EL MORIR HUMANO EN EL IDEALISMO ALEMÁN

Autor: José Juan García

 

ÍNDICE


1. Introducción
2. Immanuel Kant
3. Johann Gottlieb Fichte
4. Friedrich Wilhelm Joseph von Schelling
5. Georg Friedrich Wilhelm Hegel
6. Reflexiones críticas
Notas
Bibliografía

  1. Introducción

La filosofía idealista constituye el “presupuesto indispensable para una adecuada comprensión del pensamiento contemporáneo”, nos dice el Prof. Georg Sans[1].

El pensamiento filosófico idealista alemán llega a su culmen en las obras de G. F. W. Hegel. Y a su vez, el pensamiento de éste domina –de algún modo– el arco de la filosofía contemporánea, sea para rechazarlo por una opción por la existencia concreta como es el caso de S. Kierkegaard, sea para doblegarlo a la “materia” y no al espíritu como es el caso de Marx y Feuerbach. Sea también para optar por otro camino donde la ciencia tenga mayor incidencia, como es el positivismo de A. Comte. Sea, por último, para negarlo en la opción por el sujeto que existe no en un mundo de cristal sino comunicándose en la palabra y los lenguajes, como es el caso de buena parte de la hermenéutica de Ludwig Wittgenstein o la de Hans Georg Gadamer.

Nos interesa en este trabajo sólo profundizar en la tanatología, que es parte vital de toda antropología, de los autores más representativos de ese idealismo alemán. Al primero de ellos, Kant, lo entendemos como el primer paso –casi embrionario– hacia ese  proceso idealista que pasando por Fichte y Schelling, llega a su altura en Hegel.

  1. Immanuel Kant

Kant no parte ni de las ideas en si ni de la mente subjetiva, sino de la existencia objetiva de la ciencia, elaborada por la mente, pero dotada de una innegable validez universal.

Todo pensamiento se reduce a juicios. La lógica tradicional divide a estos en juicios analíticos y sintéticos. Analíticos son aquellos juicios en que el predicado es una de las notas de la esencia del sujeto, en el que estaba comprendido. Estos son universales y necesarios, los emito sin temor a error y no necesito comprobar su verdad en la experiencia. Por ello es que Kant llama a estos juicios “a priori”, es decir, anteriores a la experiencia. Sintéticos son, en cambio, aquellos otros en que el predicado no pertenece a la esencia del sujeto, no se halla comprendido en ella. Ejemplo del primero es “el triángulo tiene tres lados”; del segundo, “la tierra gira alrededor del sol”. Este último es “a posteriori”. Carecen de universalidad y necesidad.

La ciencia existe y no puede elaborarse en base a los juicios analíticos. Pero tampoco solo en base a los sintéticos, pues la ciencia goza de universalidad y necesidad. La ciencia consta de leyes que se cumplen universal y necesariamente, con una continua adquisición de nuevos y eficaces conocimientos. Si la ciencia existe, y no podría existir con los juicios analíticos y los sintéticos, será preciso que exista una tercera clase de juicios que participen de la necesidad de los primeros y de la fecundidad de los segundos. Y a estos juicios Kant los llama sintéticos a priori.

Entonces viene el planteo: ¿Cómo son posibles los juicios sintéticos a priori?  ¿De dónde procede su necesidad y universalidad? ¿De dónde brota su posibilidad de sumar conocimientos? Esta es la gran cuestión de la Crítica de la Razón pura.

Espacio y tiempo no son nada que exista fuera del sujeto cognoscente, sino formas de la facultad de conocer, de poseer sensaciones. Nuestras sensaciones se ordenan espacial y temporalmente, porque espacio y tiempo son las formas de nuestra sensibilidad, y solo en ellas se convierten las sensaciones en objeto de conocimiento. Lo exterior a mí, la cosa en si, es incognoscible como tal. El mundo exterior envía al sujeto lo que Kant llama un caos de sensaciones, un conjunto caótico de sensaciones. Estas, al ser recibidas por mi sensibilidad, se ordenan en esos moldes o formas de espacio y tiempo; y de esa inserción ordenadora resulta el conocimiento fenoménico, único conocimiento posible para el hombre. Ahora bien, el espíritu agrupa las sensaciones y las funde hasta formar objetos, y a estos los conexiona entre sí de diverso modo, y lo hace a través de formas –las categorías–, en cuyos moldes se producen ya los conceptos usuales que emplean las ciencias de la naturaleza.

