EL PLACER: PERSPECTIVA ANTROPOLÓGICA Y ÉTICA

Autor: Juan José Sanguineti

ÍNDICE 

1. El placer como sensación vital
2. Variedades de placer
3. La base neural del placer
4. El dinamismo psicosomático y moral del placer humano
5. Placer y moralidad
Notas
Bibliografía

 

  1. El placer como sensación vital

El placer físico es una sensación correspondiente a una situación positiva –operación, función, evento, estado– del organismo viviente. Se lo puede mencionar también con verbos como gustar, gozar, sentir agrado, disfrutar, etc. El placer no existe aisladamente, sino que está unido a una situación vital buena percibida con una connotación sensible positiva. Por ejemplo, una persona puede sentirse bien o a gusto mientras pasea, come, hace deporte o descansa. Lo que gusta –el objeto del placer– se dice gustoso, agradable, deleitable. La sensación contraria es el disgusto o desagrado, que en su caso extremo es dolorosa, por lo que de ordinario placer y dolor se ven como sensaciones físicas opuestas[1].

Agradogustoplacercomplacencia, son términos con significados analógicos, es decir, indican algo común pero con connotaciones diversas. Pueden usarse de modos variados en distintas circunstancias, no sólo físicas, sino también psicológicas, espirituales, intelectuales, etc., como cuando decimos "encuentro agradable esta novela", "me gusta estudiar matemáticas". Términos cercanos a placer, aunque con matices semánticos peculiares, son: deleite, gusto, complacencia, gozo, delicia, agrado, disfrute, alegría, dicha, felicidad, beatitud, gratificación, satisfacción, contento, bienestar, sentirse bien, sentirse cómodo. Algunas de estas situaciones no son sensaciones, sino emociones, estados anímicos o psicosomáticos, o situaciones de la voluntad. Podríamos llamarlas en general sensaciones afectivas positivas, así como las negativas son el dolor, el malestar, el sufrimiento, el cansancio, el aburrimiento, el disgusto y tantas otras.

En términos generales, la complacencia es el sentimiento generado por la posesión de un bien[2]. En consecuencia, el placer físico es la sensación que surge con el bien del organismo como un todo o en sus partes, cuando está en reposo o cuando actúa. Es la vivencia o sensación del viviente cuando "se encuentra bien" o cuando realiza bien sus operaciones naturales, o las que se le han hecho connaturales por habituación. Por eso, si alguien realiza con dificultad unas tareas (p. ej., habla mal un idioma), encuentra cierto malestar ("le cuesta"), y en cambio lo hace con gusto cuando las ejecuta bien porque ya las ha aprendido.

Las operaciones vitales perfeccionan al viviente y en cierto modo constituyen su vida. Para el viviente, vivir como tal es algo bueno. Pero el viviente sensitivo siente ese estar bien en la forma de deleite, y si le sobreviene un mal siente lo contrario, malestar o sufrimiento (Sanguineti 2007a, 61-69). El placer no es el bien mismo, sino el modo en que el viviente "siente lo bueno de su vivir". Señala Tomás de Aquino que "cuando la cosa [se refiere al viviente] está constituida en sus propias operaciones connaturales y no es impedida, se sigue el deleite, que consiste en un ser perfecto" (S. Th. I-II, q. 31, a. 1, ad 1), es decir, una posesión de acto y no simplemente un moverse hacia él. Poco antes había escrito: "ésta es la diferencia entre los animales y las demás cosas naturales, que estas últimas, cuando están constituidas en lo que les conviene por naturaleza, no lo sienten, mientras que los animales lo sienten. Este sentir es causado por cierto movimiento del alma en el apetito sensitivo, movimiento llamado placer" (ibid, corpus).

La realización de funciones naturales biológicas, por tanto –alimentación, respiración, destreza muscular, locomoción–, o la práctica de hábitos adquiridos positivos –bailar, jugar–, siendo signo de salud corporal o psíquica, se presentan a la sensibilidad como placenteras, mientras que la enfermedad o la inhabilidad hacen sufrir. El mismo placer físico tiene un sentido analógico variado: una cosa es el placer del gusto alimenticio, otra el placer genital de tipo somático, otra el placer olfativo de un perfume, etc., así como se dan también placeres más espirituales, cuando vemos o escuchamos cosas bellas, que nos da gusto contemplar u oír.

