RACISMO
Autor: Jorge María Cardenal Mejía
ÍNDICE
Introducción
1. Perspectiva científica
2. Perspectiva filosófica
3. La cuestión teológica
4. La Iglesia Católica
5. Alguna orientación pastoral
6. Notas
7. Bibliografía
Introducción
Los hombres son visiblemente diferentes. Sin ir más lejos, el color de la piel y las particularidades somáticas que las acompañan saltan a la vista y han servido (y en una cierta medida todavía sirven) para afirmar que no todos pertenecemos a una misma “raza”. Y desde luego, la necesaria consecuencia para quien se gloriaba de pertenecer a la raza “blanca” era que las demás razas: negros, amarillos, cobrizos y otros, a medida que se los conocía y distinguía, eran “inferiores”. ¿Quién hubiera admitido, siendo de raza blanca, que su hija se casara con un hombre de piel negra? Y la frase podría, es de temer, ser escrita en tiempo presente. Peor todavía. En la misma “superior” raza blanca, era (y es) posible distinguir niveles: los judíos han sido de esto la primera víctima, si no la única y la más “marcada”.
¿Qué decir de semejante fenómeno, en una Enciclopedia de Bioética? Comencemos por afirmar muy seriamente que el fenómeno existe. Y por desgracia, las pretendidas consecuencias “sociales” distan mucho todavía de haber sido superadas, si bien sucede, en esto como en otras realidades humanas, que factores que nada tienen de científico y suelen ser ajenos a las consideraciones morales, eventualmente, siempre desde el punto de vista de la raza (llamémosla así) que se cree “superior” , tienden a “promover” otras razas. No sé si alguien despreciaría hoy a los chinos que no están lejos de convertirse en la “raza” dominante.
Pero, repitámoslo: las diferencias somáticas existen desde siempre y se puede y se debe preguntar cuál es el origen de estas diferencias tan visibles. Y sobre todo se puede y se debe preguntar si semejantes diferencias justifican o pueden servir de punto de partida para presuntas categorizaciones de inferioridad y superioridad como las que acabamos de comprobar en el párrafo precedente, y de hecho comprobamos todavía diariamente en la realidad que nos circunda. La pregunta formulada más arriba a este propósito sobre un eventual matrimonio “interracial” es, creo poder decir, todavía válida.
El tema, o si se prefiere el problema, puede ser abordado desde diferentes perspectivas, dentro de los límites de un artículo y los no menos estrechos de la competencia del actual autor.
1. Perspectiva científica
Sin duda se puede demostrar hoy que genéticamente todos los seres humanos son perfectamente iguales y radicalmente distintos de los otros seres animales por cuanto desarrollados y vecinos de algún modo a la especie humana. Acerca de esto los artículos de carácter científico de esta Enciclopedia darán amplia prueba. El presente autor remite a ellos. Pero quisiera proponer a este propósito dos observaciones. La primera es que, en un cierto momento de la evolución de los seres vivos se produce un hiato o (si se prefiere) un “salto” genético, en virtud del cual el primate (por llamarlo de ese modo) por más desarrollado que pudiera ser, agota su especie, y el siguiente ser en el camino evolutivo, previa transfomación genética y (yo diría) necesaria intervención divina, es un “hombre”, capaz de lo que es característico de nuestra especie: no solamente capacidad cerebral adecuada, posición pasablemente erecta, sino sobre todo lo que se llama discernimiento y en principio al menos posibilidad de abstracción y creatividad. Y esta identidad distintiva ya no cambia en ningún individuo de la especie, aunque puede ser y es enriquecida, refinada y llega a expresiones y creaciones sorprendentes, como puede igualmente por desgracia pervertirse y degenerar en lo infrahumano. Pero se trata siempre y en cualquier caso de un “hombre” .
Digo un “hombre”. No quiero decir un varón o un macho. Porque justamente el “hombre” es también la mujer. Y me atrevo a decir, suponiendo una vez más que un artículo de la Enciclopedia se ocupe de la fundamental identidad genética de hombre y mujer, que esto es también científicamente seguro, cualesquiera sean las características genéticas de cada sexo que además son también genéticamente irreductibles.
Y esta es mi segunda observación anunciada más arriba. La identidad “humana” de la mujer en cuanto miembro de la especie humana, de la misma “calidad” de su “partner” varón, constituye también hoy día una afirmación de base que es necesario repetir. La mujer ha sido (y en un cierto sentido) todavía es, considerada una especie de “hombre” fallido. La misma usual calificación de “sexo débil” aplicada a esa porción de la humanidad, apenas disimula una cierta oscura conciencia de la inferioridad “racial” de la mujer. Como hay un racismo anti-negro y anti-judío, hay también un racismo anti-femenino. Es fácil comprobarlo, aún en estos tiempos de promoción “homosexual” de la identidad masculina, en la manera cómo la mujer es vista a menudo como un simple objeto de exhibición y eventual fruición por parte del hombre. Una nota sobre el racismo no puede ignorar semejante tendencia que no se puede calificar sino también de racista. Afirmemos entonces vigorosamente, desde el punto de vista científico, la plena identidad “humana” de la mujer, en cuanto ella también es “hombre”. Dejo a los especialistas de los artículos técnicos la seria responsabilidad de proveer las pruebas científicas de esta primera afirmación básica de la identidad del género humano en su doble imprescindible realidad de lo que llamamos “hombre” y de su no menos básica igualdad.
