BIOÉTICA

Autor: José Juan García

«En el principio era la Vida…», podríamos decir parafraseando a san Juan en el prólogo a su Evangelio. La palabra la tiene la bioética, nueva ciencia en el ámbito de la vida humana. Es la disciplina científica que se ocupa de los argumentos y principios éticos que iluminan y orientan la práctica biomédica. Claro es que no podemos quedarnos con esta muy simple aproximación. En esta voz analizaremos con detenimiento los momentos y pasos de esta nueva disciplina.

 

ÍNDICE
1. Un poco de historia 
1.1. La definición de Potter 
1.2. Primeros centros de bioética 
1.2.1. El Hastings Center 
1.2.2. El Kennedy Institute 
1.2.3. Otros centros reconocidos 
2. Objeto y ámbitos de la bioética 
3. Corrientes del pensamiento bioético 
4. El modelo personalista aplicado a la bioética 
5. El debate acerca de los principios en bioética 
6. Reflexiones finales

Notas

Bibliografía 
         1. Bibliografía citada 
         2. Bibliografía general sobre bioética

  1. Un poco de historia

 

1.1. La definición de Potter

Un médico oncólogo, en 1970, Van Rensselaer Potter, acuñó el término “bioética”1.

Y la describió como la ciencia de la supervivencia, con la finalidad principal de promover la calidad de la vida [Potter 1970]. Una definición sencilla que miraba esta naciente disciplina como el conjunto de análisis desde la ética hacia la ciencia. Una ciencia que busca cómo usar el conocimiento. Para la supervivencia del hombre en el cosmos. Potter, preocupado por el futuro del hombre piensa en la bioética como un puente hacia el futuro. Ya no era suficiente mirar hacia el presente sino preocuparse por la supervivencia del hombre en el complejo del ecosistema. El progreso del hombre para Potter no estaba asegurado por el progreso de la ciencia, pues existen peligros intrínsecos en las aplicaciones científicas. El oncólogo siente la necesidad de una disciplina nueva, como una biological wisdom, una sabiduría que nace de la misma ciencia, con responsabilidad y humildad a la vez, una bio-ética consciente del doble peso, de la responsabilidad de los conocimientos y de la humildad de lo que todavía no se sabe.

Potter es deudor del énfasis en el tema de la supervivencia, de A. Leopold y de C. D. Waddington; el primero en la huella del equilibrio del ecosistema; el segundo en la huella de la evolución genética como adaptación de las poblaciones al ecosistema [Potter 1988]. Más allá de las bondades y los límites de los discursos de los autores mencionados, dejaron en claro que el futuro del hombre no es algo que se deba dar por descontado y que el progreso no se puede considerar una natural consecuencia de la perspectiva darwiniana.

Potter publicará en 1971 Bioethics: Bridge to the Future, en el cual evidencia su preocupación por la bioética considerada globalmente. En cuanto al futuro de la tierra toda y no sólo aplicaciones al campo biomédico. Allí Potter afirmaba: «He llegado a la resolución que la biología puede fructuosamente relacionarse con las ciencias humanas y que ambas son necesarias en una cualitativa presencia en la historia» [Potter 1971: 25]. El pionero de esta disciplina lleva la atención a desarrollar una ética de la tierra (land ethic); una ética de la naturaleza (wildlife ethic); una ética de la población (population ethic) y una ética del consumo de las fuentes naturales (consumption ethic). Para Potter la defensa de la vida human está muy ligada a la defensa del ambiente en su conjunto amplio.

Sin embargo, la primera piedra en la construcción de la bioética como nueva disciplina académica y campo de investigación fue el “Hastings Center” de New York, fundado en 1969, donde se organizaban a comienzos de la década de los setenta, sesiones constantes de estudio con publicaciones pioneras, entre las que destaca la revista bimestral The Hastings Center Report. A este pionero centro nos referimos después.

El obstetra André E. Hellegers, fundador del Kennedy Institute, introdujo el término bioética en el campo académico y biomédico, en la administración pública y en los medios masivos de comunicación. Ya en 1971 programó académicamente la nueva disciplina llamada bioética para la Georgetown University de Washington con un enfoque más restringido que el sugerido por Potter. El neologismo bioética se había ya ganado su lugar. Se impuso. En la comunidad científica y académica, se la comenzó a ver como una disciplina humanística a favor de la vida, como disciplina racional aplicada a los procesos vivos. Dicho de otro modo, el mismo orden natural del ecosistema está condicionado por los modelos de calidad de vida del ser humano.

En 1973 se empezó a hablar de la bioética como de una disciplina académicamente nueva y en 1978 apareció la primera enciclopedia de bioética en cuatro volúmenes, completada con uno más en 1995, sobre cuestiones éticas y sociales en el campo de las ciencias de la vida, de la medicina y de la salud. En esa enciclopedia, Warren Reich define la bioética de la siguiente manera: «Estudio sistemático de la conducta humana en el área de las ciencias de la vida y de la salud, examinado a la luz de los valores y de los principios morales» [Reich 1978: v.1 p. XIX]. Con todo, esta definición no nos dice cuáles son esos principios y valores. El debate sobre el Principialismo ya había comenzado.