El deleite puede relacionarse así con la belleza, pues esta última consiste en la condición armoniosa de algo visto u oído que es agradable ver o escuchar. Bello, según el Aquinate, es "lo que resulta agradable contemplar" (S. Th., I, q. 5, a. 4, ad 1). Lo bello en su sentido originario tiene que ver con lo placentero en los sentidos que captan armonías, cosa que puede hacer sólo el hombre, ya que sus sentidos están animados por la inteligencia. Al animal puede gustarle ver algo en relación con sus instintos vitales, pero no porque contemple una armonía. Al gusto contemplativo lo llamamos estético. La visión de Dios en el paraíso, según la fe católica, se dice beatífica porque significa una contemplación que, al ser de lo máximamente bueno y bello, produce un gozo igualmente máximo.

Placersalud y belleza se acompañan mutuamente. El cuerpo sano goza de una belleza especial derivada de lo armonioso o bien ordenado de la vida. Aunque estas características puedan separarse por circunstancias especiales, de suyo están relacionadas intrínsecamente. Un placer nocivo, que daña a la salud, al final acaba por causar sufrimiento y afea el cuerpo, pues el cuerpo enfermo pierde belleza.

Estas nociones no deben entenderse como aplicadas al cuerpo en un sentido sólo fisiológico, sino también en cuanto el organismo humano está informado por dimensiones más altas de tipo psicológico, espiritual y personal ("cuerpo personal") (Sanguineti 2007b). Aunque comer, por ejemplo, sea fisiológicamente placentero, lo es en un sentido más alto cuando comemos en un contexto social y antropológico adecuado, como personas y no como animales. Por eso repugna ver que alguien coma sin buen gusto o de modo inmoral, y así diremos que cierto placer fisiológico "se envilece" si no es incorporado a las dimensiones de la persona: amor a los demás, sociabilidad, justicia, inteligencia. La persona humana tiene estratos jerárquicos y esto afecta a los sentidos analógicos de los conceptos de placer, salud y belleza.

Un concepto relacionado con los anteriores es la limpieza, contrapuesta a la suciedad. En un sentido primario, limpio –también higiénico y saludable– es el cuerpo orgánico, y por derivación se dicen "limpias" las cosas, los alimentos, el ambiente y el vestido. La suciedad es el desorden nacido de una mezcla de cosas que se adhieren al cuerpo y le resultan antiestéticas o nocivas (residuos, substancias extrañas). La falta de limpieza es desagradable, insalubre e impide realizar bien el trabajo. Como el hombre no puede vivir sólo con su naturaleza, sino que a ésta le añade la cultura, son limpias especialmente las cosas artificiales que perfeccionan el obrar humano y crean el ambiente típicamente humano: casas, instrumentos, vestidos, transportes, etc. La limpieza y la higiene aseguran una buena relación –bella, saludable y placentera– entre el cuerpo humano y su ambiente.

El "cuerpo personal" preserva su salud/belleza no sólo cuando ejercita bien sus actividades naturales o cuando es alimentado, sino cuando vive en un ambiente adecuado(dimensión ecológica), lo que incluye el vestido (cuerpo vestido) y la limpieza (cuerpo limpio). Por esto, por ejemplo, aunque el cuerpo humano desnudo tenga una belleza fisiológica propia, en el ambiente ordinario de trabajo, convivencia social o familia, un individuo desnudo resulta feo y desagradable, pues reduce su presentación ante los demás a su pura naturaleza fisiológica.

El placer no indica una perfección inmanente cerrada o puramente "subjetiva". Muchos placeres se comparten y el gusto está precisamente en compartirlos. Cuando hay relaciones personales de amor, quien ama intenta no sólo ayudar al amado, sino que se goza en complacerle, en darle gusto, al unirse a su voluntad con amor benevolente. Los amigos se complacen mutuamente y así se ve cómo el placer espiritual –gozo– tiene una dimensión trascendente. Dios se goza al amarse a sí mismo y transmite su gozo a las criaturas que ama.