Esto supuesto y lo que le sirve de base, es a saber, la fundamental identidad y por consiguiente igualdad, de cuantos en este mundo constituyen la figura del “hombre” en su realización doble, varón-mujer, y su irreductibilidad a cualquier otra especie, queda el problema de las visibles diferencias arriba señaladas: ¿Por qué hay diferentes “razas” en este mundo con diferentes características de color de la piel y otras también más o menos visibles? Es tarea de los científicos explicar, o procurar explicar, desde el punto de vista genético, pero también, es de suponer, ambiental, cultural y quizás histórico, este fenómeno. Sea lo que fuere de estas varias explicaciones, una cosa es innegable, también y sobre todo científicamente, y ella es, que todos los seres humanos, cualqiera sea el color de su piel y cualesquiera fueran otras características somáticas, si las hubiera, son todos igualmente “hombres” y por consiguiente, no hay ninguna “raza” (para usar una vez más este término manifiestamente inadecuado), superior a ninguna otra, ni ningún individuo o grupo humano es menos “hombre” que cualquier otro grupo o individuo. Principio científicamente indiscutible.
2. Perspectiva filosófica
Si la filosofía clásica parece tener una noción precisa de la igualdad fundamental de los seres humanos y de su diferencia con el reino animal, no se puede ignorar que la práctica cuando no la misma afirmación teórica, registra limitaciones a la afirmación de principio, atestiguada por ejemplo en el mundo helénico por la figuración artística del individuo hombre y mujer. El mismo Aristóteles ¿no consideraba que algunos hombres estaban destinados naturalmente a servir a otros?. O sea, eran y debían ser solamente esclavos1. Y la misma facilidad con que la divinidad podía ser representada con imágenes animales, y así venerada (el águila de Júpiter, por ejemplo), tiende a poner algún límite a la convicción teórica de la identidad exclusiva del ser humano. Los egipcios en esto han sido maestros, como recuerda la misma Sagrada Escritura (cf. Sab 15, 16-17; Rom 1, 23). Lo mismo vale de la disposición, si es históricamente cierta, como parece, de suprimir sin escrúpulos en algunos lugares de Grecia, los chicos nacidos con defectos físicos: resultaban inútiles donde reinaba una concepción “atlética” o militarista de la identidad humana2. En cuanto al papel de la mujer, quedaba siempre socialmente subordinada al hombre. Sería injusto, esto no obstante, no reconocer en alguno de los grandes filósofos clásicos, romano en este caso: L. Annio Séneca3, una exacta noción, incluso con acentos polémicos, de la igualdad de todos los seres humanos, a comenzar por los esclavos, considerados simplemente objetos por sus contemporáneos del Imperio. Basta leer algunas frases (ya que no el texto entero) de la carta suya a Lucilio N. 47 (según la numeración usual). De ella cito algunos párrafos, precisamente sobre la igualdad de esclavos y patrones: “Son esclavos, sin duda, pero son seres humanos. Son esclavos, sin duda, pero viven bajo tu mismo techo. Son esclavos, sin duda pero amigos humildes.” Y esta expresión, que debería ser meditada hoy mismo: “Son esclavos. Es decir, siervos como tú, si piensas que la Fortuna (es decir, las cicunstancias fortuitas) pueden tanto en tí como en ellos” (párr. 1). Y más adelante: “hazme la cortesía de pensar que el que llamas esclavo, ha nacido como tú de la misma semilla humana...” (párr. 10). Séneca, conviene recordar, era contemporáneo de Nerón, quien al final lo puso en la situación de suicidarse sin duda para no ser ejecutado.
Y es notorio que hasta el día de hoy en ciertas culturas orientales, el nacimiento de una mujer puede fácilmente preludiar su rápido fin o por lo menos a una existencia disminuida respecto al que es nacido varón. Con todo, el verdadero problema filosófico, si así se lo puede llamar, comienza con el progreso de la colonización y la mayor familiaridad con los pueblos de diferente color, costumbres y cultura. Para los “occidentales” se trata sin duda de “razas” inferiores, que se trata de “civilizar” , comenzando por “someterlos”. Cuesta registrar y se lo hace con pena y con vergüenza que el obispo Fray Bartolomé de las Casas, en el plano pastoral y Francisco de Victoria en el filosófico y jurídico, debían empeñarse por demostrar que los indígenas con los cuales los “conquistadores” entraban en contacto, eran seres “racionales” exactamente como sus descubridores y opresores. Y Pablo III se vió obligado a establecer con un documento oficial de la Iglesia, la Bula en forma de Breve “Sublimis Deus” del 2 de junio de 1537, que continúa y completa la carta al arzobispo de Toledo del 29 de mayo, a pocos años por consiguiente de la presencia de los europeos en lo que hoy es América, la formal denuncia de los que sostenían que “los habitantes de las Indias occidentales y de los continentes australes...debían ser tratados como animales irracionales y utilizados exclusivamente en provecho y servicio nuestro...”4. Y continuaba: “Resueltos a reparar el mal cometido, decidimos y declaramos que estos indios, así como todos los pueblos que la cristiandad podrá encontrar en el futuro, no deben ser privados de su libertad ni de sus bienes - sin que valgan objeciones en contra - aunque no sean cristianos y que, al contrario, deben ser dejados en pleno gozo de su libertad y de sus bienes”. Primera explícita condena del principio y la práctica de la esclavitud, a la cual seguirán muchas otras, hasta culminar con la encíclica “In plurimis” de León XIII del 5 de mayo de 1888, destinada a felicitar el entonces imperio de Brasil por la supresión de la esclavitud, que examinaremos más adelante. Huelga decir que, incluso por parte de muchos cristianos católicos, semejantes vehementes condenas quedaron en letra muerta. Pero por lo menos el principio filosófico (y, como se dirá luego, la afirmación bíblica) eran públicamente y universalmente proclamados.