Para el filósofo de Königsberg el acceso a Dios por vía racional es imposible, y también son inasequibles para la razón el alma y el cosmos, o sea, cuanto trasciende el mundo de la realidad físico-matematica. Sin embargo, Kant dice que existe otra vía- la vía práctica-, por la que podrá hallarse un modo de acceso a ella. Esto -como sabemos- resulta de la segunda de sus obras denominada Crítica de la Razón práctica.

Como se puede apreciar, la filosofía tiende a convertirse en gnoseología desde el momento en que no es la razón la que descubre el ser sino que se pregunta ante todo por sí misma. Si bien el sujeto no es el que pone la realidad, pero esta a punto de serlo, pues la experiencia no es cognoscible sino en cuanto el sujeto le “aplica” sus formas  a priori.

De algún modo en Kant, la conciencia se vuelve autoconciencia, y se vuelve principio con intención de absolutez.

Kant acusa de presunción a la “razón especulativa” que habla de Dios, del mundo, del alma y de su inmortalidad como de cosas de las cuales se pudiera tener un saber cierto. Un eventual o presunto saber acerca de ello, tal como hacia la filosofía medieval, es del todo exagerado, según nuestro autor, pues nuestra facultad de conocer solo puede extenderse al fenómeno, no al noúmeno. De otro modo, se hacen las cosas mal, pues se transforman nuestras ideas en cosas, se vuelven hipóstasis. Se crea un saber, pero falso. Se crean ilusiones. Del amontonamiento de imágenes particulares jamás podría salir un conocimiento auténtico universal[2].

Respecto a nuestro tema, Kant dirá que a nadie le está permitido tener la experiencia de la muerte propia. Solo la del otro. Este lugar común será habitado, décadas más tarde por los fenomenólogos –como E. Levinas– entre otros. “La mort, nul n’en peut faire l’experience en lui-même (car faire une experience relève de la vie); on ne peut que la percevoir chez les autres. Est-elle douloureuse? Le râle ou les convulsions des mourants ne permettent pas d’en juger: ils paraissent plutot une simple réaction mécanique de la force vitale, et peut être la douce impression de ce passage gradule qui libére de tout mal”[3].

Para Kant el miedo a morir es miedo a quedar instalado en la sombra o la oscuridad sin esperanza de otra alternativa: “La peur de la mort, qui est naturelle á  tout les hommes, même aux plus malheureux et fût-ce au plus sage, n’est pas un frémissement d’horreur devant le fait de périr, mais, comme le dit justamente Montaigne, devant la pensée d’avoir péri (d’ être mort); cette pensée, le candidat á la mort s’imagine lávoir encore aprés la mort, puisque le cadavre qui n’est plus lui, il le pense comme soi-même plongé dans l’ obscurité de la tombe ou n’importe oú ailleurs. L’illusion ici ne peut être supprimée: elle réside dans la nature de la pensée, en tant que parole qu’on s’adresse á soi- même et sur soi-même”[4].

Pero sólo podemos acercarnos al fenómeno externo de la muerte; nada sabemos de su esencia, de su misteriosa naturaleza. "La pensée que ‘je ne suis pas' ne peut absolument pas exister; car si je ne suis pas, je ne peux absolument pas exister; car si je ne suis pas, je ne peux pas non plus être conscient que je ne suis pas. Je peux bien dire: je ne suis pas en bonne santé, etc., en pensant des prédicats de moi-même qui ont valeur négative (comme cela arrive pour tous les verbes); mais, parlant á la premiére personne, nier  le sujet lui-même –celui-ci énoncant  son  propre  néant–  est  une  contradiction”[5].

En Kant, las reflexiones sobre la muerte son fragmentarias, simples, más bien opacas y arrojan débil luz sobre el complejo hecho del morir humano.