  1. Variedades de placer

Ya señalamos que el placer es un concepto analógico y que por eso hay muchos tipos de deleite, a veces muy distintos por su cualidad fenomenológica, por su base neurológica y por su función en el dinamismo de la vida. A estos dos últimos puntos nos referimos más adelante. No son lo mismo, en este sentido, el placer fisiológico, el gusto estético, o el gozo intelectual relacionado con la inteligencia, con la vida social y con el amor de amistad entre las personas.

Un tipo especial de placer se genera cuando se alivia un dolor (placer como "alivio"), o cuando el cuerpo fatigado descansa (placer como "sensación de descanso"). Otra clase de placer surge cuando se presenta una distancia entre un bien al que se tiende (inclinación –o tendencia– y deseo) y su posesión efectiva. El deleite surge entonces cuando se obtiene o se satisface el objeto de la inclinación: por ejemplo, se siente un especial gozo cuando se consigue un premio al que se aspiraba. Si la inclinación implica una necesidad vital, el placer consiste en la satisfacción de una necesidad, por ejemplo, el placer de beber cuando se satisface la sed. Cuando se trata de la nutrición, la obtención del bien es la consumición, acompañada de placer –así en el placer de la comida y la bebida–, cosa que a veces se extiende al placer sexual consumado en el acto generativo. Pero también el placer de una lectura fuertemente deseada es una forma analógica de "consumición". Si la inclinación es fuerte y compulsiva, a veces se la llama impulso o pulsión, término empleado por Freud especialmente para la inclinación sexual (Trieb en alemán, y a veces drive en inglés) (Freud, 1943 y 1949).

El placer fisiológico tiene que ver con el bienestar sensible del cuerpo y por tanto surge al compás de las sensaciones exteroceptivas (sentido táctil periférico relacionado con el ambiente externo en cuanto incide en el propio cuerpo), propioceptivas (musculares, óseas, cinestésicas) y visceroceptivas (sensaciones viscerales, por ejemplo de la respiración o la digestión). En conjunto estas sensaciones se llaman somestésicas(sensaciones del cuerpo). Además, las sensaciones placenteras del propio cuerpo tienen que ver con estados fisiológicos "humorales" positivos como las sensaciones de relajación, soltura, frescura, agilidad, serenidad, buen humor, contrapuestas a estados negativos y desagradables como nerviosismo, estrés, tensión, pesadez, cansancio, hastío, somnolencia, etc. (Damasio 1999, 279-287). Estas situaciones están mediatizadas por activaciones del sistema nervioso autónomo y por el sistema hormonal con sus ciclos.

Las sensaciones somestésicas, cuando el organismo funciona bien, aunque no se noten mucho, siempre tienen algún fondo agradable, y empiezan a ser desagradables cuando algo no se realiza adecuadamente, por ejemplo, si se respira con fatiga por falta de oxígeno. Así por ejemplo, la temperatura del cuerpo y del ambiente en condiciones "normales" para el sujeto se perciben como agradables en ciertas circunstancias –si hace mucho calor, sentir un poco de fresco es placentero–, y se viven como displaceres en el caso contrario, como sentir frío o calor molestos. Estas sensaciones, aunque tengan aspectos y causas específicas, afectan al cuerpo como un todo y por eso tienen repercusiones en otros estados y sensaciones de bienestar o malestar: una molestia local arruina el bienestar global del cuerpo.

Otra variedad de placer fisiológico surge con la realización de funciones vegetativas como la alimentación y la sexualidad en sus diversas fases (deseo, búsqueda, acercamiento, actuación) y con relación a los sentidos específicos (vista, tacto, etc.) empleados en esas funciones. Aparece aquí la intencionalidad del placer, cuando hay una relación con un objeto externo que antes de ser gustado debe ser percibido y reconocido, o que a veces puede ser imaginado o recordado. Así, el sentido del gusto encuentra placer en los alimentos (comida y bebida) y así se refiere al objeto mismo (una bebida gustosa) o a la operación nutritiva que recae sobre ese objeto (sentir gusto al beber algo). Varios sentidos pueden colaborar en la captación de lo agradable con relación a la función fisiológica en cuestión, por ejemplo, paladear y oler una comida gustosamente.

