feminism? delimitó por primera vez las diferencias entre el feminismo clásico, de identidad o de equidad y el nuevo feminismo de la diferencia, radical o de género: “El feminismo de equidad es sencillamente la creencia en la igualdad legal y moral de los sexos. Una feminista de equidad quiere para la mujer lo que quiere para todos: tratamiento justo, ausencia de discriminación. Por el contrario, el feminismo de ‘género’ es una ideología que pretende abarcarlo todo, según la cual la mujer norteamericana está presa en un sistema patriarcal opresivo. La feminista de equidad opina que las cosas han mejorado mucho para la mujer; la feminista de ‘género’ a menudo piensa que han empeorado. Ven señales de patriarcado por dondequiera y piensan que la situación se pondrá peor”[19].

La comparación sirve sólo de prolegómeno a esta ideología falaz que precisamente, como señala Hoff Sommers, “pretende abarcarlo todo”. Su plataforma teórica propone una revisión antropológica total del ser humano en cuanto ser sexuado: su sexo natural -dicen- no cuenta sino su ‘género’, que no es algo dado ‘naturalmente’ sino algo ‘socialmente construido’, un ‘constructo social’. El género se hace, no se nace con él. Ninguna esencia, ningún cuerpo femenino o masculino, ninguna imagen de Dios deben interferir en el género que cada humano elija libremente. Y destaco el término ‘humano’ pues en su discurso está prohibido hablar de ‘persona’, una coherencia al menos. Es el fin del ‘reino efímero’ de lo biológico, y por ende del reino de la persona, varón y mujer, en cuyo estatuto personalista se respeta sine qua non lo naturalmente dado en la corporeidad, que no es algo que ‘tiene’ la persona sino lo que ella misma ‘es’. Como lógica consecuencia de esta postura y de un consenso que crece a su favor en el mundo globalizado desde la cumbre de Pekín de 1995 hasta hoy, cada día se agudizan más las concesiones a la plataforma de género que viene imponiendo su criterio en materia de legislaciones y políticas familiares y reproductivas, lo que vemos hoy expotenciado a todo nivel: desde los contenidos estatales de educación sexual partiendo del nivel de escolaridad primaria hasta los programas pro abortivos de cada vez mayor número de países.

El siguiente texto de la feminista radical Judith Butler, utilizado como material de estudio en algunas prestigiosas universidades norteamericanas, es un digno exponente del discurso provocativo y falaz que esgrimen: “El género es una construcción cultural; por consiguiente no es ni resultado causal del sexo ni tan aparentemente fijo como el sexo. Al teorizar que el género es una construcción radicalmente independiente del sexo, el género mismo viene a ser un artificio libre de ataduras; en consecuencia hombre y masculino podrían significar tanto un cuerpo femenino como uno masculino; mujer y femenino, tanto un cuerpo masculino como uno femenino”[20]. En definitiva, la masculinidad y la feminidad resultan inesenciales, tanto como términos que designan realidades personales y luego categorías antropológicas, cuanto como aprioris de cada biografía personal. A ellas se llega, no se parte. Es la expresión de una libertad concebida fuera de todo cauce, sin vínculos y destructora de sus propios límites. Así el género, como la esencia personal, se va eligiendo durante la existencia de modo que la ley del existencialismo sería un hecho: la esencia nunca precederá a la existencia. El viejo Jean Paul Sartre jamás hubiera imaginado que sus ideas trasgresoras llegarían a tanto[21].

¿Qué queda del sentido común tras esto? ¿Qué decir ante esta verdadera subversión de la identidad, y no sólo de la femenina? ¿Acaso el hecho de que existan la homosexualidad masculina y femenina, la bisexualidad y la transexualidad, que son excepciones restringidas a minorías humanas, legitima el argumento falaz -con pretensión de ‘universalidad’- que sostiene que el sexo-género de la persona es ‘tan sólo’ una construcción socio-cultural? ¿No habrá otra explicación razonable y menos arbitraria acerca del origen de estas otras preferencias sexuales? ¿Qué humanidad planearíamos o esperaríamos a futuro si las identidades sexuales se transforman en meros roles socialmente construidos, si la noción de familia desaparece porque ni el amor heterosexual ni la maternidad son valores aceptables ni dignos de ser defendidos? Lamentablemente la ciencia y la biotecnología indebidamente instrumentadas ayudan a suplir el amor y la relación heterosexual, lo cual es perfectamente previsto en la plataforma ideológica de género.