  1. Johann Gottlieb Fichte

Nos dice el filósofo argentino Alberto Caturelli: “Con lógica de hierro se desarrollan ahora los supuestos de la filosofía de Kant”[6]. Para Juan Gottlieb Fichte (1762-1814) la razón crea o pone la forma y también la materia al cual se aplican las formas.  Y si esto es así, entonces la razón pone la realidad total; y esta ‘razón’ no es otra que el sujeto trascendental  kantiano que unifica lo múltiple,  o sea,  el Yo absoluto.

Fichte parte entonces de la intuición trascendental de un yo absoluto. Este será para él la realidad primera, absoluta, que se crea y explica por sí misma. La esencia de este yo absoluto es la actividad. Actuando, crea el yo, algo en cierto sentido ajeno a sí mismo: la realidad material, el no-yo, según Fichte. Obrando sobre este no-yo, se desarrolla la vida espiritual del yo, que es siempre un hacer.

“Sobre la inmortalidad del alma la Doctrina de la ciencia no puede establecer nada, porque para ella no existe alma, ni morir ni mortalidad, por tanto tampoco inmortalidad  sino solo la vida”[7].

En esta afirmación se percibe una visión de fondo en el pensamiento de Fichte: quitar a la muerte su carácter no solo dramático sino mítico, reducirla a mera apariencia, simple fenómeno, y así entonces poder proclamar el triunfo inexorable de la vida.

La vida de la naturaleza es para Fichte un “puro vivir figurado” no la verdadera vida originaria. Hasta que seamos prisioneros de la vida aparente, morimos continuamente, pero en la muerte morimos para la verdadera vida. La vida natural es caduca y aparente, y en ella la muerte significa un término. Pero al final de nuestra vida este morir cesa y morimos una vez por todas en el infinito, en el cual solamente comienza nuestra verdadera vida. Fichte lo expresa en su Introducción a la vida beata o doctrina de la religión[8], en cuyas páginas el filósofo intenta indicar al hombre finito el acceso al infinito. Para acceder a ese infinito lleno de vida verdadera, se ha de pasar por la puerta de la muerte.

Pero, ¿en qué consiste la vida? En la autoconciencia, en la subjetividad, en el saberse y quererse, en la actitud del yo que se distingue de todo lo otro, el no-yo, mientras se sabe y se quiere. Y como ya señalábamos, a la vida le corresponde la incesante actividad como manifestación y exteriorización de esa vida. Solo lo que está muerto es inactivo e incapaz de manifestación. Para Fichte “la verdadera realidad, lejos de ser sustancia, es Tathandlung, que significa actividad, agilidad, hazaña. La realidad pierde su carácter sustancial y se convierte en puro dinamismo”[9].

La finitud debe superarse en el Absoluto, no para desaparecer en el, sino para aparecer claramente como lo que es, despojado del carácter del “en si” del ser. La finitud, el yo, es imagen del Absoluto. Si el yo se niega a comprenderse en esta imagen, el mismo aparece como muerto.

Fichte mismo dirá: “La muerte no reside en el ser en sí y por sí, sino en la mirada mortal del observador muerto”[10]. Lo muerto, el objeto, la cosa orientada hacia el cadáver, nace del hecho que, atribuyendo a un objeto el “ser en si”, olvidamos al mismo tiempo su movimiento, la prestación espontánea de nuestra razón en virtud de la cual ponemos este ente independiente de nosotros, en sí y por sí mismo.

  1. Friedrich  Wilhelm  Joseph  von  Schelling

La primera producción de Schelling constituye en esencia un intento de apoderarse del idealismo fichteano y replantear sus temas de fondo. Sin embargo, al poco andar comienzan las diferencias y los nuevos intereses  de  Schelling. Tratará de

  1. a) satisfacer mejor las dificultades planteadas por el subjetivismo absoluto de Fichte;
  2. b) llenar las lagunas del sistema fichteano que ha reducido toda la naturaleza al simple “no yo”, haciéndole perder toda identidad específica y llegando casi a anularla.

Para este pensador, el hombre físicamente considerado, es visto como algo pequeño en el cosmos; sin embargo, es el fin ultimo de la naturaleza, porque en él se vuelve a despertar el espíritu, que en todos los demás escalones de la naturaleza pareciera “dormido”. La naturaleza, en este sentido, no es más que la historia de la inteligencia inconsciente, que a través de sucesivos grados de objetivación acaba por llegar en el hombre a la conciencia.

