SECULARIZACIÓN
Autor: Mariano Fazio
ÍNDICE:
1. Los dos sentidos de la secularización
2. Laicismo y clericalismo
3. La sana laicidad
Conclusión
Introducción
La palabra secularización tiene múltiples significados. Proviene del latín saeculus, que significa siglo, tiempo terreno, o más ampliamente, dimensión mundana. A partir del siglo XVII indica el traspaso de propiedad de los bienes de la Iglesia al Estado o a manos de “seglares”, es decir, de no clérigos, que viven en el mundo, en el siglo.
En la actualidad, la secularización designa un proceso de separación entre lo religioso y lo cultural, y de pérdida de visibilidad de lo religioso en la sociedad. Este proceso puede revestir distintas intensidades. De un modo más específico, la secularización hace referencia a la separación de Iglesia y Estado: el estado deja de ser “confesional” para convertirse en una realidad neutra.
En este artículo vamos a referirnos en primer lugar a la secularización cultural. A continuación nos referiremos a la secularización aplicada a las relaciones Iglesia-Estado, para concluir con la descripción de la sana laicidad (o secularidad).
1. Los dos sentidos de la secularización
Considero que la Modernidad puede ser identificada con un proceso de secularización, pero ésta tiene, al menos, dos significados esenciales. El primero de ellos –secularización entendida en sentido fuerte- se identificaría con la afirmación de la autonomía absoluta del hombre, cortando todos los puentes con una posible instancia trascendente. Lo humano intra-mundano (saeculus) se autosostendría o encontraría razón en sí mismo, sin necesidad de explicaciones religiosas o sobrenaturales.
Secularización no equivale a pérdida del sentido religioso. El proceso de secularización entendido en el sentido apenas descrito lleva, utilizando el famoso concepto de Max Weber, al desencantamiento del mundo. Durante la época moderna hay una crisis de fe que se manifiesta en la desmitificación y racionalización del mundo, en la creciente pérdida de toda trascendencia que reenvíe más allá de lo visible y aferrable. Con palabras de Kahn, se puede decir que la crisis de fe «significa pérdida de una imagen del mundo unitaria y global segura, en la cual todas las partes se relacionaban con un centro: por lo tanto se trata de la pérdida del centro. En cuanto esta imagen de un mundo con la certeza del centro era nuestra herencia, se puede hablar con propiedad de un “espíritu desheredado”, de una “disinherited mind”»1. Pero crisis de fe no es lo mismo que desaparición del sentido religioso. Si lo que desaparece es la fe en un Dios personal y trascendente, el sentido religioso inherente al espíritu humano encuentra otros centros, que se absolutizan: se sacralizan elementos terrenos que proveerán las bases para religiones sustitutivas, algunas de las cuales presentan caracteres gnósticos. Si este proceso se hace evidente en las ideologías contemporáneas, ya en la primera etapa de la Modernidad se producirá este cambio de centro. Basta pensar en la Razón ilustrada, en el sentimiento romántico o en el Yo absoluto del idealismo alemán.
Si examinamos las principales corrientes culturales y las ideologías de la Modernidad, observamos inmediatamente que absolutizan un elemento relativo de la realidad, transformado en clave explicativa del mundo, de la historia y de la existencia humana. Precisamente esta explicación global ha sido la función de las religiones históricas. Por eso, las nuevas corrientes de pensamiento que abocan para sí este papel bien pueden definirse como “religiones de lo temporal” (Julien Benda, La trahison des clercs, 1927) o “religiones secularizadas” (Raymond Aron, L'âge des empires et l'avenir de la France, 1945).
El hombre no puede vivir en un mundo sin puntos de referencia sólidos. De ahí que esta dinámica de absolutización de lo relativo o de sacralización de lo temporal obedezca a una necesidad antropológica. Las distintas construcciones teóricas de la Modernidad secularizada tienen en común el fundarse sobre un elemento importante que constituiría la parte central de la existencia humana. Elemento importante pero relativo, que es absolutizado. Nadie negará la importancia de la razón, de los sentimientos, de la libertad, del pertenecer a una comunidad cultural, de la economía, de la ciencia. Son todas ellas realidades fundamentales de nuestra vida y de nuestra inserción en el mundo. Pero al mismo tiempo nos damos cuenta que son elementos relativos; vistos desde una perspectiva integral de la persona humana, ninguno de ellos, por sí solo, puede proveer una explicación completa del mundo y de la historia.