En 1982, la necesidad de crear un marco ético-jurídico para las nacientes tecnologías de fertilización humana in vitro y de manipulación de embriones humanos llevó al parlamento británico a establecer un comité de estudio al respecto. La finalidad de este comité era desarrollar principios legales para regular este nuevo ámbito de investigación médica. El comité estaba presidido por la filósofa Mary Warnock, que más tarde recibiría como reconocimiento el título de baronesa. Después de dos años de trabajos, en su reporte final —conocido como el Warnock Report— el comité concluía que el embrión humano tenía que ser protegido, pero al mismo tiempo establecía límites dentro de los cuales la experimentación con embriones humanos y la fertilización in vitro podían ser consideradas lícitas.

Sin embargo, los estímulos para la investigación y reflexión en este campo no sólo han venido de las asambleas legislativas, sino también de la preocupación por la defensa de la inviolabilidad de la vida humana en ámbito cristiano. Concretamente, la Iglesia Católica —sobre todo a través de las ideas expresadas en varios documentos magisteriales de los últimos papas, p. ej. la Encíclica Humanae Vitae (1968) y la Declaración sobre Aborto Provocado (1974) de Pablo VI; la Declaración sobre la Eutanasia (1980), la instrucción Donum Vitae (1987), y la Encíclica Evangelium Vitae (1995) de Juan Pablo II; y finalmente la instrucción Dignitas Personae (2008) de Benedicto XVI— ha ayudado a la maduración de la corriente bioética personalista, y al mismo tiempo reflejan el influjo de esta corriente en el modo de expresar la doctrina cristiana en materia de bioética.

Y así, la consolidación de la bioética ha sido ascendente a pesar de los iniciales temores y las líneas divergentes. En cuanto al “objeto”, respecto a la tradicional Ética médica, el novum de la bioética postula una notable ampliación del campo de investigación. La ampliación se dirige al ámbito de la investigación científica, al ámbito socio-político y al ámbito ecológico. No es aquí el lugar para determinar las tareas de la bioética en el siglo XXI, pero indagar el futuro genético de la humanidad mediante la incursión del proyecto Genoma, como así también reflexionar en torno a la clonación humana, las nuevas técnicas de reproducción y la separación del binomio procreación-sexualidad, el morir humano y su postergación en manos de la técnica, la delicada cuestión del enhancement, son algunas de las grandes e ineludibles tareas.

La nueva disciplina ha tenido el mérito, como afirma Pessina, parafraseando una célebre expresión de Bergson, de «despertar el filósofo que duerme en cada hombre, reabriendo algunas de las cuestiones decisivas que algunos pensaban de poder resolver confiando en la impersonal figura del progreso» [Pessina 1999: XV].

1.2. Primeros centros de bioética

1.2.1. El Hastings Center

Como mencionábamos en el apartado anterior, el Hastings Center, o mejor, el Institute of Society, Ethics and the Life Sciences, instalado en las proximidades de New York, puede considerarse la ‘primera piedra’ institucional de la disciplina bioética. De hecho, cuando Potter publicó su Bioethics: Bridge to the Future, el telón de fondo lo constituía algunos años de experiencia de este centro, fundado en 1969. Cabe recordar que algunos pocos años antes el movimiento de formación humanística y ética en las facultades de medicina americanas, ya estaba funcionando, y en 1967 se institucionalizó el primer departamento de Ciencias Humanísticas para la Medicina en la Pennsylvania State University.

En junio de 1971 conoció la luz el primer número del “Hastings Center Report”, definido por Toulmin como “un instrumento primario en bioética” [Toulmin 1988: 11]. Conoció rápida difusión, merced al empeño y prestigio de sus fundadores, Daniel Callahan y Willard Gaylin. En la actualidad el Hastings Center cuenta con más de 15,000 miembros asociados, entre ellos el diez por ciento profesores universitarios.

En el primer estatuto figuraban tres finalidades del Centro: 1) avanzar en la investigación ética, social y jurídica de los problemas nuevos que brotaban del progreso de la medicina y la biología. 2) estimular a docentes universitarios y de institutos superiores a desarrollar programas de enseñanza de ética médica. 3) proveer de información a los organismos públicos, legislativos y políticos [The Hastings Center 1974: 3].

En líneas generales, podemos decir que las investigaciones y publicaciones de la primera década, se concentraron en problemas estrictamente bioéticos, mientras que en los años sucesivos, en coincidencia con los planteos éticos del primer mundo, se concentraron en temas como los problemas de la política sanitaria, medicina del trabajo, ética de las profesiones, etc. Cabe mencionar que con el aporte de la National Endowment for the Humanities, el Hastings Center ha dirigido las investigaciones sobre el ADN recombinante, la energía nuclear, y un estudio sobre posible solución al debate sobre el cosciente intelectual (IQ) [The Hastings Center 1979: 11].