Entretanto por desgracia, había tenido lugar el viaje de Darwin precisamente a las costas australes y la publicación del tratado teórico sobre la inigualdad de las razas de J. J. Gobineau con el significativo título “Essai sur l’inégalité des races” en cuatro volúmenes (París 1853-55), quien aplicaba el principio de Darwin sobre la selección natural a la explicación de la evolución y a la consiguiente diferencia entre las sociedades y civilizaciones. De la práctica del infame comercio de esclavos con las injusticias flagrantes y dramas humanos que esto comportaba, se pasaba a la teoría sobre la existencia de “razas” diversas, superiores e inferiores, y por consiguiente, se justificaba el “derecho” si no ya la “obligación” de las primeras a “mejorar” las otras. La práctica y la teoría se apoyaban así mutuamnete. En el contexto además del materialismo filosófico, la diferencia entre las “razas” era vista como consecuencia de realidades biológicas y por tanto, hereditaria e inherente a la transmisión de la vida por generación. Es entonces que se acuña el término “raza” a fines del siglo 18 en el sentido que conocemos y con las terribles consecuencias que sabemos. Y para que nada falte, también la historia, en cuanto comprueba la decadencia de ciertas civilizaciones, era explicada precisamente por la “contaminación” de las razas “superiores” con la presencia de la “sangre” de individuos de las otras necesariamente “inferiores”. Por ejemplo, la decadencia de la civilización greco-romana por la presencia y la convivencia con los “bárbaros”. No estamos lejos de Alfred Rosenberg y de la fiel aplicación de su teoría a la política de absoluta supremacía “aria” y al horror de la “solución final” contra los judíos, sin olvidar la aplicación de la misma o parecida teoría a los polacos, a los gitanos y pueblos afines, y a su vez, por ser también considerados inferiores, a los enfermos o débiles mentales, ellos también socialmente inútiles.
Si aquí llegamos a la aberración extrema, la esclavitud continuaba impertérrita fundada explícita o implícitamente en principios no del todo diversos, mientras el joven abogado Gandhi, de formación protestante, comenzaba su lucha contra el “apartheid” en Sudáfrica, cuyo predominio perdura todavía al menos en parte, sin embargo, y obstante los esfuerzos a menudo heroicos de personajes como Nelson Mandela o el arzobispo anglicano Desmond Tutu, hasta no tantos años antes de los que ahora vivimos.
3. La cuestión teológica
Sería más satisfactorio poder redactar el título adjunto de otro modo, prescindiendo del todo de la palabra “cuestión”, sustituyéndola, por ejemplo, por la palabra “afirmación” o “enseñanza”. Pero es lamentablemente claro que, por una parte, la práctica de la esclavitud, directo corolario del racismo, no dejó de existir, bajo formas a veces paliadas, incluso en países de tradición católica, hasta una época bastante reciente. Yo mismo recuerdo, hace menos de un siglo, el simpático paje negro que lo recibía a uno en casa de tal o cual anciana, excelente señora de generaciones anteriores en mi propia familia. Y se puede decir, con cierta exactitud, que algunas tipos de trabajo con o sin contrato, hoy, en más de una parte de este mundo, no son sino formas de esclavitud disimuladas. Esperemos vivamente, sin justificación teórica o peor todavía religiosa.
Pero si volvemos al siglo quince o al dieciseis, los documentos citados más arriba y algún otro allí sólo aludido y que citaré después, son suficiente prueba que la afirmación teórica de la diferencia de razas y la superioridad de unas - sobre todo la propia - sobre otras, intentaba buscar apoyo también en textos bíblicos. Si esto, reconozcamos, ha podido suceder con el judaísmo, hasta que el Concilio Vaticano II puso punto final a todas las teorías y (deseamos vivamente) también prácticas de discriminación en este delicado terreno con su histórico documento (en lenguaje técnico “Declaración”) “Nostra aetate” en su apartado n. 4, no hay que pasar por alto la aserción más general del n. 5 sobre la universal paternidad divina, menos citada aunque no menos decisiva, también por el lugar que ocupa como conclusión del documento. Vale la pena transcribir aquí algunas de sus frases que no es excesivo calificar de lapidarias: “No podemos invocar a Dios, Padre de todos, si nos negamos a conducirnos fraternalemente con algunos hombres, creados a imagen de Dios...Así se elimina el fundamento de toda teoría o práctica que introduce discriminación o vejación realizada por motivos de raza o color, de condición o religión...”5.