Otras actividades pueden vivirse placenteramente cuando se realizan bien, cosa en la que también colaboran diversos sentidos referidos al propio cuerpo y a los objetos ambientales. Así, cabalgar, zambullirse en el mar, sentirse eufóricos después de correr, respirar aire puro en un paseo a la montaña o por el campo, sentirse en forma en un día de sol, o lúcidos después de haber dormido bien, sentarse con comodidad, irse a acostar para dormir, son estados o actividades normalmente placenteras para el cuerpo.

La vivencia afectiva de sensaciones puede ser algo relativa, pues su valor positivo o negativo puede relacionarse con estados o actividades pertenecientes a otros niveles afectivos, cognitivos, conductuales, relacionales, sociales, etc.[3] Tocar una mano no supone de suyo un placer especial; sin embargo, se puede sentir placer por una caricia en la mano que demuestra afecto, o por un apretón de manos o un abrazo, actos que suscitan una especial emotividad. La caricia, el abrazo, son mensajes táctiles que manifiestan afecto, reconocimiento, perdón, amistad, etc., y que así suscitan las emociones correspondientes. Además, unos procesos psíquicos pueden repercutir en otros. Así, la sensación desagradable de mucho calor puede hacerse más insoportable si se amplifica emocionalmente; un individuo inquieto por una mala noticia o por una falta de afecto puede no gozar de la belleza de un paisaje o, al contrario, la persona que se sabe y se siente querida se encuentra mejor también fisiológicamente; una buena persona puede percibirse como antipática por un prejuicio ideológico (por ejemplo, racista, anticlerical, nacionalista, etc.).

La vista y el oído, y en alguna medida todos los sentidos, en cuanto se refieren a objetos externos, generan sensaciones agradables o desagradables con respecto a una variedad de objetos ambientales, incluso simbólicos o culturales, o a personas humanas que tratamos. Así como los sentidos más fisiológicos se relacionan con el bienestar del cuerpo, como dijimos –incluso el olfato, pues según cómo huela un ambiente uno puede sentirse bien o mal–, los sentidos más intencionales generan gustos estéticos –música, pintura–, a veces relacionados con cualidades de ambientes y personas.

Así, vistas desde el lado objetivo, las cosas ambientales y las personas se nos presentan con cualidades sensibles que parecen muy accidentales, como el modo en que huelen, o los colores que ostentan, o el ruido que hacen, que pueden ser agradables o desagradables y que así afectan a nuestra percepción valorativa y a nuestra conducta con relación a lo que podemos hacer o no con ellas (Le Breton 2007). El aroma de una comida y su buena presentación estética estimulan a comer. La decoración y la limpieza de un ambiente, su luminosidad, sus espacios abiertos, su peculiar modo de oler, suscitan cordialidad, familiaridad, estímulo para el trabajo, y en cambio un sitio de trabajo feo, sucio, descolorido, maloliente, repugna y deprime. Lo mismo sucede con la presentación de las personas –su modo de vestir, de hablar, sus gestos–, que así resultan simpáticas o antipáticas, o de los sitios para descansar, curarse, educarse, rezar, con consecuencias en este último caso para los valores estéticos de la liturgia y las iglesias. Los valores estéticos, incorporados a objetos naturales cuidados por el hombre –jardines, animales– o a obras artificiales, suelen transmitir mensajes positivos de serenidad, orden, alegría, laboriosidad, cuidado, así como lo que se presenta de modo desagradable es vehículo de valores negativos, como dejadez, falta de amor, descuido, holgazanería y cosas similares.

El placer, como se ve, no tiene que ver siempre con el hedonismo (Moore 2004), que es la búsqueda unilateral de placer, especialmente fisiológico, como un fin en sí mismo,. Lo agradable, con toda su variedad, tiene valor en la vida humana porque es expresión y vehículo de valores antropológicos. Si el elemento estético se persigue en su pura formalidad, al margen de su función natural según los casos, puede llevar a la hipocresía y al vaciamiento, así como unas palabras agradables pierden valor si son insinceras o contienen un mensaje pobre.