1.2.2. El Kennedy Institute

El Kennedy Institute es el lugar donde la bioética se constituyó como “disciplina”. Andre Hellegers, fisiólogo de la embriología humana de origen holandés (1926-1979), fue el pionero del Kennedy Institute of Ethics en la Universidad jesuita de Georgetown en Washington (DC). Hellegers había formado parte de la Comisión Pontificia de Estudio de la Familia, la Población y los Problemas de Natalidad.

En 1971, con la importante ayuda de los Kennedy, funda el The Joseph and Rose Kennedy Institute for the Study of Human Reproduction and Bioethics. El programa era preciso: «Nosotros estamos trabajando para desarrollar la bioética como una disciplina... lo que estamos tratando de hacer es un instituto que nos comprometa en la enseñanza, en la investigación y en el servicio público de nuestras áreas de interés: Población, Bioética y Reproducción Humana» [Katt 1974: 1.3]. Por tanto el Instituto fue constituido por tres centros: el Center for Bioethics, el Center for Population Research y el Laboratories for Reproductive Biology. Lo que unificaba a los tres mencionados centros en uno solo era el promover la “calidad de vida”. Investigadores como L. R. Walters —teólogo protestante—, T. L. Beauchamp, J. F. Childress y W. T. Reich, formaron parte de la primera hora del Instituto. También lo integraron teólogos —de una línea más bien abierta y “progresista”— como B. Häring, R. McCormick, Ch. Curran, S. Hauerwas, R. Branson y J. Fuchs.

Entre las tareas llevadas a cabo está la confección de un amplísimo banco de datos y documentos de bioética: la Bioethicsline. Su vasta biblioteca constituye hoy el National Reference Center in Bioethics Literature. No es menor la envergadura de los cursos de bioética que el Instituto ofrece: maestrías y doctorados.

Además de Hellegers, otros nombres prestigiosos del Kennedy Institute son W. T. Reich, editor de la célebre Encyclopedia of Bioethics (1978 la primera edición en cuatro volúmenes, con 315 artículos); Le Roy Walters, editor de la Bibliography of Bioethics; y el Dr. Edmund Pellegrino, médico y filósofo de la medicina mundialmente reconocido por sus publicaciones [véase p. ej. Pellegrino-Thomasma 1996].

1.2.3. Otros centros reconocidos

El Centro de Saint Louis (Missouri) Pope John XXIII Center, que ha publicado numerosas monografías. En Montreal, Canadá, existe el Centre de Bioéthique que depende del Institut de Recherche Clinique guiado por D. J. Roy.

En Australia fue conocida la actividad de Peter Singer —de neto corte pragmático y utilitarista— que dirigió el Center for Human Bioethics, dependiente de la Monash University de Melbourne [Singer 1975 y 1979]. Pasó luego a ejercer docencia e investigación en la Universidad de Princeton. En Australia también existen dos centros de bioética de inspiración católica: el The Thomas More Center y el St. Vincent’s Bioethics Center.

En Barcelona es notable la importancia del Instituto Borja de Bioética. Al mismo nos referiremos mejor en el capítulo referido a la bioética en España. En Italia, la Università Cattolica del Sacro Cuore realiza una amplia labor de investigación en los distintos ámbitos de esta ciencia, tanto en el Istituto di Bioetica de su facultad de Medicina (Roma) como en el Centro di Ateneo di Bioetica (Milán).

  1. Objeto y ámbitos de la bioética

Objeto de esta ciencia interdisciplinar es sin duda la promoción y la defensa de la vida humana en cualquiera de sus fases, desde la inicial embrional y hasta su natural ocaso. Importa lo humano, en todas sus dimensiones, que ha de ser promovido y defendido por la ciencia, la técnica y los modelos de sociedad. En sus primeros años —en buena medida por influencia de los estudios llevados a cabo por el Kennedy Institute— la bioética se dedicó sin duda a los interrogantes puestos por los avances científicos a la medicina. Así, los estudios en torno a la ingeniería genética, a la procreación artificial, a la maternidad surrogada (útero de alquiler), diagnóstico prenatal, trasplante de órganos, testamento biológico, a la eutanasia, y más luego, desde los 90, a la eventual clonación humana.

Pero dado el crecimiento veloz de la bioética en todo el mundo, merced a la multiplicación de Centros de bioética en Universidades y Fundaciones, el ámbito de investigación y docencia se vio enriquecido. Así surgió la inclusión de la ética del medio ambiente y de los ecosistemas, de los animales, de los fundamentos de las dimensiones sociales, del urbanismo en la promoción de la calidad de vida de las ciudades, la medicina del deporte, la delicada cuestión de la justicia distributiva de bienes de salud, el rol de los comités de ética en los hospitales, etc.

Pero todos estos ámbitos podrían carecer de base argumentativa si no se desarrollase una bioética fundamental. Se trata del ámbito que estudia los fundamentos y los principios que alimentan como en su base, a la bioética misma y sus debates. De otro modo, la bioética fundamental elabora el marco epistemológico coherente de esta rica disciplina. La bioética fundamental estudia los presupuestos de base como la ley natural, el rol de la conciencia moral, etc. Lo filosófico, lo jurídico, lo teológico, lo social, entran aquí en fructífero diálogo y se iluminan unos a otros. La bioética general brinda la elaboración de los principios que ordenan la justificación ética: principio de indisponibilidad de la vida humana, beneficencia, autonomía, justicia, doble efecto, totalidad, confidencialidad, etc.