Un cierto fundamentalismo bíblico, hoy en principio superado, pero siempre listo para renacer como la hidra de Hércules con sus siete cabezas, pretendía ver en la dura reacción de Noé ante la irreverencia y el irrespeto de su hijo Cam enfrentado a la involuntaria desnudez de su padre, víctima del vino recién por primera vez gustado, que culmina con la maldición de Canaán, la justificación de una superioridad de unos grupos humanos sobre otros. El texto dice (Gen 9, 25): “Maldito sea Canaán! Siervo de siervos sea para sus hermanos!” para seguir en el verso siguiente (ib. 26): “Bendito sea el Señor el Dios de Sem y sea Canaán esclavo suyo” y todavía (v. 27) “Haga Dios dilatado a Jafet, habite en las tiendas de Sem y sea Canaán esclavo suyo”. Así el hijo recibe la maldición destinada a su padre, quizás porque en una redacción previa el hijo indiscreto y perverso era simplemente Canaán. Sea como fuere, es sabido que en una cierta identificación arbitraria de los hijos de Noé y sus descendientes, Cam ha sido atribuído a los hombres de color, y especialmente a los negros y no solamente a ellos, y como la palabra “esclavo”[i](‘ebed en la lengua original) aparece allí repetidas veces y en una de ellas en superlativo (v. 24 “siervo de los siervos” el superlativo hebreo), nada faltaba para extraer la (presuntamente) necesaria conclusión: la raza de los camitas (negros o cobrizos que fueran) está destinada, según la Palabra de Dios, a ser esclavos de los otros.
Aquí se perciben en toda su crudeza, el peligro y las funestas consecuencias de una interpretación hiper-literal, o sea, fundamentalista, de la Palabra divina. Consecuencias, inútil decir, contrarias al verdadero sentido de esa misma Palabra y en realidad, si fuera posible, tendientes a anularlo.
La verdadera enseñanza bíblica respecto de la fundamental igualdad y por consiguiente dignidad de todo ser humano, se encuentra ya netamente afirmada en la primera página de la Biblia, donde se dice explícitamente que Dios creó al hombre a “su imagen y semejanza” (Gen 1, 26). Afirmación tanto más decisiva cuanto que, en el versículo siguiente (27), la misma es repetida para los dos sexos: “Y Dios creó el hombre a su imagen, lo creó a imagen de Dios, los creó varón y mujer” (versión de “El Libro del Pueblo de Dios”; el texto original utiliza aquí los términos correspondientes al sexo: “macho y hembra los creó”).6 Todo intento, por consiguiente, de disminuir o mensocabar la igual dignidad de la mujer es rigurosamente antibíblico. En esto insistíamos ya desde el principio. Y en las genealogías siguientes, tan características del texto del Génesis, cuya intención manifiesta es, no tanto hacer descender todos los hombres, de cualquier color o raza, de la primera pareja, cuanto subrayar, mediante la repetición en un punto clave de esa genealogía, la misma afirmación de principio: todos los seres humanos son creados “a imagen y semejanza” de su Creador. Todos sin excepción ninguna. (cf. por ejemplo Gen 5, 1). Basta leer el cap. 10 para convencerse de que todos los seres humanos entonces más o menos conocidos, descendientes de los tres hijos de Noé, Sem, Cam y Jafet, proceden de la misma raíz y gozan del mismo privilegio. Todos y cada uno llevan en sí, hombres y mujeres, de cualquier color o particularidad somática, y por ella se distinguen de los animales, la misma imagen y semejanza divina. El pecado (narrado en el c. 3 del mismo libro bíblico) ha tenido muchas lamentables consecuencias, pero la imagen divina sigue idéntica. De aquí, la constante afirmación cristiana de que hombres y mujeres, hijos todos de Dios, constituyen una sola familia. Y esta natural y a la vez sobrenatural unidad es la verdadera común vocación de la humanidad como tal.
El Nuevo Testamento luego ha solamente transfigurado esta misma noción del parentesco divino, al insertar actual o potencialmente, por medio del Sacramento del Bautismo, todos los hombres y mujeres en el Hijo unigénito de Dios, y así supera o más bien suprime las diferencias que nosotros hemos introducido entre nosotros mismos. Son los textos conocidos pero siempre impresionantes al punto de resultar por momentos desconcertantes y necesitados por eso de nueva y más atenta lectura, cuando se trata del racismo. La carta a los Gálatas dice, por ejemplo, al final de su c. 3 (v. 28): “Por lo tanto, ya no hay Judío ni pagano, esclavo ni hombre libre” y añade no sin motivo: “varón ni mujer”, atendiendo a la discriminación siempre activa entre los dos sexos. Y la carta a los de Colosos insiste: “Por eso, ya no hay pagano ni judío, circunciso ni incircunciso, bárbaro ni extanjero (se podría simplemente transcribir aquí el griego: “escita” , los bárbaros entonces más remotos), esclavo ni hombre libre, sino sólo Cristo, que es todo y está en todos” (3, 11). La frase citada es además la conclusión de la previa afirmación, donde precisamente se alude a la imagen del Creador: “...renovándose constantemente según la imagen de su Creador”, que aparece como la base de esta nueva unidad en Cristo. Y todavía 1 Cor 12, 13 menciona expresamente el Bautismo y el Espíritu en él recibido como factor de esta extraordinaria unidad: “Porque todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo - Judíos y Griegos, esclavos y hombres y libres - y todos hemos bebido de un mismo Espíritu”.