  1. La base neural del placer

No existe una simetría neurofisiológica entre el placer físico y el dolor somestésico (dolor por una herida, de cabeza, etc.). La sensación física dolorosa, tradicionalmente más estudiada en neurofisiología, se basa en receptores (nociceptores) que pueden ser cutáneosprofundos (musculares y óseos), o viscerales, distribuidos en todo el cuerpo. Estos receptores están conectados mediante fibras sensitivas aferentes ("vías del dolor") con los centros corticales somatosensoriales y, naturalmente, con muchos otros centros subcorticales y corticales que modulan la sensación dolorosa y la integran con otras dimensiones psíquicas. Esas vías no existen para el placer fisiológico, que por eso es más difuso o menos claramente localizado.

La base neural del placer físico, que hoy conocemos sólo en parte, corresponde a circuitos cerebrales en conexión con áreas regulativas de funciones vegetativas (medio-encefálicas), relacionadas con el sistema nervioso autónomo y con los ciclos hormonales y los circuitos de muchos neurotransmisores, como endorfinas y dopamina, así como con áreas cognitivas, emotivas y motoras. Al placer se contrapone la sensación de displacer o malestar, que en este caso sí es "simétrica" con el bienestar en lo neurológico. Por ejemplo, comer bien es placentero, pero comer algo en mal estado suele sentirse como desagradable. Naturalmente, tanto el placer como el displacer, aunque sean sectoriales, de un modo u otro acaban por afectar a toda la dinámica psicosomática de la persona.

En estudios neurofisiológicos se ha verificado una distinción entre las activaciones del placer o gustar como tal (liking) y otras que se refieren al deseo o "motivación" (wanting) de una gratificación o recompensa (reward)[4]. No es lo mismo sentir el gusto agradable de un dulce, por ejemplo, que sentir una necesidad apremiante de beber a causa de una gran sed. Ambos aspectos están relacionados, pero a veces pueden separarse y sus bases neuronales no son las mismas.

Las sensaciones de gustar y de desear tienen sus ritmos, momentos y modalidades: por ejemplo, gran intensidad en ciertas situaciones, deseos suaves o fuertemente compulsivos, brusca disminución del deseo y del gusto cuando llega la saciedad, debido a mecanismos neurales inhibitorios. Este dinamismo es complejo y no es exactamente igual en el caso de funciones diversas –aunque tiene aspectos comunes–, por ejemplo en las funciones nutritivas destinadas a la supervivencia, o en las sexuales destinadas a la reproducción. También hay otras sensaciones de tipo fisiológico con sus bases neurales, como sentir la necesidad de dormir, de descansar, de la micción, de rascarse, de abrigarse, etc., que al satisfacerse producen bienestar.

En la alimentación, la dinámica deseo-gusto-saciedad está en función del equilibrio homeostático del organismo y es regulada por el hipotálamo, tanto para el apetito como para la sed[5]. Igualmente los dinamismos de la sexualidad –atracción sexual, cópula, inclinaciones psicobiológicas paterno-maternales con relación a la prole– están gobernados por procesos cerebrales específicos, y también aquí se ha de distinguir entre diversas dimensiones psicológicas, siempre con sus bases neurales, como son el reconocimiento cognitivo, la memoria, la inclinación, el deseo, la conducta –con sus diversas fases– y la sensación placentera que acompaña y estimula el cumplimiento de la función[6]. Cuando el entramado de esas dimensiones se realiza armoniosamente, las funciones se cumplen de modo gustoso. De lo contrario se producen displacer o molestias, a la corta o a la larga.

Respecto al gustar como liking, hoy conocemos circuitos con receptores neuroquímicos situados en áreas medio-encefálicas, como el núcleo accumbens, el pálido ventral y el núcleo parabraquial. Cuando estas áreas son estimuladas por neurotransmisores como algunos opioides, se inducen sensaciones de placer, p. ej., vinculadas al gusto en las comidas. La causalidad es recíproca: comer algo gustoso provoca descargas de esos neurotransmisores, los cuales refuerzan las ganas de comer (Hawkes 1992; Berridge 2003; Burgdorf and Panksepp, 2006; Berridge and Kringelbach 2008; Kringelbach and Berridge 2009).