  1. Corrientes del pensamiento bioético

Veamos ahora en breve, algunas líneas de pensamiento bioético. El contexto filosófico actual está caracterizado —en buena medida— por su carácter fragmentario y el pluralismo. Así, el sociobiologismo, que acusa recibo del evolucionismo y lo traspasa al discurso moral, considera los valores y los principios morales presentes en la costumbre de una sociedad en una determinada época histórica, como el resultado de la selección natural de adaptación al ambiente. Si favorece la evolución de la especie, entonces el comportamiento es considerado moralmente bueno. Se sacrifica el respeto hacia el individuo por el bien del grupo. Las sociedades cambian y con ello, cambian los valores y pautas de comportamiento. El Derecho y la Ética serían expresiones culturales del instinto de conservación. La Ética serviría para mantener el equilibrio evolutivo. La antigua herencia de Ch. Darwin se deja sentir en este esquema de moralidad. El grave peligro es reducir al hombre a un momento histórico-naturalístico del cosmos. Así el relativismo moral entra también de lleno si seguimos esta orientación. Un ejemplo: no habría necesidad de definir los derechos del hombre, pues todo sería provisorio. Lo que hoy es visto en las intervenciones médicas como malo, con el paso del tiempo y los cambios de parámetros culturales, mañana podría ser visto como bueno. Así lo sugiere, por ejemplo el filósofo alemán Peter Sloterdijk en su famoso discurso “Reglas para el Parque Humano” de 1999 [Sloterdijk 1999]. Este argumento provocó un debate significativo en Alemania, entre otros, con el filósofo J. Habermas, quien acusó a Sloterdijk de eugenista. Mejorar la especie (enhancement) sería una meta de la biomedicina del siglo XXI, aún a riesgo de seleccionar genéticamente a los sujetos.

Si bien es cierto que algunos componentes culturales están sujetos a la evolución, no es menos cierto que el hombre resta en su mismidad, en su identidad específicamente humana, diverso por naturaleza y no sólo por complejidad neurológica de todo otro viviente. La muerte y el sufrimiento, la libertad y el conocer, no son elaboraciones culturales sino hechos y valores que acompañan al hombre en todas las circunstancias.

Por su parte, la corriente pragmática-utilitarista sostiene en su formulación básica el principio del cálculo de las consecuencias de la acción sobre la base de la relación costo-beneficio. Se parte del presupuesto que expresa que no se puede asumir otro criterio superior, ontológico, como verdad o norma universal. Dicho principio del cálculo, encuentra una antigua fundación en el empirismo filosófico y en el contexto de las éticas pragmáticas contemporáneas, no puede ser el último fundamento o el criterio principal de nuestra conducta. Dicho utilitarismo, tan presente en los países de habla inglesa, se inspira en J. Bentham y J. Stuart Mill y se puede resumir de esta manera: maximizar el placer, minimizar el dolor y ampliar la esfera de las libertades individuales para el mayor número de personas. De aquí el axioma de cuidar la calidad de vida, como si fuese la palabra clave y el principio último al que todo deber rendir cuenta. Algunos pasajes del Warnock Report de 1984 acusan esta dirección, por ejemplo en el aval la experimentación sobre embriones precoces y para justificar la fecundación in vitro. Para obtener un éxito con un embrión, se justifica la pérdida de muchos otros embriones sin problema moral alguno. El utilitarismo argumenta que, si en un momento dado, un acto es considerado útil para la sociedad, entonces es lícito. Un ejemplo sería pensar que una anciana o enfermo terminal que no aporte ya a la sociedad y sea una carga económica para la misma, podría ser marginada, excluida o suprimida. Se es “menos” cuanto más anciano o enfermo.

El contractualismo, que sustenta que el bien y el mal son determinados por una supuesta comunidad ética, basada en un acuerdo social y que, a la vez, ignora a los fetos humanos, por entender que no pertenecen a dicha comunidad ética. Lógicamente esta postura favorece la muerte de niños con malformaciones severa aun después de su nacimiento, ignorándose su condición de persona. En esta línea Engelhardt, conocido bioeticista ha expresado: «Lo que caracteriza a las personas es su capacidad de ser autoconscientes, racionales e interesadas por el mérito de reprobación y elogio… Por otra parte, no todos lo seres humanos son persona. No todos los seres humanos son autoconscientes, racionales y capaces de concebir la posibilidad de reprobar y alabar. Los fetos, los infantes, los retrasados mentales graves y quienes están en coma sin esperanza constituyen ejemplos de no-personas humanas. Tales entidades son miembros de la especie humana. No tiene status, en sí y por sí, en la comunidad moral» [Engelhardt 1991: 126]. Hay aquí una horrenda subestimación de todo ser humano.