Impensables serían las consecuencias que esta subversión del orden natural acarrearía a nuestro mundo ya demasiado lastimado, una subversión nada ingenua que condena a la hoguera a los modelos tradicionales de mujer, de varón y de familia, promoviendo sin ningún tapujo la ‘desconstrucción’ de la sociedad, que no es más que su ‘destrucción’ solapada, dicha en términos ‘elegantes’. “Quede claro pues, que la meta de la perspectiva de género, fuertemente presente en Pekín, es el llegar a una sociedad sin clases de sexo. Para ello, proponen desconstruir el lenguaje, las relaciones familiares, la reproducción, la sexualidad, la educación, la cultura, entre otras cosas”[22]. Pero la IV Conferencia Mundial de la Naciones Unidas sobre la Mujer, llevada a cabo en Pekín en el año 1995, que fuera el escenario propicio para el lanzamiento oficial de la perspectiva de género, ya venía gestándose silenciosamente en Estados Unidos desde fines de la década del 60 en el seno de grupos feministas y lésbicos[23]. Pekín representó la cumbre mundial donde los valores de la familia, el matrimonio y la feminidad sufrieron un ataque directo y masivo en un claro intento de socavar sus cimientos. Un significativo signo de ello fue que el documento final eliminaba ex profeso las palabras ‘esposa’, ‘marido’, ‘madre’ y ‘padre’. Sembrar la confusión y el caos es sólo el primer paso en su siniestra estrategia.

Es notorio que la gran protagonista de esta ‘liberación’ proclamada en Pekín fuera la mujer, quien victimizando su propia historia de opresión exige una ‘reparación’ que se trasunte en derechos, sobre todo ‘derechos reproductivos’: derecho a las parejas homosexuales a concebir hijos mediante inseminación artificial o adopción, derecho al aborto libre, derecho al cambio quirúrgico de sexo, es decir, a decidir sobre su propio cuerpo, etc. ¿Qué modelos de mujer y de varón puede ofrecer esta perspectiva de género basada en este resentimiento de fondo? Ninguno, sólo su negación, su sepultura deseada. Porque ser mujer o ser heterosexual es de antemano ser ‘sujeto de sospecha y resentimiento’, por todo aquello que la mujer expresa simbólicamente y construye creativamente a partir de su ser y vocación específicos: amor, familia, hijos, cuidado de otros y don de sí, custodia de valores eternos, etc.

¿Qué gran herida en el corazón de estas personas pudo haber provocado este resentimiento transformado en discurso ideologizado, destructivo de sí y de los otros?

No tenemos todas las respuestas, pero sí intuimos que la clave de lectura se encuentra en el cruce entre ciertos discursos y prácticas socioculturales que, como grito, se hicieron carne en algunos seres humanos llenos de sufrimiento, faltos de acogida, reconocimiento y amor verdadero. Abrigo la convicción que, mal que les pese a los seguidores de esta ideología, la mayoría de hombres y mujeres seguirá ejerciendo su vocación profunda, aunque el camino esté sembrado de espinas y haya que trabajar arduamente para transitarlo. Ante esta perspectiva de lento derrumbe de la identidad sexual no podemos quedar en el derrotismo, es hora de promover actitudes distintas, luminosas: a la sospecha destructiva es necesario oponer la esperanza que crea realidades, al resentimiento la mirada que perdona y sigue adelante, y todo lo que la imaginación aliada de la verdad sepa gestar. Ninguna ideología podrá jamás matar las identidades sexuales de la persona en sus formatos originarios femenino y masculino, porque ellas están hechas de la ‘madera eterna’ del ser humano, grabadas a fuego bajo su piel y en su corazón. Ir contra ellas es atentar contra la dignidad de la persona en su forma más siniestra.

  1. La verdadera identidad va en pos de la comunión

A esta altura no pueden quedar dudas de que lo masculino y lo femenino tienen su propia consistencia y entidad, su rango ontológico inequívoco, tal como la idea divina los concibió y tal como la información genética los determina desde ‘la libertad de la naturaleza’ en amalgama indudable con la libertad de la persona y la complejidad única de su sí mismo. De más está decir que dicha información genética traduce biológicamente parte de aquel eidos propio de su ser creatural. Esto nos lleva a la certeza de que ni lo femenino es una frustración o devaluación de lo masculino, ni lo masculino es la perfección o plenitud de lo femenino -como alguna vez pensaron ciertos importantes filósofos-, sino que cada uno posee su propia identidad siendo lo común a ambos no sólo el carácter personal sino la convocatoria a la comunión con el otro. He aquí el misterio teleológico de la diferenciación de los sexos ante el cual reconoce su ignorancia la misma ciencia[24], y nosotros, -sin abandonar en absoluto el misterio profundo que encierra lo humano- intuimos en ello una cierta luminosidad que procuramos poner en palabras: la identidad de la persona humana es dimórfica y disimétrica, femenina y masculina, pero abierta y predispuesta a un sentido trascendente de encuentro personal, buscando la comunión que es unidad.