La dedicación a la reflexión sobre el tema que nos ocupa brota para Schelling del  dolor por la separación de un ser muy amado por él:  su esposa Carolina, fallecida en 1809.

Respecto al tema del morir, Schelling se ubica en esa tradición de pensamiento inaugurada por San Agustín, quien llora amargamente la muerte de su amigo del alma[11]. Ambos, Agustín y Schelling, por caminos diversos, se reencuentran en la tarea filosófica del siglo XX de Gabriel Marcel.

Schelling está convencido que la muerte, lejos de tornar débil la  personalidad, la eleva y fortalece, liberándola de todo aquello que en la vida no es esencial, sino accidental. Quedamos unidos con quien muere. Habrá una futura reunificación de las almas afines, que han vivido en un único amor y única esperanza. Por ello, Schelling rechaza la objeción según la cual el ligamen permanente con los muertos es sólo la expresión del recuerdo de la vida que se ha  vivido en común. El explica que “el recuerdo es una expresión demasiado débil por la profundidad de la experiencia que queda de la vida pasada y de aquellos que se han dejado...”[12].

El tema de la muerte del otro aparece con toda nitidez en el diálogo Clara[13]. Allí se descubre un sentimiento amoroso que busca superar la barrera de la muerte del ser amado, y también la nostalgia del ser que ya no está, que lleva a desear el reencuentro, a tal punto que se desea la muerte de si mismo para borrar esa separación: “ ...ce haut empire sacré des esprits, s’exclame Clara, m’est plus proche que la nature, le monde et la vie”[14].

La muerte viene así a romper la dominación de lo exterior, la amenaza del no ser, para que la vida más allá de la muerte, sea una victoria de lo interior y un reencuentro con el amado. La muerte es ocasión para reconducir el espíritu hacia su amor, incluso hasta llegar su interior abierto a lo divino. “D’un ami, d’un être aimé avec lequel on ne faisait qu’un coeur et qu’un ame, l’on dit qu’on les posse de dans l’interiorité du souvenir’ (sich erinnern), qu’ils vivent constamment en nous: loin de venir a notre esprit, ils y sont...”[15].

Como se puede apreciar, no es una ontología del morir lo que aquí se despliega, sino un conjunto de reflexiones que tematizan sentimientos y vivencias ante la muerte del ser amado, muerte que llega al fondo del corazón del hombre y lo abre ante la reflexión de dicho misterio.

  1. Georg Friedrich Wilhelm Hegel

Es sin duda el más famoso de los filósofos idealistas, y le cabe una posición representativa en la historia de la filosofía. “Si Fichte era un espíritu activo, y Schelling un artista, Hegel es un teórico o intelectual  puro”[16].

En el diario de Hegel (1770-1831), se encuentra la expresión hen kai pan, la que puede ser traducida como: el Uno es el Todo y Todo es en el Uno. Esta cita de Heráclito expresa perfectamente en su núcleo la concepción fundamental de Hegel. Cada singular es comprendido a partir del Todo y de la totalidad como una conexión, en si misma móvil, que abraza cada a singular. Cada singular es si mismo cuando viene superado en la totalidad.  Como simple singular, que se escinde del todo, queda en el alemán, privado de valor, porque su razón puede consistir solo en el insertarse en la razón universal. Ser superado, en la famosa concepción hegeliana de la Aufheben, significa por tanto, ser eliminado en cuanto singular, pero al mismo tiempo, conservado en el todo y elevado y transfigurado en ese todo. Debemos recordar que Hegel, en este punto de acuerdo con Fichte, rechaza la rigidez muerta de la sustancia spinoziana. Entenderla fluida y en movimiento, es su objetivo. Por tanto, el pensamiento hegeliano está al servicio de la superación de la metafísica, centrada en el concepto de sustancia, concepto orientado al modelo de una cosa subsistente. Vida y movimiento, significan para Hegel, subjetividad, razón, espíritu, pensamiento. Se trata del automovimiento de la Idea absoluta, del proceso en la que el espíritu alcanza el perfecto concepto de sí mismo. Nos reencontramos con el sistema cíclico en si inconcluso, que la historia del pensamiento nos ha mostrado, pero Hegel lo renueva no como sistema determinado del primado de la naturaleza sino del primado de la historia. En la sociedad y en el estado, y mas todavía en el arte y la religión y, definitivamente en la filosofía, es donde el proceso de la historia llega a la transparencia consciente de si misma y el saber absoluto se vuelve saber-de-sí  de Dios en el hombre.