Para apreciar de algún modo la impresión que semejante afirmación debía producir en los lectores, cristianos recién convertidos del paganismo para no hablar de los que seguían siendo paganos, es útil leer estos textos contra la pintura que hace Séneca en la carta citada más arriba, de la consideración en que los esclavos eran tenidos exactamente en la misma época en el mundo greco-romano. O más bien, la falta de ella. Y se puede mencionar también más un texto donde consta el desprecio con que eran mirados los circuncisos. Así, por ejemplo, el poeta Marcial con su colorido y eventuamente irrepetible lenguaje7. Todas estas diferencias, discriminaciones y menosprecios son borrados de un trazo de la pluma de Pablo, es decir, por la enseñanza de Cristo, como se la lee en estas frases citadas. Simplemente, la apertura a un mundo nuevo. Y tales afirmaciones valen hoy como entonces, para los cristianos que se proponen ser fieles a su llamado a serlo. La apertura a un mundo nuevo y el final definitivo, en sí por lo menos, de todo racismo.
Es verdad, y se lo reconoce libremente, la esclavitud era conocida en el Antiguo Testamento, como se comprueba con una simple lectura de los diferentes códigos de leyes que esta parte de la Biblia reproduce, además de las historias donde se la menciona o presupone, hombres y mujeres. Pero, en cuanto es posible juzgar por estos textos, la situación de estos esclavos podía ser considerada benévola en comparación con lo que sabemos de otras culturas. Doy un solo ejemplo, suficiente por lo significativo: la ley de la celebración de las grandes fiestas judías en el c. 16 del Deuteronomio prescribe que la comida que caracteriza la fiesta, organizada por el jefe de familia debe contar con “tu hijo y tu hija, con tu esclavo y tu esclava, con el levita que vive en tu ciudad (empobrecido a consecuencia de la reforma litúrgica del mismo código deuteronómico), y con el extranjero, el huérfano y la viuda que están contigo”; y se da en seguida la razón decisiva: “Recuerda que fuiste esclavo en Egipto...” (ib. vv. 11-12; el v. 14 repite lo mismo para la siguiente celebración festiva).
Y es perfectamente claro que el Nuevo Testamento no suprime de golpe la esclavitud, ilustrada (me place repetir) para la misma época, por la carta de Séneca ya citada, pero obviamente la transforma.
Y esto ya a partir de los principios teológicos recién trascritos, pero también por la serie de exhortaciones dirigidas a patrones y esclavos salpicadas aquí y allá en las secciones dedicadas a la vida y la conducta de los cristianos, sea en las cartas de Pablo sea en la Primera de Pedro. Citemos alguna frase de esta última: “Servidores (es decir, esclavos) traten a sus señores con el debido respeto , no solamente a los buenos y comprensivos sino también a los malos...” (4, 18), lo cual es fácil completar con la paralela recomendación a los patrones (en la carta a los Efesios 6, 9): “Y ustedes patrones, compórtense de la misma manera con sus servidores y dejen a un lado las amenazas, sabiendo que el Señor de ellos, que lo es también de ustedes, está en el cielo, y no hace acepción de personas”. Los esclavos han sido objeto tres líneas antes de su propia exhortación: “...obedezcan a sus patrones con temor y respeto, como si sirvieran a Cristo...sirvan a sus dueños de buena gana. Como si se tratara del Señor y no de los hombres” (ib.5-7 la palabra “dueños” que trascribo directamente de la versión argentina “El Libro del Pueblo de Dios” falta en el original griego, si bien responde a la situación sociológica real de entonces). El ejemplo preclaro del trato de un esclavo, para más fugitivo, respecto de su patrón o su “dueño”, es la estupenda carta, o más bien esquela o mensaje, de Pablo a Filemón, el patrón de Onésimo, el esclavo huído. Y es significativo que este breve texto no epistolar nos haya sido conservado en el canon del Nuevo Testamento sin sombra de duda desde el principio, porque servía de modelo acerca de la actitud de un apóstol (y de ese apóstol) frente a la cuestión de la esclavitud: El esclavo entretanto se ha convertido y Pablo lo devuelve a su dueño como la ley disponía, con la correspondiente severa pena para el fugitivo. Pero Filemón es también cristiano. Y entonces se lo devuelve “no ya como un esclavo, sino como algo mucho mejor, como un hermano querido”. Y San Pablo añade: “Si es tan querido para mí, cuánto más lo será para tí, que estás unido a él por lazos humanos y en el Señor. Por eso, si me consideras un amigo, recíbelo como a mí mismo. Y si él te ha hecho algún daño o te debe algo, anótalo a mi cuenta” (vv. 16-18). Los Apóstoles no hacían revoluciones sociales para liberar los esclavos, como Espartaco, pero cambiaron mucho más eficazmente el mundo. Esto por cierto, si los cristianos estamos o tratamos de estar a su altura.