A partir de la mitad del siglo XVIII hay una auténtica galería de explicaciones unilaterales, que se basan en la absolutización de lo relativo, característica central de la secularización entendida en sentido fuerte. El laicismo proprio de los países occidentales —y más en particular, del área latina, europea y latinoamericana— de los siglos XIX y XX se inscribe en este modelo cultural reductivo y absolutizador. Hunde sus raíces en la absolutización de la razón, propia de la Ilustración, y en la divinización de la ciencia, característica central del positivismo.
Pero detengámonos en el segundo sentido de la secularización, que podemos identificar con un proceso de desclericalización. Sería la propiciada por los que distinguen entre el orden natural y sobrenatural, entre política y religión. Con palabras más claras, la secularización entendida como desclericalización sería la de aquellos que procuran sacar todas las consecuencias del Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Préstese atención a que se habla de distinción, y no de separación u oposición entre los términos recién enunciados.
Desde esta perspectiva se podría decir que la Modernidad es más cristiana respecto al Medioevo, por lo menos en lo que se refiere a la relación entre el orden natural y el sobrenatural: el clericalismo de muchas de las estructuras sociales y políticas medievales, que confunde estos dos ámbitos, identificando el poder político con el espiritual, y la ciudadanía de la Ciudad celestial con la de la Ciudad de los hombres, es superado a partir del siglo XVI por una visión cristiana y no clerical del hombre, que redescubre el valor de la naturaleza humana. Según esta antropología propia del humanismo cristiano, de origen tomista, la elevación al orden de la gracia no quita ningún valor a la naturaleza, ya que ius divinum, quod est ex gratia, non tollit ius humanum, quod est ex naturali ratione2.
Por lo tanto, si identificamos Modernidad con secularización, hay que subrayar la presencia de una versión de la secularización entendida como desclericalización, como distinción entre el orden natural y sobrenatural, como toma de conciencia de la autonomía relativa de lo temporal. Esta versión de la secularización es profundamente cristiana, mucho más que el clericalismo de un cierto Medioevo. Ejemplos de esta desclericalización, son las doctrinas de la segunda escolástica española —en particular, la Escuela de Salamanca fundada por Francisco de Vitoria, que aplica con valentía y libertad de espíritu la distinción de órdenes a la problemática que surge después del descubrimiento de América3—, el liberalismo moderado de los padres fundadores de los Estados Unidos a finales del siglo XVIII, la doctrina política de Alexis de Tocqueville en el siglo XIX, o las afirmaciones a favor de la secularidad en los documentos del Concilio Vaticano II, y más en concreto en la Gaudium et spes y en el Decreto Dignitatis humanae4.
2. Laicismo y clericalismo
El lugar que la religión ha de ocupar en el ámbito público ha sido objeto de numerosas reflexiones en los últimos años. Superada la visión de los años 70 del pasado siglo, en los que se pensaba que el fenómeno religioso estaba destinado a desaparecer en las naciones occidentales como efecto de la secularización, y en las naciones de la órbita marxista como producto de la implantación de una ideología sustentada en el materialismo científico, hoy el fenómeno religioso no solo ha sobrevivido, sino que se presenta con una vitalidad sorprendente. Algunos autores hablan de una época post-secular5. Cabe añadir que el “retorno de lo sacro” presenta muchas ambigüedades, y no se identifica sin más con una vuelta a las religiones tradicionales de las iglesias institucionales.
Si nos fijamos en particular en el cristianismo, existe una tradición multisecular de toma de posiciones acerca del papel que debe desempeñar la religión en la vida pública. Me he referido a este tema en algunas publicaciones anteriores. Expondré en los siguientes párrafos un apretado resumen de lo escrito allí6.
El anuncio y la paulatina difusión del evangelio en el mundo antiguo implicó una auténtica revolución, no solo espiritual, sino también en el ámbito más restringido de la filosofía política. En primer lugar, el dualismo cristiano —es decir, la afirmación de dos órdenes distintos, pero no opuestos, el temporal y el espiritual— liberaba al hombre de la opresión que llevaba consigo la identificación del poder político con la divinidad. Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios significaba la existencia de un orden temporal con derechos propios, así como la necesidad de respetar los derechos del ámbito espiritual: lo debido a Dios.