¿Por qué el encuentro personal? Este es el punto que debe cautivar nuestra atención, ese ‘misterio’ tan bien planeado por el Arquitecto supremo y con el que convivimos a diario en la vida de pareja o simplemente relacional, de mujeres con varones y de varones con mujeres, que de ninguna manera se asemeja al instinto de apareamiento propio de los animales a pesar de compartir una similar base biológica. No cabe duda de que la diferenciación hombre-mujer apunta a la madurez de la realidad personal que es siempre búsqueda de encuentro, de reciprocidad y de comunión, como el pensamiento personalista ha destacado en abundancia. Reflexionemos sobre la pareja humana: si no fuera porque la vida nos familiariza con las dimensiones de la sexualidad y el amor, nos admiraríamos al advertir que un amor personal vaya unido inexorablemente a un impulso de unión corporal tan concreto y definido, o, lo que suele ser el principio de la relación, que un fuerte atractivo físico culmine en amor. En la relación personal amorosa entre un hombre y una mujer, entre un yo masculino y un tú femenino, o viceversa, sucede algo especialísimo que concebimos como ‘natural’: “aparecen dos personas frente a frente, distintas, diferentes; y en la misma proporción complementarias porque la diferenciación que se constata está en función de una progresiva unidad; cuanto más mujer y más hombre son dos seres humanos, más maduros son y más tienden a unirse y complementarse”[25]. La diferencia busca su complemento, pero para que ello acontezca ‘humanamente’ y no como mera persecución de placer, la búsqueda de la complementariedad sólo se consumará en la comunión personal, esencialmente dativa, don de sí.

“Mi amado es para mí, y yo soy para mi amado: él pastorea entre los lirios”[26]. En otro lenguaje y en otra época, la antigua sabiduría bíblica hebrea lo supo expresar poéticamente en el Cantar de los cantares, el más antiguo y exquisito himno al amor jamás cantado. Escrito quizás para una fiesta nupcial israelita, todo en él es un culto a la diferencia de los sexos, diferencia que prepara y anticipa admirablemente el mutuo llamado al amor de la pareja humana, que no puede ser más que encuentro personal y entrega de uno al otro. De allí que los místicos eligieran este poema como icono del amor esponsal con Dios, atravesando con su fuerza y belleza la historia del discurso místico[27]. Ellos ‘vieron’ en su búsqueda de unión con Dios que su amor humano-divino debía parecerse al amor de los esposos, donde eros y ágape -dos hermosos nombres griegos para designar el amor- conviven armoniosamente. Pues eros, como impulso, arrebato y ‘locura divina’, debe ser disciplinado por ágape, que es el nombre del amor dativo, co-respondiente y responsable del otro. Así, al principio del Cantar el eros se expresa en la palabra hebrea dodim, el amor que busca, todavía inseguro. Luego, el término dodim es reemplazado por ahabá que la traducción griega interpreta como ágape, es decir, la experiencia de amor plena que ha superado el simple amor egoísta que se busca a sí mismo para transformarse en descubrimiento del otro, ocupándose y preocupándose por él-ella[28].

De este modo, el ocuparse y el preocuparse desvelan la direccionalidad indicada en el ‘para’, la apertura intrínseca al otro que hombre y mujer comportan. En la preposición ‘para’ del citado poema se halla escondida la referencia esencial al otro y a la unidad: el ‘hacia’ intencional que los atrae y los lanza fuera de sí, de la mujer amada hacia el varón amante y de éste hacia aquélla, la humilde y mágica destinación de uno a la otra. Nuevamente no se puede soslayar aquí el sentido inscripto en el cuerpo, que de suyo expresa a la persona haciéndola presencia. “El cuerpo, que expresa la feminidad ‘para’ la masculinidad, y viceversa, la masculinidad ‘para’ la feminidad, manifiesta la reciprocidad y la comunión de las personas”[29]. Aquel poema bíblico no hace más que recordarnos que desde siempre hay una huella comunional compartida y esencial a la persona femenina y a la persona masculina y que la misma no se ha modificado en nada a través de la historia, sino que quizás se haya ensombrecido un poco. No es mera casualidad que en esta época de tanta libertad, apertura y comunicación, de tanto culto al ‘amor’, haya un sinnúmero de hombres y mujeres que eligen vivir sin pareja, des-ilusionados y des-enamorados, aun sabiendo que esa elección no los hace más felices. Por eso no sirve de mucho tratar de convencer a nadie, es necesario abandonar el miedo y dejar que la luz de la verdad se manifieste por sí sola y a su ritmo, y que cada persona, en el momento oportuno, descorra los velos que le impiden ver en su interior y descubra así la identidad a la que está llamada. Nadie es tan inmaduro ni tan enfermo que no llegue a ese momento, sin olvidar que el cuidado de los que lo aman es fundamental.