Hay también una postura liberal en bioética, que propone la libertad humana como “medida” del acto humano, valor absoluto del mismo, sin reparar demasiado en el contenido de los actos sino en su condición de posibilidad, que es la libertad. El “cómo” coincide erróneamente con el “libremente”. «Es la máxima expresión del ‘no-cognitivismo ético’ o sea, de la presunta no cognoscibilidad de los valores» [Spagnolo 2002: 211]. Para las decisiones morales permanece el énfasis sobre la autonomía, a pesar de la insistencia en que la racionalidad humana no ofrece más un criterio único para el desarrollo de normas morales comunes. Lo que importa es que el yo decida con toda libertad, sin condicionamientos externos o sociales, y sin demasiada atención a los contenidos de verdad de las decisiones.

Hay aquí una lógica autorreferencial extrema. Desde esta perspectiva, si sólo importa el yo y la reivindicación de sus derechos, como el de decidir su propio morir cuando lo crea conveniente, el individuo se adueña de algo que no es su propiedad absoluta: el don de la vida humana. Basados en este esquema, ha habido campañas de “liberalizar” el aborto o la misma experimentación en seres humanos. Sin embargo, el único fundamento del obrar moral no puede ser la elección autónoma del sujeto, con la sola limitación de la libertad del otro. Ésta sólo hace posible, sin coacción, el obrar voluntario que se especifica por el objeto de la conducta, en primer lugar.

Los problemas que acabamos de señalar muestran que todas las posturas no son igualmente válidas. Hay que conocerlas y adentrarse en ellas con respeto intelectual, pero hay que optar por la que mejor promueve y defiende el augusto don de la vida humana en todas las instancias de su ser. Consideramos que el modelo antropológico personalista, que esbozaremos en el apartado sucesivo, es el marco más adecuado para el desarrollo de una bioética que respete de verdad lo que el hombre es, «por ser expresión de una seria reflexión racional sobre la realidad que constituye el centro de la actividad biomédica, a la vez sujeto y objeto de la misma: la persona humana» [Palazzani 1993: 52].

  1. El modelo personalista aplicado a la bioética

El hombre es persona porque es el único ser en el que la vida posee capacidad de ‘reflexionar’ sobre sí mismo, capaz de autodeterminación, y es el único ser capaz de descubrir el sentido de la cosas y de la vida y de protagonizar de algún modo su propio morir. Esta persona vale en sí misma y por sí misma y no en razón de otra cosa; único ser visible que no pertenece a la categoría de los bienes útiles o instrumentales y por ende se resiste a ser tratada como medio. Se podría decir que el personalismo ontológicamente fundado, es para el momento actual, la filosofía que más esperanza ofrece a los hombres. ¿Por qué esta afirmación tan singular? Por que entendemos que el hombre es defendido aquí en todas sus dimensiones: espiritual, psíquica, corpórea, social, etc. El hombre es persona por el hecho de ser humano, con independencia de su capacidad de ejercitar determinados comportamientos o de ejercitar funciones específicas como la volición, la percepción o la racionalidad. Por tanto, el hombre es más que sus actos; se es persona, incluso en el extremo de que no se comporte como persona. Es una totalidad física, psíquica, espiritual, social. La espiritualidad, el elemento metafísico, es la condición y el fundamento de lo psíquico, de lo físico y social [Agazzi 1993: 23-27].

La concepción ontológica de la persona es lo que distingue al personalismo de las demás concepciones existentes en bioética. Insiste en que el ser humano en cualquier etapa de su vida, desde la inicial hasta la final, ha de recibir el respeto que merece la dignidad personal. El embrión, el feto, el recién nacido, el niño, merece el respeto pleno que se le otorga a la persona. Los ancianos, los disminuidos físicamente, los dementes, los enfermos en coma, los pacientes terminales, merecen el respeto propio de la dignidad personal porque sencillamente son personas humanas. Esta es la posición de la bioética personalista, según la cual la realidad de la persona humana es el punto de referencia moral inmediato e ineludible, medida entre lo lícito y lo ilícito. Este personalismo no se confunde con el individualismo subjetivista, concepción que subraya la capacidad de autodecisión como único elemento clave de la persona. El personalismo fundado ontológicamente, sin negar la capacidad de elección en el que consiste tantas veces el drama humano, afirma que existe prioritariamente, un estatuto objetivo y esencial (ontológico) de la persona. Esta es un espíritu encarnado o cuerpo espiritualizado, que vale por lo que es y no sólo por lo que elije.

Por el solo hecho de existir, todo ser humano debe ser promovido y respetado. Se debe excluir la introducción de criterios de discriminación, en cuanto a la dignidad, en base al desarrollo biológico, psíquico, cultural o estado de salud.