En 1953 Olds y Milner descubrieron que una región del mesencéfalo activada eléctricamente producía adicción en ratas de experimento. Los animales podían auto-estimularse accionando una palanca y lo hacían ininterrumpidamente. El sector fue llamado "área del placer" (Olds and Milner 1954; Olds 1956; LeDoux 2002, 343 ss). En investigaciones posteriores se vio que se trataba de un área más extensa denominada "haz prosencefálico medial", que inicia en la formación reticular, cruza el área ventral tegmental, pasa por el hipotálamo y se continúa en el núcleo accumbens, la amígdala, el septo y la corteza prefrontal. Estimulada por indicios que prometen una recompensa, esta área descarga dopamina y así se interpreta como un circuito de "recompensa" –deseo fisiológico– llamado "sistema dopaminérgico mesocorticolímbico". Este sistema se activa asociado a estímulos que despiertan un fuerte deseo de una gratificación, por ejemplo en la nutrición y la sexualidad, y también en los impulsos compulsivos que se sienten en la adicción a ciertas drogas (Bozarth 1994; Berridge 2003; Berridge and Kringelbach 2008; Changeux 1983, 130-138; Changeux 2002, 45-50).

En las adicciones, este mecanismo se vuelve perverso por un descontrol del sistema dopaminérgico, generado por cierto aprendizaje adaptativo –neurofisiológico– del organismo: el sujeto se ve así impulsado a buscar repetitivamente la recompensa fisiológica de la adicción, con grave descuido de otras funciones de su vida y con muchos malestares físicos –síndrome de abstinencia– si no lo consigue urgentemente (Fernández-Espejo, 2002; López Moratalla, 2012). La adicción, aunque suponga "no poder negarse a ciertos gustos", desordena y es fuente de graves sufrimientos. A veces puede generarse en actividades no estrictamente fisiológicas –por ejemplo, en el juego, o en el uso de Internet–, en cuyo caso parece mantener algunas bases neurológicas semejantes[7].

Se estima que las conexiones de los circuitos mesoencéfalicos ligados al deseo y al placer con áreas corticales –concretamente, áreas de la corteza prefrontal– harían conscientes esas sensaciones –que, por tanto, podrían ser también inconscientes si no llegan a ese nivel cerebral alto–, y además permiten un control de las mismas de tipo cognitivo y voluntario. El sujeto puede sentir un deseo "desde abajo", pero puede también suscitarlo "desde arriba", por ejemplo al captar un indicio simbólico que anuncia la presencia de una recompensa, ante lo cual reacciona emotiva o sensitivamente, y puede también regularlo, si es el caso, inhibiendo percepciones, imaginaciones o recuerdos, para modular así sus reacciones afectivas (Berridge 2003). Esto implica, naturalmente, que el sujeto haya aprendido a establecer ciertas conexiones, por ejemplo entre una señal y una gratificación, incorporándolas a su memoria.

El "dominio racional de las pasiones", conocido por los clásicos, encuentra así una confirmación al estudiar las vías ascendentes y descendentes que comunican zonas corticales con áreas relacionadas con la afectividad. "Estos sistemas neocorticales podrían regular jerárquicamente procesos básicos de reacciones afectivas positivas producidas en el núcleo accumbens, enviando por una vía descendente señales de vuelta a las estructuras subcorticales del placer (liking). Este hecho haría posible el dispararse de reacciones emotivas centrales en base a pensamientos cognitivos, o debidas a una inhibición voluntaria de las reacciones emotivas ante los eventos" (Berridge 2003, 121).

Las bases neuronales mencionadas no implican que ellas, tomadas en su pura materialidad, sean la única causa de los placeres y gustos. Son su causa material, pero los actos psíquicos como sentir un deleite o una atracción fisiológica son psicosomáticos, así como las operaciones espirituales –gozo por la amistad y cosas similares– trascienden el organismo pero tienen, de todos modos, una base neural dispositiva, en cuanto se asocian a la sensibilidad (percepciones y afectos). No tiene sentido decir que "el placer es causado por activaciones neuronales", salvo que con esta expresión se indique la causa material, necesaria pero no suficiente, porque el placer surge en un órgano psicosomático que actúa de un modo determinado con relación a ciertos objetos que se presentan en acto[8].