Este proceso mundial e histórico debe ser entendido dialécticamente. Pero la dialéctica en la visión hegeliana depende estrictamente de la muerte. En el proceso dialéctico el Todo se divide en sus determinaciones y se despliega en él. El pasaje del Todo en sus determinaciones sucede mediante la negación. A este negativo, Hegel le atribuye una “fuerza extraordinaria”.

Nuestro filósofo renueva la vieja doctrina heraclitea del devenir como fondo de toda realidad, su teoría de los contrarios y del fluir de las cosas. Como Heráclito, sostiene que la vida lleva en sí el germen de la muerte y cada contrario se alimenta de su contrario. En un pensamiento de su Lógica, Hegel nos dirá: “Lo finito no está sólo limitado por las cosas exteriores, sino que por su propia naturaleza se anula y pasa a su contrario. Así, por ejemplo, se dice que el hombre es mortal, y se considera que la muerte es una cosa que tiene su fundamento en circunstancias exteriores... Pero el que comprende la verdad sabe que la vida lleva en si el germen de la muerte y que lo finito se contradice a si mismo, y, por lo tanto, se anula”[17]. Heráclito –en la misma línea y muchos siglos antes– también afirmaba: “El fuego vive la muerte de la tierra, y el aire vive la muerte del fuego; el agua vive la muerte del aire; la tierra, la del agua”[18].

La vida se desarrolla a través de tres silogismos y llega a su unidad concreta y por sí. Este proceso del ser vivo es mediante los tres momentos de sensibilidad, irritabilidad y reproducción. Por esta tercera fase, los individuos vivos son sometidos a lo universal y sirven al bien de la especie. La muerte de los individuos es el triunfo o libertad de la especie, y, por tanto, de la vida del espíritu: “El individuo muere, porque es la contradicción de la universalidad del género y de la individualidad inmediata de su existencia. En la muerte, el género aparece como un poder contrario al individuo inmediato”[19].

También encontramos esta otra expresión: “De este modo, la idea de la vida se liberta no sólo de algunas individualidades inmediatas, sino de esta primera forma inmediata en general, y entra en posesión de sí misma... La muerte del ser vivo individual e inmediato es el surgimiento del espíritu”[20]. El parecido de estas expresiones con la de K. Marx, es evidente: “La muerte aparece como una dura victoria de la especie sobre el individuo y (parece) contradecir a la unidad de la especie; pero el individuo determinado es sólo un ser genérico determinado y, como tal, mortal”[21].

Estos dos textos citados, aun conservando cada uno su peculiariedad, ofrecen algunas cosas en común: la negación de la inmortalidad individual, la afirmación de la inmortalidad metaindividual, y la existencia de un nexo entre las dos. En efecto, la muerte del ser singular es vista como condición de posibilidad del logro de un ser superior al singular: el espíritu, en el caso de Hegel, o la especie, en el caso de Marx.

En resumidas palabras, no encontramos un tratamiento de la muerte ni menos aun del morir humano en los escritos de Hegel.  Otras son las preocupaciones del idealista  alemán. Por ende, la antropología idealista, al desconocer la tanatología, está en grave falta respecto de la integridad de la visión del hombre.

  1. Reflexiones críticas

Si reexaminamos las exposiciones acerca del problema de la muerte en la filosofía, constatamos una multiplicidad desconcertante de posturas, convicciones, opiniones y argumentos. Si la muerte ha de ser considerada una liberación del hombre de sus alienaciones, o el ingreso a una nueva vida, la incorporación en el Todo o el simple desmoronarse de todas las dimensiones de la vida, son posibilidades hermenéuticas al que la modernidad  se abre.

No obstante ello, como los mitos y las religiones sin la Revelación Divina han desarrollado, respecto a la muerte, “imágenes de esperanzas”, para decirlo en términos de Ernst Bloch, así también la filosofía moderna ha intentado manifestar su perspectiva contra la convicción de que todo acabe con la muerte.