Como se puede apreciar, lo que es afirmado aquí es la igual dignidad de todo ser humano, por el solo hecho de haber venido a la vida2. Frente a este principio, quedan en segundo lugar la inteligencia, la belleza, la edad, la enfermedad o la raza. Todo hombre vale por sí mismo, y es la «única criatura amada por Dios por sí misma» [Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et Spes, n. 24]. La dignidad de la persona es una perfección constitutiva e intrínseca, es decir, depende de la existencia y características de su ser, no de la posesión o capacidad de ejercicio de esas u otras cualidades. Dicho de otro modo, se es persona o no se es, de manera radical, pero no se puede ser más o menos persona. La dignidad no es una concesión de la comunidad civil: es algo estable y propio de la naturaleza humana [Torralba 2005, Requena 2008]. No es el sano, joven o fuerte quien es “más” persona, y el enfermo o anciano o débil “menos” persona. Por tanto, los planteamientos como el aborto selectivo3 o la eutanasia, que limitan la condición de personas y la correspondiente dignidad a la posesión efectiva de ciertas cualidades (conciencia de sí, autodeterminación, calidad de vida satisfactoria), son de suyo incorrectos [Spaemann 1997].

A cada ser humano, desde la concepción hasta la muerte natural, se le debe reconocer la dignidad de persona. Este principio fundamental expresa el gran “sí” al don de la vida humana, que debe ser puesta al centro de la reflexión ética sobre la investigación biomédica.

La bioética personalista mira con esperanza la amplia gama de investigaciones biomédicas, y es una meta que los resultados de las mismas se pongan también a disposición de quienes trabajan en las áreas más pobres y azotadas por las enfermedades, para afrontar las necesidades más urgentes y dramáticas desde el punto de vista humanitario. Por eso mismo una base ontológica personalista permite el desarrollo de una ética de virtudes, en cuanto hábitos operativos que buscan el bien integral de los seres humanos, especialmente los más vulnerables y desvalidos. En cierto modo, la primera deuda es y será la deuda social. Los sistemas de salud han de privilegiar al enfermo indefenso. La bioética personalista privilegia al enfermo y abre las investigaciones a la acogedora perspectiva de incluir los más vulnerables y quienes sufren marginación.

  1. El debate acerca de los principios en bioética

Las propuestas que llegaban desde bioeticistas como T. L. Beauchamp y J. F. Childress, trataban de dar una orientación normativa a los desafíos que la tecnología ponía a la naciente bioética. Estos autores proponían los “cuatro principios”: autonomía, beneficencia, no maleficencia, y justicia [Beauchamp-Childress 1978]. La autonomía hace referencia al deber de respetar la capacidad de toma de decisiones del individuo, permitiendo que tomen decisiones razonadas e informadas. La beneficencia se refiere al deber que tienen el personal médico y las estructuras sanitarias de actuar siempre en beneficio del paciente. Por el contrario, la no maleficencia apunta al deber de evitar causar daño al paciente: el daño que pueda producir un tratamiento tiene que ser proporcionado y menor que el beneficio que produce. Y finalmente, la justicia indica que se tienen que distribuir los riesgos, daños, beneficios y costos en un modo ecuo: no se puede tratar a pacientes que estén en situaciones semejantes de modos distintos.

Independientemente de las diversas teorías éticas que estaban allí presentes y a la interpretación que se les daba, tales principios venían considerados como de gran importancia. Además de la formación ética escolar, dichos principios éticos, aceptados por todos, deberían permitir a cada uno justificar conscientemente cada decisión, adoptando un cierto alfabeto moral común con el cual resolver las implicadas cuestiones éticas en torno a la práctica médica. El principio de “autonomía” era pensado y propuesto como básico para todos los demás: la moralidad de una acción implica que el individuo realice sus decisiones en modo autónomo. Sobre este principio venían así fundadas las consideraciones en torno al consentimiento informado, al rechazo consciente de los cuidados al enfermo, la cuestión del testamento vital (living will), etc. Aún así, dicha autonomía, junto con los otros principios mencionados, llama a un deber ser prima facie, o sea, vinculante en todas las circunstancias, a menos que estas no lleven a un conflicto con deberes iguales, como por ejemplo, si la opción autónoma del individuo amenazar la salud pública o fuese un costo económico desproporcionado para el Estado. Allí entonces, sí queda justificado limitar en buena medida esta autonomía. Y limitarlos sería tarea de los principios de beneficencia y de justicia.

No obstante los servicios que la esta teoría de los principios pudo brindar, bien pronto mostró su lado débil: el relativismo ético, pues faltaba en su base una antropología adecuada y una ontología de referencia. Sin fundar y justificar qué cosa es el bien o la justicia para la persona, es ambiguo al menos hablar de justicia o de beneficencia. Como señalan Pellegrino y Thomasma, «en los últimos veinticinco años la autonomía ha sustituido a la beneficencia como primer principio de la ética médica. Esta es la mayor y radical reorientación a lo largo de la historia de la tradición hipocrática. Como resultado, la relación médico-paciente ha llegado a ser más honesta, abierta, y respetuosa de la dignidad del paciente. Sin embargo, nuevos problemas se asoman, dado que la autonomía ha sido absolutizada, ocupando el lugar en conflicto con el fin de la beneficencia» [Pellegrino-Thomasma 1996: 120 y Pellegrino-Thomasma 1988].