4. La Iglesia católica
A esta actitud que leía en la Palabra de Dios y en los comentarios de los Padres de la Iglesia, ésta ha sido siempre fiel, no obstante las alternativas de más de uno de sus miembros, pecadores como todos. Pero se pueden señalar, en nuestra larga historia, tres momentos, cuando la Iglesia ha juzgado necesario pronunciarse oficialmente contra la discriminación racial y en favor de la igualdad de todos los seres humanos.
El primer momento lo hemos señalado ya y coincide con la actitud teórica y práctica de muchos europeos, cristianos naturalmente, con los autóctonos de la América recién descubierta. La dura reacción del papa Pablo III expresada en los documentos entonces mencionados no excluída la pena de excomunión en un principio conminada a los transgresores (si bien luego suprimida por pedido del emperador Carlos V) sirve de suficiente prueba. La Iglesia no estaba dispuesta a admitir de ningún modo categorías diferentes superiores e inferiores de seres humanos. Menos todavía la posibilidad de seres sólo en apariencia hombres y mujeres como todos, carentes por consiguiente, de iguales derechos.
El segundo momento, menos conocido, responde notablemente a las informaciones que comienzan a llegar a la Santa Sede hacia fines del siglo diecinueve acerca de la persistencia y la creciente inhumanidad del comercio de esclavos, entonces practicado con pretendida buena conciencia, por algunas de las naciones colonizadoras, ahora en gran escala, de los territorios africanos mejor conocidos, como también por aquellos a los se llamaba “mauros”, es decir, los musulmanes.
Si el comercio de esclavos, como se ha visto ya, nunca fue admitido sino a lo sumo tolerado, ahora, superado un cierto nivel de crueldad y con más completa información a disposición en Roma, el Papa León XIII reacciona con la encíclica “In plurimis” del 5 de mayo de 18888 también más arriba aludida, dirigida en principio al episcopado de Brasil, con motivo de la ley de emancipación de los esclavos allí recientemente promulgada.
Pero ya la calificación de encíclica muestra que se trata de un documento de valor universal. Como es, según parece, menos conocido y sin embargo, fundamental para conocer la actitud y la reacción de la Iglesia ante esta lacra de la civilización occidental, brinda la ocasión para proponer una especie de “summa” de la enseñanza de la Iglesia en materia de racismo. Me parece útil citar aquí algunos significativos párrafos del documento. Traduzco del (difícil) texto latino original, del cual conozco sólo una versión francesa.. El Papa recorre los principales textos bíblicos y patrísticos, que afirman la unidad del género humano y la fundamental igualdad de todo los seres de nuestra especie. De estos últimos conviene reproducir aquí el texto de Lactancio, menos conocido y bien explícito (Divinarum institutionum V, 16)9 “Alguien dirá: ¿no hay entre ustedes unos que son pobres, otros que son ricos, unos que son esclavos, otros señores? ¿hay algo entre ellos que los distingue? Nada: y no hay ninguna causa para que no nos llamemos hermanos sino el hecho de que somos todos iguales....”. El Papa, como buen humanista conoce también las opuestas afirmaciones de los autores clásicos, poetas y juristas, como el texto de la Farsalia de Lucano, que califica de “atroz”: “ El género humano se realiza en pocos”. Pero sobre todo llama especialmente la atención la detallada descripción, inusual en una encíclica, por lo menos en ese tiempo, de la concreta realidad del comercio de esclavos entonces practicado: “...semejante torpe comercio de hombres, si no se hace más a través de los mares, se hace de manera todavía más cruel (nimisque barbare en el original) por vía terrestre y esto sobre todo en algunas regiones de Africa... De repente se cae en algunas tribus que no se lo esperan con el ímpetu de saqueadores; en las aldeas, los campos, los villorrios, destrozando todo...se llevan los hombres, las mujeres y los niños, fácil presa, para conducirlos por la fuerza a ferias o mercados absolutamente criminales (flagitiosissima en latín).” Y sigue con precisas referencias geográficas: “De Egipto, de Zanzíbar, también en parte del Sudán, como otros tantos puntos de partida, esas odiosas expediciones arrancan, por largos recorridos, hombres encadenados, casi sin sustento, bajo los azotes, cayendo por cierto lo más débiles, mientras los que sobreviven son llevados a ser vendidos a algún comprador perverso y desvergozado”. Y se trata, dice el Papa, de ”centenares de miles de africanos vendidos de este modo, como si fueran animales”. Cuando Juan Pablo II hoy Beato canonizaría después a Josefina Bakhita, su historia parecería calcada sobre esta dramática descripción de su predecesor: había sido en efecto, arrancada de su pueblo y familia, marcada a fuego y vendida como esclava. Citemos todavía la intensa apelación conclusiva: “Ojalá todos aquellos que gozan de alguna autoridad y poder y que consideran sagrados los derechos de los pueblos (jura gentium en el original)...ante este nuestro ruego y nuestra exhortación, se pongan de acuerdo para acabar con semejante comercio, el más inmoral y criminal de todos”. Esto en 1888.