No hay en la modernidad una solución “unívoca” al problema de la muerte, como si una perspectiva fuese aceptada por todos y de modo definitivo. Tampoco hay un tratamiento sistemático de la misma. Todo lleva a pensar más bien en la despreocupación intelectual orgánica del tema ‘morir humano’. ¿Un anticipo del actual “olvido” de la muerte? ¿Un anuncio patético de que lo realmente importante es vivir aquí y ahora lo ‘mejor’ posible?  Quizá algo de ello exista. El acento en la subjetividad, que se pronuncia indeclinable, desde Descartes a Hegel, “declina” a todos los temas  y también el nuestro.

Además, las preguntas que frecuentaron seriamente el pensamiento medieval acerca del morir –si es un mal y en qué sentido lo es, qué hay detrás, cómo entenderla– han quedado sistemáticamente de lado en el quehacer filosófico moderno.

El cristianismo, en diálogo desde el aporte bíblico con la sabiduría griega, concibe el hombre a la luz de Dios, su Creador, y establece que el fin del hombre es la posesión de Dios por medio del conocimiento y el amor. A ello ha de tender el hombre por medio de su libertad, que ejecutará en obediencia a la ley divina.

La modernidad busca explícitamente salir de estos esquemas. Esto trae aparejada de suyo la autonomía ciega del sujeto.

La cultura moderna se caracteriza por la centralidad que le concede al hombre en tanto sujeto: la absolutización de la razón, la búsqueda de la autonomía frente a la naturaleza, frente a la historia y frente a Dios, y el relegamiento de Dios a la conciencia personal, lo que conlleva la exclusión de lo religioso de la esfera de lo público y su reducción al ámbito privado.

El hombre de la modernidad, en su expresión racionalista, secularista y subjetivista, que es la que se ha impuesto con mayor fuerza, ha concebido el proyecto de organizar la sociedad en base a la idea de la inmanencia,  por tanto, sólo desde la razón y encerrada dentro de los límites de la misma.

Notas

[1] SANS, G., Al crocevia della filosofia contemporanea, Gregorian & Biblical Press, Roma, 2010, pág. 19.

[2] Cfr. COLOMER, E., El pensamiento alemán de Kant a Heidegger, I, 2ª. Ed., Herder, Barcelona, 1993, pág. 158. Dado que con Kant se opera una revolución copernicana, pues la objetividad no consiste en acomodarse al objeto, en ser objetivos, sino en actuar de modo que toda subjetividad pueda aceptar una ley o un principio como válido, y que la voluntad determina el valor del objeto de la acción moral, puede decirse que este de Kant es “un momento histórico decisivo en la génesis de una nueva autointerpretación del hombre. Para dar razón de sí mismo, no se remite a una ordenación de la realidad que tuviera un origen trascendente, sino que busca en su propia y activa subjetividad el fundamento de su alta valoración. En vez de concebir su dignidad como un trasunto de la suprema dignidad divina, el hombre la reivindica desde sí mismo para sí. Ha dejado de ser un don gracioso que se acepta, para convertirse en algo que se conquista en la autoafirmación”. LLANO CIFUENTES, A., Fenómeno y trascendencia en Kant, EUNSA, Pamplona, 1973, pág. 302.

[3] “La muerte, nadie puede experimentarla en sí mismo (porque experimentar significa vida); solo puede percibirse en los otros. ¿Es dolorosa? El estertor o las convulsiones de los moribundos no nos permiten emitir un juicio: parecen más bien una simple reacción mecánica de la fuerza vital y posiblemente la dulce impresión de ese paso gradual que libera de todo mal”. KANT., E., Antropologie du point de vue pragmatique, & 27, trad. a cargo de Michel Foucault, Vrin, Paris, 1979, pág. 58. Hay traducción española a cargo de José Gaos, Rev. de Occidente, Madrid, 1935, pag. 56.

[4] KANT, E., Ibidem, pág. 58. “El miedo a la muerte, que es natural a todos los hombres incluso a los más desdichados y al más sensato, no es un estremecimiento de horror ante el hecho de perecer sino, como lo dice justamente Montaigne, ante el pensamiento de haber perecido (de estar muerto); el candidato a la muerte se imagina tener este pensamiento aun después de la muerte, ya que el cadáver que no es más él, él lo piensa como uno mismo inmerso en la oscuridad de la tumba o en cualquier otro sitio análogo. Aquí, la ilusión no puede ser suprimida: ella reside en la naturaleza del pensamiento en calidad de palabra que uno se dirige a sí mismo y en sí mismo”.