  1. El dinamismo psicosomático y moral del placer humano

El deleite como fin vital unido al amor. Ya vimos cómo el placer en los vivientes dotados de sensibilidad va unido a las operaciones perfectas del vivir. En este sentido el placer es una cualidad inherente y esencial al mismo vivir sensitivo. Aristóteles afirma que todos los vivientes (sensitivos) desean el placer porque desean vivir, siendo el placer la perfección misma de la vida sensitiva[9]. Por el mismo motivo, el viviente sensitivo huye ante el dolor, que indica el mal en la vida en cuanto percibido[10]. Lo mismo vale para el hombre, teniendo en cuenta que su vida sensitiva se inserta en la vida de inteligencia y amor voluntario, en la que el deleite en su valencia antropológica más alta es el gozo o la felicidad completa, que no elimina el placer sensitivo, sino que lo incorpora al gozo propio de la persona humana en sus relaciones con los demás y con Dios. En este sentido el deleite es una faceta esencial del amor, y así Tomás de Aquino define al amor como "la complacencia en lo apetecible" (S. Th. I-II, q. 26, a. 1), así como también puede decirse que el amor es la causa última del placer: "la causa del placer es el amor" (S. Th. I-II, q. 32, a. 7, sed contra) (Malo 1999, 132-137, 151-159).

Para entender este punto se ha de tener en cuenta que el placer no debe tomarse aislado de su objeto intencional. Cuando a alguien le gusta escuchar música o hacer una excursión, lo que le gusta es la música y la excursión, no el mero "gusto" cerebral separado que se obtiene al hacer esas cosas. El placer es ciertamente subjetivo, pero está abierto a un bien objetivo con respecto al cual se establecen ciertas operaciones (las más altas son la contemplación y el amor). Por eso querer a los amigos en un darse recíproco es agradable y nada tiene de egoísmo, porque amar un bien es agradable de suyo. Sin gozo no hay amor, y sin amor no hay gozo. Es imposible querer a una persona y no complacerse en quererla y en buscar su propio bien. Amor y gozo pueden separarse circunstancialmente sólo a causa de las operaciones necesarias para llegar a amar bien, como cuando el amor exige sacrificio, no porque el gozo implique –cosa falsa– amarse sólo a sí mismo en contraposición al amor de donación a los demás (Spaemann 1991)[11].

Se ha de desechar también la interpretación del placer como algo solamente biológicamente útil. Es cierto que un objeto deleitable es estimulante y así ayuda a realizar mejor las funciones vitales correspondientes, pero lo hace precisamente en cuanto el mismo deleite objetivo está ya en el orden de los fines. Prescindir de él puede ser útil en algunos casos, pero no es nunca algo definitivo. Por ejemplo, alimentarse sin gusto podrá ser necesario en algunos casos, pero no es una situación deseable.

Este tesis no es hedonista. Precisamente el hedonismo consiste en buscar el placer separado de su bien intencional, cosa antinatural, aunque posible a causa de la debilidad de nuestra naturaleza (Spaemann 1991, 64-79). Buscar el placer "desordenadamente", privado de su orden al bien amado, supone una subjetivización extrema, y desilusiona porque impone un dinamismo que desemboca en un vacío existencial. Ciertamente la separación entre placer y bien objetivo es posible, también en los animales. En ellos tal separación no es un desorden moral, pero sí una anomalía, por ejemplo, cuando un animal se vuelve drogadicto, o cuando come gustosamente algo que le hará mal. En el hombre, la separación entre placer y bien objetivo puede deberse a una anomalía –por ejemplo, no encontrar gusto en comer, como dijimos arriba–, y puede ser también un desorden moral, como veremos más adelante.

Por eso no basta decir que "por encima del placer, está el deber". Aunque esto es verdad en general, no es un planteamiento definitivo, salvo que se adopte el kantismo o quizá el estoicismo, porque los deberes morales son exigencias en el plano del amor al bien, exigencias por tanto respecto al orden, la justicia y la jerarquía en que deben asumirse los diversos tipos de placer precisamente para amar lo realmente bueno y en el modo justo, que es el único modo capaz de dar una satisfacción definitiva a la inclinación humana hacia el amor[12]. Los deberes morales existen, pero en función del amor al bien y a la felicidad, no como fines últimos formales. La motivación última de la vida humana no es el deber, sino la felicidad del amor personal: recto amor a sí mismo, a los demás y a Dios.