Aunque reconozcamos discursivamente la diferencia inscripta desde la corporalidad como la mayor fuerza de atracción entre los sexos, a su vez que motor de identidad, y una clara invitación al amor, no podremos hacer lugar al amor y al encuentro, efectivamente, si no perdonamos y superamos el resentimiento y el miedo al sufrimiento, si no nos vaciamos un poco del egocentrismo y la banalidad que impide que el otro nos habite, que sea en nosotros. Todos sabemos que hoy la cultura reinante junto con la ideología de género han mediatizado el amor y la relación, han cargado sobre sus espaldas la sospecha, la lucha y el resentimiento anclados en una enfermiza y manipuladora voluntad poder, impidiendo a muchos percibir con nitidez que ellas, la relación y el amor, constituyen la vocación raigal y eterna del ser humano, y por tanto el lugar de su plenitud. No por nada Martin Buber nos ha recordado para siempre que “el ser humano habita en su amor”. Pero, salvo nosotros mismos, nadie puede imponer a otro lo que de suyo es libre, mucho menos la propia vocación, por más universal y evidente que sea, pues ella exige una respuesta comprometida, en libertad, a un llamado muy hondo de la persona, una invitación a la identidad personal única e intransferible que expresa profundamente ese ‘sí mismo para otro’[30] en que consistimosuna bella paradoja que intenta definir ese ser indefinible y sagrado que recibimos como don y como don hemos de saber entregar.

 

Notas y Bibliografia

[1] Croissant, J.: La mujer sacerdotal o el sacerdocio del corazón. Ed. Lumen, Buenos Aires 2003, p. 22.

[2] Heidegger, M.: Identidad y diferencia. Ed. Anthropos, Barcelona 1990.

[3] Recordemos que en su famoso tratado De anima, Aristóteles utiliza el concepto de ‘alma intelectiva’ (nous poietikós y pathetikós) para desentrañar la esencia del hombre como aquel principio que hacía del hombre un ser capaz de logos: de reflexión y abstracción, dotado de inteligencia y voluntad, y por ello capaz de volver sobre sí y de este modo poseerse.

[4] Diels, B8 v.26-31.

[5] El Sofista, 254 d.

[6] Locke, J.: Ensayo sobre el entendimiento humano. Ed. Fondo de Cultura Económica, México 1999, 2ª edic., p. 318.

[7] Cfr. Stein, E.: La estructura de la persona humana. Ed. BAC, Madrid 1998, pp. 4-5.

[8] Ibid., p. 13.

[9] Cfr. Riego de Moine, I.: “Europa, o la conciencia que no pudo ser”, en Acontecimiento, Año XXIV, Nº 89, 2008/4. Ed. Instituto Emmanuel Mounier, Madrid 2008, pp.60-61.

[10] Juan Pablo II: Varón y mujer. Teología del cuerpo I. Ed. Palabra, Madrid 2005,AG, 21-XI-1979, n.1, p. 78.

[11] Véanse al respecto de Scheler, M.: El puesto del hombre en el cosmos, (Ed. Losada, Buenos Aires 1976) y de Buber, M.: Qué es el hombre (Ed. Fondo de Cultura Económica, México 1981).

[12] Su libro La mujer (Die Frau, Edith Steins Werke V, Lovaina-Friburgo 1959; edición española, Ed. Palabra, Madrid 1999, Traducción de Carlos Díaz)compilación de artículos y conferencias acerca del ethos femenino, indica un anticipo de la eclosión que la antropología diferencial supondrá después.

[13] Cfr. López Moratalla, N.: Cerebro de mujer y cerebro de varón. Ed. Rialp, Madrid 2007.