En segundo lugar, la doctrina cristiana implicaba la superación de la identificación clásica entre fin último humano y el bien de la polis. El cristianismo funda la independencia y dignidad de la persona en una esfera de valores que está por encima de la política: son los valores espirituales de la filiación divina sobrenatural y de la semejanza divina natural. Se resuelve así de manera definitiva el nexo mediante el cual el individuo estaba orgánicamente conectado a la comunidad política, que ya no es la única dimensión que corresponde a la naturaleza humana para llegar a la felicidad. Desde la nueva perspectiva que inaugura la revelación, la sociedad política debe ayudar a alcanzar una felicidad temporal, pero el cristiano sabe que por encima de esta felicidad está la esperanza de una Patria eterna definitiva. La comunidad política no es negada, pero sí relativizada. Al mismo tiempo, respetar la dimensión trascendente de la persona llevaba consigo la necesidad de un poder político no absoluto, que tenía como límite principal —y como objetivo que proteger y fomentar— la dignidad de toda persona humana, ser uno, único e irrepetible.
A lo largo de los siglos, estas distinciones teóricas no siempre se reflejaron en la praxis de las sociedades cristianas. Frente al dualismo cristiano, basado en la distinción de los dos órdenes, sin confundirlos pero tampoco enfrentándolos, se levantan dos posiciones extremas, que irán tomando diversos ropajes en las cambiantes circunstancias históricas: el clericalismo y el laicismo. El primero parte del supuesto que con la elevación de lo humano al orden sobrenatural, y en particular en el periodo histórico que se abre después de la Encarnación del Hijo de Dios, el orden natural ha perdido todas sus prerrogativas. En consecuencia, el poder espiritual, institucionalizado en la jerarquía eclesiástica, posee no solo el derecho, sino también el deber de guiar a la entera sociedad en todas sus dimensiones. Desde esta óptica, el poder temporal deriva del poder espiritual, al que le está subordinado. Se trata de una posición extrema, que en sus concreciones históricas ha sido muchas veces matizada, y representa una degeneración de la auténtica doctrina cristiana.
El laicismo, por su parte, establece no ya una distinción entre los órdenes temporal y espiritual, sino una radical separación. En parte como reacción a actitudes clericales, pretende considerar al ámbito espiritual como exclusivamente privado, un hecho de conciencia que no debe tener repercusiones públicas en el orden social. El orden temporal gozaría de una completa autonomía, y no tendría necesidad de ninguna referencia a un supuesto orden trascendente para organizar la vida de los hombres en sociedad. También en este caso las aplicaciones históricas del laicismo admiten diversos grados de intensidad.
3. La sana laicidad
Ninguna de estas dos posturas respetan el mandato del Señor: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”, y por lo tanto desconocen la estructura fundamental del cristianismo. La propuesta de Benedicto XVI, de raíz evangélica, proclamada por el Concilio Vaticano II y difundida por Juan Pablo II, es la sana laicidad, enmarcada en el proceso de secularización entendido como desclericalización, y alejada tanto del clericalismo como del laicismo. Vamos a continuación a tratar de definirla.
La Congregación para la Doctrina de la Fe, presidida por el entonces cardenal Ratzinger y actual Benedicto XVI, publicó un interesante documento en el año 2003, intitulado Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política. Allí se resume claramente qué entiende la Iglesia por laicidad. Aunque la cita es larga, vale la pena reproducirla integralmente: «La frecuente referencia a la “laicidad”, que debería guiar el compromiso de los católicos, requiere una clarificación no solamente terminológica. La promoción en conciencia del bien común de la sociedad política no tiene nada qué ver con la “confesionalidad” o la intolerancia religiosa. Para la doctrina moral católica, la laicidad, entendida como autonomía de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica —nunca de la esfera moral—, es un valor adquirido y reconocido por la Iglesia, y pertenece al patrimonio de civilización alcanzado»7.
El documento citaba a Juan Pablo II, quien ha puesto varias veces en guardia contra los peligros derivados de cualquier tipo de confusión entre la esfera religiosa y la esfera política, antítesis de la laicidad: «Son particularmente delicadas las situaciones en las que una norma específicamente religiosa se convierte o tiende a convertirse en ley del Estado, sin que se tenga en debida cuenta la distinción entre las competencias de la religión y las de la sociedad política. Identificar la ley religiosa con la civil puede, de hecho, sofocar la libertad religiosa e incluso limitar o negar otros derechos humanos inalienables». Basta pensar en algunas repúblicas islámicas que hacen de la ley religiosa —la sharia— ley política del Estado, y niegan los derechos ciudadanos a quienes no profesan el islamismo.