El tercer momento, más cercano a nosotros, puede ser introducido por la declaración tampoco muy conocida del Santo Oficio (hoy Congregación de la Doctrina de la Fe) del 25 de marzo de 192810, es decir, bien antes de la “noche de los cristales rotos” (8 de noviembre 1934) contra el antisemitismo. Declaración, que Pío XI, proféticamente aprueba. De aquí parte la serie de documentos de ese pontífice, escritos y orales, contra esta nueva indigna forma de racismo, de la cual todos debemos conocer los principales pasos: la afirmación ante los periodistas belgas el 8 de septiembre de 1936 de que “todos somos espiritualmente semitas”, hasta la encíclica publicada insólitamente en alemán “Mit brennender Sorge” (14 marzo1937)11, sin olvidar la instrucción por orden del Papa, de la Congregación llamada entonces de Seminarios y Universidades (13 de abril de 1938)12destinada a imponer a todos los rectores y profesores universitarios, la obligación de refutar, según el método propio de cada disciplina, las seudo-verdades científicas con las cuales el nazismo intentaba justificar su ideología racista. En otro orden de cosas, pero no sin referencia a nuestro tema actual, el mismo Pío XI había personalmente consagrado unos años antes los primeros doce obispos chinos.
Innumerables textos de los siguientes Papas comprendido Benedicto XVI, demostrarían, si hiciera falta, la continuidad y la coherencia de la enseñanza católica en este delicado argumento. Y hemos querido limitarnos a la autoridad suprema de la Iglesia. Los obispos y las Conferencias episcopales, a veces con riesgo de sus propias vidas, son testigos de la idéntica enseñanza. Una especie de síntesis de la cual, redactado de acuerdo con una indicación del Papa Juan Pablo II, es el documento intitulado “La Iglesia ante el racismo” que el Pontificio Consejo “Justicia y Paz” publicó el 3 de noviembre de 1988, un siglo después de la encíclica largamente citada recién de León XIII. Y el día elegido para hacer público este documento no lo fue al azar, como allí mismo se lee: 3 de noviembre, “Memoria litúrgica de San Martín de Porres” (nacido, se añade, en Lima de un español y una esclava negra).
5. Alguna orientación pastoral
El problema del racismo como tal aparece superado, al menos en principio, en varios de los textos universalmente aceptados sobre derechos humanos, a partir de la Declaración de las Naciones Unidas del 10 diciembre de 1948 a la cual siguen la Declaración de las mismas Naciones Unidas sobre le eliminación de todas las formas de discriminación racial del 20 de noviembre de 1963 y (con mayor peso jurídico) la Convención internacional sobre la eliminación de todas las formas de discriminación racial adoptada por la vigésima Asamblea General el 21 de diciembre de 1965 entrada en vigor, luego de un congruo número de firmas por parte de los Estados, el 4 de enero de 1969. La Santa Sede se cuenta entre los firmatarios desde el 1° de mayo de ese mismo año. El problema de derecho jurídico y la doctrina que esto supone, están por consiguiente, fuera de toda discusión. Y la misma aplicación práctica ha hecho sin duda enormes progresos, incluso en naciones que parecían refractarias a todo cambio de este tipo: los Estados Unidos por ejemplo, que hoy, en completa inversión de tendencia, tienen un presidente de origen africano.
Esto no obstante, el fenómeno de la globalización por un parte y la movilidad, así sea aventurosa, riesgosa y por desgracia, no exenta de consecuencias trágicas, entre los países en la cuenca del Mediterráneo, o entre México y los Estados Unidos, plantea ahora el problema de la admisión e integración de verdaderas masas de inmigrantes de diferente origen étnico en los países más desarrollados. Este tema con sus varios aspectos es imposible de encarar aquí, ni tendría aquí exactamente su lugar. Esto no obstante, se debe tener extremo cuidado de permitir que entre por la ventana aquello mismo a lo cual se ha cerrado la puerta del derecho y la consideración internacional. Es decir, el racismo. Los que se acumulan en las fronteras de los países de mayor desarrollo son obviamente los más pobres y los menos adelantados (por así decir) de los pueblos del planeta. La cuestión es no impedirles o tornar tan difícil su admisión e integración por una especie de disimulado racismo, inconfesado pero por ventura a veces realmente activo. Y de esto se debe tener rigurosa conciencia cualesquiera fueran las dificultades de vario tipo que admisión e integración implican. La Iglesia católica, es innecesario decir, sin ignorar lo agudo y espinoso del problema, no cesa, gracias a Dios, de recordarlo13.