[14] López Moratalla, N.: “Cerebro de mujer y cerebro de varón”. Actas del IV Congreso Internacional de la Familia, Universidad de La Sabana, Chía, Colombia 2008.

[15] Ibid.

[16] Entrevista a Natalia López Moratalla “Nacemos con la estructura de un cerebro típicamente masculino o típicamente femenino”, en http://www.fluvium.org/textos/vidahumana/vid205.htm.

[17] Cfr. Díaz, C.: Vocabulario de formación social. Ed. Edim, Valencia 1995, Art. “feminismo”, pp. 213.

[18] “La mujer y el dragón. Reino de Dios y última revolución”. Texto de la Lección inaugural del curso 2008-2009 en el Centro Teológico del Seminario Diocesano de Ciudad Real, afiliado a la Pontificia Universidad de Comillas (Madrid). Impartida el 10 de octubre de 2008, p. 16.

[19] Óscar Alzamora, Lexicón, p. 578, donde cita una entrevista a Christina Hoff Sommers en “Faith and Freedom, 1994, p. 2.

[20] Butler, J.: Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity. Ed. Routledge, New York 1990, p. 6.

[21] “Así, pues, no hay naturaleza humana, porque no hay Dios para concebirla. El hombre es el único que no sólo es como él se concibe, sino tal como él se quiere, y como se concibe después de la existencia, como se quiere después de este impulso hacia la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace”. Sartre, J. P.: El existencialismo en un humanismo. Ed. Del 80, Buenos Aires 1984, p. 16.

[22] Comisión Episcopal para los Laicos: La ideología de género. Sus peligros y alcances. Ed. Imdosoc, México 2003, p. 29.

[23] Hay un hecho histórico peculiar que merece considerarse como el origen remoto de la ideología de género: muchas jóvenes maltratadas por los jóvenes dirigentes de la Nueva Izquierda en EEUU, luego importantes feministas, se pasaron a las filas del movimiento feminista donde encontraron ‘su patria’. “Hasta qué punto las jóvenes recibían un trato humillante en el SDS, que no obstante pretendía ser la encarnación de una humanidad nueva y mejor, lo demostraron algunos incidentes de aquel congreso de la unión en Coliseum de Chicago de 1969. (…) Éste (Rufus Wals, jefe local de los Panteras Negras), tras hablar acaloradamente sobre los maoístas, empezó a tratar claro la cuestión de las mujeres y dijo que ellos estaban a favor de que hubiera mujeres en el movimiento, ‘a favor del amor y todas esas cosas’ y también a favor del ‘pussy power’. (‘Pussy’, gatita, es una de las numerosas expresiones para denominar los órganos genitales femeninos; ‘pussy power’ se había inspirado en la expresión ‘black power’ y su significado irónico-despectivo). (…) No es de extrañar que la violenta repulsa del sexo masculino condujera al lesbianismo en todos sus grados. En él muchas mujeres esperaban encontrar una comunidad para retirarse de la impetuosidad del erotismo heterosexual”. (Mehnert, K.: La rebelión de la juventud. Ed. Noguer, Barcelona 1978, pp. 98 ss.)

[24] “En resumen, podemos afirmar que no se ha encontrado ninguna explicación fundada en hechos empíricos para la separación de los sexos. Esta separación no se puede reducir a una causa ni explicar teleológicamente. Por esto le llamamos un misterio biológico”. Buytendijk, F.J.J.: La mujer. Naturaleza, apariencia, existencia. Ed. Revista de Occidente, Madrid 1970, p. 83.

[25] Pérez Piñero, R.: Encuentro personal y Trinidad. Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1982p. 190.

[26] Ct 2, 16.

[27] Cfr. Riego de Moine, I.: De la mística que dice a la persona. Fundación Emmanuel Mounier, Colección Persona, Madrid 2007, pp. 19-48.

[28] Cfr. Benedicto XVI: Deus caritas est. Carta Encíclica, 5 y 6.

[29] Juan Pablo II: Varón y mujer. Teología del cuerpo I. cit., pp. 103-104.

[30] Cfr. Nédoncelle, M.: Persona humana y naturaleza. Estudio lógico y metafísico. Ed. Fundación Emmanuel Mounier, Colección Persona, Madrid 2005.



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Riego de Moine, Inés, GÉNERO E IDENTIDAD. UNA REFLEXIÓN DESDE LA ANTROPOLOGÍA PERSONALISTA , en García, José Juan (director): Enciclopedia de Bioética.

Última modificación: Monday, 6 de July de 2020, 13:26