[5] KANT, E., Ibidem, pág. 59. “El pensamiento de ’yo no soy’ no puede existir, pues, si yo no soy, no puedo tampoco ser consciente de que no soy. Puedo bien decir: yo no estoy bien de salud, etc., pensando los predicados tácitos de mi mismo, que tienen un valor negativo (como sucede con todos los verbos); pero hablando en primera persona, negar el sujeto mismo –el que enuncia su propia nada– es una contradicción”.

[6] CATURELLI, A., La Filosofía, Gredos, Madrid, 1977 (2ª. Ed.) pág.  451.

[7] FICHTE, J. G., Werke T. X, Berlín, 1971, pág. 158.

[8] FICHTE, J. G., Werke T. V, Berlín, 1971, pág. 413.

[9] MARIAS, J., Historia de la Filosofía, Alianza ed., Madrid, 1985,  pág. 301.

[10] FICHTE, J. G., Werke, T. V. , pág. 404.

[11] “Quo dolore contenebratum est cor meum, et quidquid aspiciebam mors erat. Et erat mihi patria supplicium et paterna domus mira infelicitas, et quidquid cum illo communicaveram sine illo in cruciatum immanem verterat. Expetebant eum undique oculi mei, et non dabatur; et oderam omnia, quod non haberent eum, nec mihi iam dicere poterant: ‘Ecce venit’, sicut cum veniret, quando absens erat”. SAN AGUSTÍN, Confessiones, Liber IV, 9. Ed. crítica de Angel Vega, O. S. A., Madrid, 1966, pág. 436. “Con qué dolor se entenebreció mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí. La patria me era un suplicio, y la casa paterna un tormento insufrible, y cuanto había comunicado con él se me volvía sin él cruelísimo suplicio. Buscábanle por todas partes mis ojos y no aparecía. Y llegué a odiar todas las cosas, porque no le tenían ni podían decirle ya como antes, cuando venía después de una ausencia: “He aquí que ya viene”.

[12] SCHELLING, G., Brief über den Tod Carolines vom 2. Oktober 1809 an Immanuel Niethammer, a cura di  J. L. Döderlein, Stuttgart-Bad Cannstatt 1975, righe 36-39.

[13] Hablando del tema de la muerte dirá Gabriel Marcel: “Sur ce point je puis dire que ma pensée n’ a aucunement évolué depuis 1937  et que l’expérience est au contraire venue la confirmer de la façon  la plus douloureuse et la plus radicale á Heidegger et á Sartre, mais á la position de la plupart des philosophes antérieurs. Une exception notable devrait être signalée –et come si suovent– c’est de Schelling qu‘il  s’agit,  l’auteur de cet extraordinaire et profond écrit, Clara, que vit le jour aprés la mort de sa  femme”. MARCEL, G., Pour une sagesse tragique. Et son au-delà, Paris, 1968, pág. 191.

[14] SCHELLING,  F. W. J., Sämtliche Werke,  L.  IX  40,  ed. Cotta,  J, G.,  Stuttgart/Augsburg,  1856-1861.

[15] SCHELLING,  Sämtliche Werke,  L. VII,  pág.  478.

[16] GAMBRA, R., Historia ..., ob. cit., pág. 238.

[17] HEGEL, G. F. W., Lógica, n 81, pág. 149.

[18] HERACLITO, Fragmenta B. 76, ed. NIELS.

[19] HEGEL, G. F. W., Enciclopedia de las ciencias filosóficas, traducción española de A. M. FABIE, Madrid, 1917-1918, n. 221, pág. 417.

[20] HEGEL, G. F. W., Ibidem, n. 22, pág. 418.

[21] MARX, K., “Ökonomisch-philosophische Manuskripte”, en Frühe Schriften I,  Stuttgart,  1962, pág. 598.

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García, José Juan, EL MORIR HUMANO EN EL IDEALISMO ALEMÁN, en García, José Juan (director): Enciclopedia de Bioética.

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