Proseguía el documento: «Todos los fieles son bien conscientes de que los actos específicamente religiosos (profesión de fe, cumplimiento de actos de culto y sacramentos, doctrinas teológicas, comunicación recíproca entre las autoridades religiosas y los fieles, etc.) quedan fuera de la competencia del Estado, el cual no debe entrometerse ni para exigirlos o para impedirlos, salvo por razones de orden público. El reconocimiento de los derechos civiles y políticos, y la administración de servicios públicos no pueden ser condicionados por convicciones o prestaciones de naturaleza religiosa por parte de los ciudadanos»8. El Estado debe garantizar la libertad religiosa: promover que cada hombre pueda profesar su fe públicamente, que pueda ir a Misa los domingos si es católico practicante, o que el judío asista a la sinagoga o el musulmán a la mezquita, o el agnóstico a ningún templo. Pero no es función del Estado obligar o prohibir la asistencia a una ceremonia religiosa o a profesar una determinada fe, salvo, obviamente, que esté en juego la paz y el orden de la sociedad. Prohibir la difusión de sectas racistas, por ejemplo, no es una invasión de campo por parte del Estado, sino el cumplimiento de su deber de tender al bien común.
Definida la laicidad como «autonomía de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica —nunca de la esfera moral—», el citado documento salía al paso de la crítica común que recibe la Iglesia cuando hace pronunciamientos públicos en materia de moral. Para muchos, estas intervenciones atentarían contra la laicidad del Estado. Según la Nota, «con su intervención en este ámbito, el Magisterio de la Iglesia no quiere ejercer un poder político ni eliminar la libertad de opinión de los católicos sobre cuestiones contingentes. Busca, en cambio —en cumplimiento de su deber— instruir e iluminar la conciencia de los fieles, sobre todo de los que están comprometidos en la vida política, para que su acción esté siempre al servicio de la promoción integral de la persona y del bien común. La enseñanza social de la Iglesia no es una intromisión en el gobierno de los diferentes Países. Plantea ciertamente, en la conciencia única y unitaria de los fieles laicos, un deber moral de coherencia. (…). Vivir y actuar políticamente en conformidad con la propia conciencia no es un acomodarse en posiciones extrañas al compromiso político o en una forma de confesionalidad, sino expresión de la aportación de los cristianos para que, a través de la política, se instaure un ordenamiento social más justo y coherente con la dignidad de la persona humana»9.
Las intervenciones públicas de la Iglesia en el ámbito social y político son de orden moral, son un servicio a la verdad, no una operación confesional. Ciertamente, la fe echa más luz sobre la verdad acerca del hombre. Pero se trata de salvaguardar valores y verdades morales naturales, que pueden ser compartidas por toda la humanidad. De ahí que tampoco es óbice para la laicidad el hecho de que algunas verdades morales que se pueden conocer por la razón, sean al mismo tiempo enseñadas por el Magisterio de la Iglesia como verdades pertenecientes al cristianismo. Dice el documento: «Una cuestión completamente diferente es el derecho-deber que tienen los ciudadanos católicos, como todos los demás, de buscar sinceramente la verdad y promover y defender, con medios lícitos, las verdades morales sobre la vida social, la justicia, la libertad, el respeto a la vida y todos los demás derechos de la persona. El hecho de que algunas de estas verdades también sean enseñadas por la Iglesia, no disminuye la legitimidad civil y la “laicidad” del compromiso de quienes se identifican con ellas, independientemente del papel que la búsqueda racional y la confirmación procedente de la fe hayan desarrollado en la adquisición de tales convicciones. En efecto, la “laicidad” indica en primer lugar la actitud de quien respeta las verdades que emanan del conocimiento natural sobre el hombre que vive en sociedad, aunque tales verdades sean enseñadas al mismo tiempo por una religión específica, pues la verdad es una. Sería un error confundir la justa autonomía que los católicos deben asumir en política, con la reivindicación de un principio que prescinda de la enseñanza moral y social de la Iglesia»10.
La necesaria coherencia que debe haber en el actuar público de los católicos, que defienden una serie de valores que forman parte del Magisterio pero que a su vez son accesibles de ser conocidos con la luz natural de la razón tampoco es un obstáculo para la laicidad. «Aquellos que, en nombre del respeto de la conciencia individual, pretendieran ver en el deber moral de los cristianos de ser coherentes con la propia conciencia un motivo para descalificarlos políticamente, negándoles la legitimidad de actuar en política de acuerdo con las propias convicciones acerca del bien común, incurrirían en una forma de laicismo intolerante. En esta perspectiva, en efecto, se quiere negar no sólo la relevancia política y cultural de la fe cristiana, sino hasta la misma posibilidad de una ética natural. Si así fuera, se abriría el camino a una anarquía moral, que no podría identificarse nunca con forma alguna de legítimo pluralismo. El abuso del más fuerte sobre el débil sería la consecuencia obvia de esta actitud. La marginalización del cristianismo, por otra parte, no favorecería ciertamente el futuro de proyecto alguno de sociedad ni la concordia entre los pueblos, sino que pondría más bien en peligro los mismos fundamentos espirituales y culturales de la civilización»11.