Por estas razones, hacia los 90, se imponía el delicado tema del estatuto epistemológico y los fundamentos mismos de la nueva ciencia de la vida. Si no se quiere caer en el laberinto complicado e insatisfactorio de la búsqueda de los consensos, incapaz de suyo de auto-justificarse, como expresa Elio Sgreccia en su célebre Manuale di Bioetica (2003), se vuelve imprescindible ofrecer orientaciones “fuertes” para la toma de decisiones, dando razón del valor axiológico-prescriptivo contenido en las específicas intervenciones sobre la vida humana.

Sería reductivo, que frente al pluralismo de voces y teorías éticas, se quisiera establecer solamente reglas formales basadas simplemente en el principio de tolerancia hacia toda ética, como lo propuso Ugo Scarpelli, sobre todo si se reflexiona en torno a la importancia humana y social de muchos problemas en bioética.

Así, bioeticistas de nota como el citado E. Sgreccia, D. Tettamanzi, J. Haas, A. Spagnolo, A. Pessina, F. Sullivan y otros, ofrecieron con claridad los principios que podemos denominar de la bioética personalista ontológicamente fundada. Los Principios de la bioética personalista son:

  1. Principio de defensa de la vida física: destaca que la vida física, corpórea, es el valor fundamental de la persona porque la persona no puede existir si no es en un cuerpo. Tampoco la libertad puede darse sin la vida física: para ser libre es necesario ser viviente. No se puede ser libre si no tenemos la vida. La vida llega anteriormente a la libertad; por eso, cuando la libertad suprime la vida es una libertad que se suprime así misma.
  2. Principio de Totalidad: la persona humana —de suyo libre— con el organismo corpóreo, constituye una totalidad y el organismo mismo es una totalidad. De aquí se deriva el
  3. Principio terapéutico, por el cual es lícito intervenir en una parte del cuerpo cuando no hay otra forma para sanar la totalidad del cuerpo. Se requieren las siguientes condiciones precisas: consentimiento informado de la persona, esperanza de éxito, e imposibilidad de curar la totalidad sin intervención.
  4. Principio de Libertad y Responsabilidad: en él se engloba el concepto de que la persona es libre, pero es libre para conseguir el bien de sí mismo y el bien de las otras personas y de todo el mundo, pues el mundo ha sido confiado a la responsabilidad humana. No puede celebrarse la libertad sin celebrar la responsabilidad. Se debe procurar una bioética de la responsabilidad frente a las otras personas, frente a sí mismo y, ante todo, a la propia vida, a la vida de los otros hombres, de los otros seres vivientes.
  5. Principio de la Sociabilidad y Subsidiaridad: La persona está inserta en una sociedad, es más, es el centro de la sociedad, por eso debe ser beneficiaria de toda la organización social, porque la sociedad se beneficia de la persona, de todo hombre y de todos los hombres. La relación social es también ayudada por el concepto de subsidiaridad. Es decir, que todo el bien que puede hacer la persona por sí mismo debe ser respetado, así como todo el bien que pueden hacer las personas asociadas —en familia o en las libres asociaciones— debe ser respetado también. Pero este principio no termina ahí. También implica que sean ayudados aquellos que no pueden ayudarse por sí mismos, que no tienen posibilidad de buscar lo necesario por sí mismos, lo necesario para su alimentación, para su salud, para su instrucción. La sociedad es una verdadera sociedad cuando es solidaria. El “Principio de Subsidiaridad” puede definirse también como Solidaridad.

Quienes cultivan la bioética personalista están convencidos de que este enfoque es fundamental para la promoción del verdadero bien común. En efecto, el bien común no es sino el conjunto de condiciones sociales, culturales y estructuras que favorecen la realización y el perfeccionamiento de cada una de las personas que forman parte de la comunidad. Por lo tanto, no es posible favorecer, o siquiera respetar, el bien común, sin poner en el centro de los intereses, preocupaciones y decisiones de todos y especialmente de las autoridades públicas, el valor y la dignidad sublimes de toda persona humana. El concepto de la dignidad humana fue el centro inspirador de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada solemnemente por las Naciones Unidad en 1948. Ha sido también central en muchas de las constituciones nacionales de las últimas décadas y sigue siendo, al menos en teoría, el centro inspirador de leyes, resoluciones, sentencias judiciales, etc.

  1. Reflexiones finales

Ya decía Heidegger que «ninguna época ha sabido conquistar tantos y variados conocimientos sobre el hombre como la nuestra… Más todavía, ninguna época ha conocido al hombre tan poco como la nuestra. Pero en ninguna época el hombre ha llegado a ser tan problemático como el nuestro» [Heidegger 1981: 181]. El siglo XX, así llamado el “siglo breve” [Hobsbawm 1994], ha entendido entonces al hombre como problema. Sin embargo hay luces y motivaciones suficientes para entenderlo como misterio, ser único personal, vértice de lo creado, amado por el Creador y con una dignidad personal irrenunciable. El hombre no es una cosa entre las cosas.