NOTAS
1. Conviene retener las duras expresiones del gran filósofo (texto original y versión italiana en BUR, Aristotele. Politica, a cura de Carlo Augusto Viano, pp. 89ss). La versión en nuestra lengua es mía: “algunos hombres son por naturaleza (fysei) esclavos (douloi)”. Y continúa: “es esclavo por naturaleza el que puede pertenecer a otro...” Y pocas líneas más arriba la neta afirmación de la inferioridad de la mujer respecto del hombre: “Pues el varón respecto de la mujer es por naturaleza (de nuevo fysei) él mejor, ella peor” (ib.)
2. Las cartas de Séneca a Lucilio en la edición bilingüe (latín-italiano) de Arnoldo Mondadori. Milano 1995 (a cura di Fernando Solinas) t. 1, pp. 220-229.
3. Plutarco en la Vida de Licurgo en paralelo a la de Numa. Edición bilingüe (griego-italiano) de la Fondazione Lorenzo Valla, Arnoldo Mondadori Editore Milano 2001 (a cura di Mario Manfredini e Luigi Piccirilli) pp. 61-63 (en Esparta) ”…i più anziani della città esaminavano il piccolo, se era ben conformato e robusto, ordinavano di allevarlo…Se invece era malnato o deforme,inviavano ai cosiddetti ‘depositi’ una voragine sulle pendici del Taigeto, nella convinzione che né per lui stesso né per la città fosse meglio che vivesse uno che fin dall’inizio non era naturalmente disposto alla salute o alla forza fisica”. Antecedente de las actuales prácticas eugénicas. Aristóteles alude a la misma práctica en Politica 1335b (en la edición arriba citada pp. 614-615): “En cuanto a la exposición (es decir, el deshacerse) y al cuidado de los hijos exista una ley que prohiba mantener a los defectuosos” (versión mía)
4. “La Iglesia ante el Racismo” cit. p. 11. El texto original de la carta al Arzobispo de Toledo en Heinrich Denzinger, Enchiridium Symbolorum, a cura di Peter Hünemann (Edizioni Dehoniane. Bologna 2005) n. 1495 (pp. 634-635 latín e italiano).
5. Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1971, pp. 615-617 (n. 4), 617-618 (n. 5).
6. Zakar y neqebah en hebreo. ‘Adam es el nombre genérico para “hombre”. En el francés de la versión de la Biblia de André Chouraqui (Paris Desclée de Brouwer 1985) voluntariamente literal: “mâle et femelle”.
7. Los Epigrammata de Martialis suelen ser cruelmente irónicos y de crudo lenguaje pero dan testimonio directo del desprecio en el cual eran tenidos los circuncisos (cf, por ejemplo VII 35 y 82). . En el gimnasio donde todos estaban desnudos, la diferencia resultaba notoria y por eso se procuraba ocultarla (entre otros recursos) con la operación llamada epispasmós a la cual alude el texto de 1 Mac 1, 15 y el de Josefo Flavio Ant. Jud. XII, 5, 2 que de él se inspira. . Pero también la recomendación de San Pablo en 1 Cor 7, 18: “Si un hombre estaba circuncidado antes que Dios lo llamara, que no oculte la señal de la circuncisión (el griego dice mè epispástho) , si el llamado lo encontró incircunciso, que no se circuncide”.
8. La encíclica “In plurimis” en Actes de Léon Maison de la Bonne Presse, Paris s. f, t. II pp. 144-171 (edición bilingüe latín-francés).
9. El texto de Lactancio (Cecilio Lactancio Firmiliano c. 250- post 317) en PLM 6, 599-600.
10. Cf. AAS XX (1928) pp. 103-104.
11. Cf. ib. XXIX (1937) p.. 149ss. El texto se encuentra hoy fácilmente en Internet bajo el mismo título (o las primeras palabras de la encíclica) en lengua original.
12. El texto en versión castellana en “La Iglesia ante el Racismo” cit. p. 14, con la referencia a la publicación en francés en nota 11.
13. “La Iglesia ante el Racismo” cit. p. 38, ya en 1988 bien consciente del problema, dice: “Pertenece, sin duda, a los poderes públicos, responsables del bien común, determinar la proporción de refugiados e inmigrantes que el país acoge, atendidas las posibilidades de empleo y las perspectivas de desarrollo”, añadiendo en seguida “pero también la urgencia de las necesidades de otros pueblos.”
BIBLIOGRAFÍA
Pontificio Consejo Justicia y Paz, La Iglesia ante el Racismo. Por una sociedad más fraterna, Librería Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano, 1988.
Una verdadera bibliografía sobre el tema “Racismo” sería ilimitada y escasamente útil. El autor de esta nota juzga que el mejor resumen todavía actual del tema se encuentra en el documento del Pontificio Consejo Justicia y Paz, varias veces citado en lo que precede: “La Iglesia ante el Racismo. Para una sociedad más fraterna” (45 páginas) Ciudad del Vaticano 1988. El original en lengua francesa se puede obtener hoy en varias lenguas.
Por otra parte, las fuentes citadas, según el orden de las notas, completan adecuadamente bajo más de un punto de vista, o simplemente constituyen, una verdadera y rica bibliografía.
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Mejía, Jorge María, RACISMO, en García, José Juan (director): Enciclopedia de Bioética.