Cuando la Iglesia hace pronunciamientos sobre la vida pública, los hace siempre desde una perspectiva moral, no confesional. Sale a la defensa de verdades naturales, alcanzables por la razón, que cobran mayor claridad si son iluminadas por la fe, pero que no dependen de la fe sobrenatural. El respeto por la vida, la familia basada en el matrimonio, el derecho de los padres a definir la educación de los hijos son, por una parte, verdades presentes en la revelación cristiana, y por otra, verdades de orden natural. Cuando un legislador defiende la vida desde el momento de la concepción hasta la muerte natural, o el matrimonio heterosexual y se opone —con medios lícitos— a la equiparación entre el matrimonio y la unión de dos personas del mismo sexo, no lo hace como la longa manus de la Jerarquía, o en virtud de su fe, sino que está defendiendo un orden natural que una razón no reduccionista puede conocer. El hecho de que su fe le dé aún más certeza en la defensa de determinados valores, en nada quita la laicidad de su intervención. Negar la validez de una argumentación racional por el hecho de que coincida con el contenido de una fe revelada sería una actitud poco tolerante, manifestación del fundamentalismo laicista o relativista.
Una comunidad política basada en la sana laicidad se caracteriza por un conjunto de instituciones que reflejan la verdad sobre el hombre alcanzable por el uso de la razón natural, o, con otras palabras, manifiestan los contenidos inmutables de la ley natural. Será una sociedad pluralista, donde lo contingente es dejado a la libre discusión de los hombres, y lo necesario —la defensa de los valores objetivos propios de la dignidad de la persona humana— se apoya en un amplio consenso, facilitado por una razón “ampliada” o “ensanchada”. No es un experimento confesional, clerical, nostálgico de tiempos pasados que muchos añoran con ingenuidad, sino el fruto maduro de la toma de conciencia de la autonomía relativa de lo temporal y de la necesaria apertura mutua entre razón y fe.
Por otro lado, la coincidencia entre las verdades de orden natural y las de la revelación cristiana evidencian el carácter razonable del cristianismo, y la participación de la razón natural con el Logos o Razón divina, como se estableció páginas atrás.
Conclusión
A esta sana laicidad también se la denomina secularidad, y coincide con el proceso que páginas atrás definí como “desclericalización”. Tenemos así una secularización entendida en sentido fuerte, como sustitución de una visión trascendente de la vida por una afirmación de lo intramundano, a través de una absolutización de un elemento relativo; una secularización entendida como afirmación de la autonomía relativa de lo temporal, que lleva a una distinción entre el orden natural y sobrenatural, en diálogo y armonía; y tres conceptos ligados a la secularización, aplicados al ámbito de las relaciones entre Iglesia y Estado, o más ampliamente entre religión y política, que son el clericalismo, el laicismo y la laicidad o secularidad.
Notas
[1] L. KAHN, Letteratura e crisi della fede, Città Nuova, Roma 1978, p. 49.
[2] S. Th. II-II, q.10, a.10, c.
[3] Cfr. M. FAZIO, Francisco de Vitoria. Cristianismo y Modernidad, Ciudad Argentina, Buenos Aires 1998.
[4] Cfr. M. FAZIO, “El Concilio Vaticano II y el proceso de secularización: balance y perspectivas”, en M. A. SANTOS (coord.), Concilio Vaticano II. 40 anos da Lumen Gentium, EDIPUCRS, Porto Alegre 2004, pp. 120-152.
[5] M. BORGHESI, Secolarizzazione e Nichilismo, Cantagalli, Siena 2005, p. 25.
[6] Cfr. M. FAZIO, Historia de las ideas contemporáneas, 2ª ed., Rialp, Madrid 2007.
[7] Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, Ciudad del Vaticano 2003. Sobre la laicidad, cfr. G. LIMODIO, Legítima laicidad, un aporte desde el saber jurídico, Rubinzal-Culzoni, Buenos Aires 2009; A. OLLERO, Laicidad y laicismo, Universidad Nacional Autónoma de México, México 2010.
[8] Ibidem.
[9] Ibidem.
[10] Ibidem.
[11] Ibidem.
Bibliografía
Se remite a la bibliografía citada en las notas del texto
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Fazio, Mariano, SECULARIZACIÓN, en García, José Juan (director): Enciclopedia de Bioética.