El Papa Juan Pablo II hablaba de una «conjura contra la vida» [Encíclica Evangelium Vitae, n. 17] para designar lo que sucede en buena parte de la sociedades contemporáneas en referencia a la depreciación del valor ‘vida humana’. No pocos pensadores, sociólogos y políticos, perplejos, entienden que es injusto hablar de cultura de muerte en un tiempo de logros de la medicina y la biología. No se puede negar que nuestro tiempo presenta muchos signos positivos referidos a la dignidad de la vida humana: la creciente sensibilidad contra la guerra y la pena de muerte, una mayor atención a la calidad de la vida, una aguda percepción de la crisis ecológica y la necesidad de barreras políticas y morales para afrontarla, las numerosas asociaciones que luchan a favor de los débiles y marginados, enfermos y solitarios, el mismo surgimiento de la bioética, etc. Pero al hablar de cultura de la muerte, no se quiere indicar sólo hechos aislados o fenómenos adyacentes. Podríamos afirmar que cultura de la muerte consiste en «una visión social que considera la muerte de los seres humanos con cierto favor, y se traduce en una serie de actitudes, comportamientos, instituciones y leyes que la favorecen y la provocan» [Miranda 1996: 231].

¿Cómo se verifica en lo cotidiano esta expresión? Se pierde el sentido de la sacralidad e intangibilidad de la vida. Y esto como pauta cultural. En un sistema de este diseño, la vida humana no es más “sagrada”; lo único que interesa es salvar a toda costa la “calidad de vida”. Si la libertad se mueve sin el objetivo del bien que la razón presenta como verdadero, queda atrapada en sus redes y en sus justificaciones egoístas. Incluso estamos ante una nueva falacia contemporánea: invocar como “derecho” lo que en realidad es “delito”. Hace más de cincuenta años Hannah Arendt decía que el exterminio de vidas que se producía en el siglo XX, sería insuperable.

Lipovetsky expresa que así como Prometeo, Fausto o Sísifo fueron considerados espejos de la condición moderna, así hoy la figura que mejor representa el tiempo que vivimos es la de Narciso [Lipovetsky 1983: 70]. Vivimos tiempos de un individualismo hedonista que abandona toda referencia trascendente, y en esa atrofia espiritual, se encierra en su mundo privado, cuyas referencias morales y sociales se “construyen” desde el yo y sus deseos.

Como alternativa al individualismo imperante, la propuesta del personalismo ontológicamente fundado se propone exaltar todo lo humano, reconociendo el irrenunciable don de la vida, que implica el respeto total a la dignidad de la persona en todas y cada una de sus fases de crecimiento. Desde esta perspectiva, la vida humana es un Misterio para contemplar, no para manipular o instrumentalizar ideológicamente. La vida humana, don de Dios, ha de ser reconocida con agradecimiento, defendida con pasión, celebrada con alegría, protegida con la fuerza de la ley, estudiada con meticulosidad, cuidada con responsabilidad.

Notas

[1] Aunque tradicionalmente se considera a Potter el divulgador de este término, ya en 1927 el autor alemán Fritz Jahr (1895 - 1953)  utilizó el término “Bio-ethik”[Lolas 2008], a saber:

"Bio-Ethik: Eine Umschau über die ethischen Beziehungen des Menschen zu Tier und Pflanze(‘Bio-Ética: una panorámica sobre la relación ética del hombre con los animales y las plantas’)". Editorial en la revista científica ‘Kosmos’ (vol. 21, pp. 2-4)

[2]«Persona significat id quod est perfectissimum in tota natura» [Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 29]. Me parece atinada la expresión, a modo de comentario, de Juan Manuel Burgos: «en nuestra época, esa perfección tiene un nombre específico: dignidad. La persona es el ser digno por excelencia por encima del cosmos, la materia, las plantas y los animales». [Burgos 2003: 48]. Por eso solo la persona humana es digna en sentido pleno y radical [Seifert 2002]. Lennart Nordenfelt distingue al menos cuatro significados del término dignidad. Tres de ellos son no esenciales: la dignidad como mérito (protagonista en la sociedad), dignidad como estatura moral (conducta), y dignidad como identidad (la que reconocemos en nuestra vida e historia y puede sufrir mal trato). En estas tres miradas, la dignidad admite un crecimiento, merma o pérdida por parte del sujeto en el que inhiere dicha dignidad. Pero el cuarto significado según Nordenfelt, refiere a algo esencial, estable, que poseemos los seres humanos en cuanto humanos, que no puede perderse y no admite grados. El autor la señala con el término alemán Menschenwurde, y es la que hace referencia, entre otros tantos, la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), al sostener que todos los seres humanos han nacido libres, con igual dignidad y son titulares de los derechos humanos [Nordenfelt 2004].

[3]En uno de los ejemplares del Journal of Medical Ethics del año 2006 se muestra la tendencia cada vez mayor al diagnóstico prenatal. Entre los muchos datos se indica que en los últimos 10 años debido al aborto no han nacido el 43% de fetos con palatosquisis —labio leporino— y el 64% de los que padecían deformación congénita del pie. A fuer de ser sinceros, ambas son situaciones que no suponen un riesgo vital, y pueden ser tratadas con resultados satisfactorios. El artículo concluye diciendo que está cristalizando el pensamiento de que abortar fetos con discapacidades es incluso una forma nueva de altruismo. [Bromage 2006].

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