Suele decirse que los animales viven primariamente estimulados por bienes sensibles o concupiscibles, por ejemplo de la comida y del sexo. Esto es cierto, siempre que tales bienes se entiendan unidos a sus objetos intencionales: los animales no son "hedonistas". Pero no pueden reflexionar sobre sus actos y captar que sus motivaciones placenteras están en función del bien de su especie o de su integridad orgánica, cosa que en cambio puede hacer el hombre, que come por gusto, pues es natural que sea así, pero sabiendo que la comida le resulta útil para alimentarse y que tiene por finalidad la conservación del cuerpo.

El círculo de percepciones-deseos-conducta-placer. Como los bienes de la vida, teniendo en cuenta sus grados y modalidades, no son accesibles inmediatamente, sino que suponen búsqueda y procesos, a veces con dificultades, aparece el afecto o emoción –"pasión", en su sentido clásico– del deseo. De este modo, el bien objetivo y deleitable actúa como causa final del deseo y por tanto de la conducta intencional. Según una terminología actual frecuente en psicología y neuropsicología, esa causa final es la "motivación" que lleva a la búsqueda de una "recompensa" (reward), como cuando decimos "deseo (desiring) o quiero (wanting) escuchar música porque me gusta (liking) escuchar música". El deseo promueve la búsqueda (seeking) del bien deseado desencadenando una conducta. Si surgen obstáculos, cosa que sucede casi siempre, se actúan afectos o emociones agresivos para eliminarlos. Este punto corresponde a la distinción clásica aristotélica entre el apetito concupiscible, estimulado por lo placentero-amado, y el apetito irascible (agresividad), que se actúa ante los bienes arduos. La descripción de estos procesos según la terminología conductista de "recompensa" –obtener un bien– y "castigo" –recibir un mal– es aceptable si se reconocen los afectos mismos. La recompensa agrada y atrae; el castigo disgusta y así inhibe una conducta.

En los animales estos procesos son instintivos. El animal percibe un bien apetecible –una comida que debe ser reconocida como tal por la percepción y ante la cual se siente deseo– y se siente motivado a comerla. Así su deseo promueve su conducta de búsqueda, que acaba en la consumición gustosa del alimento. Cuando la consumición concluye, el deseo desaparece y el animal se siente saciado –ya no tiene más hambre–, con lo que deja de comer. La causalidad de estos procesos se explica de modo psicosomático y no sólo neuralmente, como dijimos arriba.

En el hombre se produce un proceso semejante, pero guiado por la voluntad y la inteligencia (Hütter 2011), que puede poner nuevas motivaciones, en armonía con la motivación objetiva de base según el tipo de acto puesto. En el caso de comer, por ejemplo, es la necesidad sentida y sabida de alimentarse. Comemos porque tenemos hambre y porque lo necesitamos para sobrevivir y lo sabemos, pero organizamos esta actividad –modalidad, tipo de alimentos, tiempos– en función de otros fines incluso más altos, y así uno puede ir a comer, según determinadas circunstancias, por rutina, porque es la hora y se quiere vivir el orden, para conversar con alguien, para estar con la familia, por aceptar una invitación, porque en cierto sitio sirven un plato favorito, etc.

Inclinaciones, aprendizaje, hábitos: fuente de placeres y gustos. Deseos y placeres no se actuarían si el sujeto no estuviera dotado previamente de inclinaciones permanentes, a veces llamadas tendencias, o apetitos por los clásicos; para los animales suele emplearse también el término instinto. Algunas inclinaciones son naturales, es decir, propias de los individuos de una especie y constitutivas de su naturaleza, como son por ejemplo la inclinación a comer, al sexo, al juego, a la sociabilidad, a la agresión –defensa y ataque–, a la maternidad o paternidad, etc. De suyo las inclinaciones no son conscientes, pues son como potencialidades activas que se actualizan con la experiencia del sujeto en la forma de emociones o "pasiones" clásicas, cuando éste realiza ciertas operaciones cognitivas y se confronta con determinados objetos (Malo 1999, 173-211).

No es fácil hacer una clasificación exacta de las inclinaciones naturales. Es claro, sin embargo, que algunas son fisiológicas (hambre, sed, sexo fisiológico), otras son animales pero trans-orgánicas (amor emocional, inclinación a la sociabilidad, a jugar, a construirse guaridas, etc.), y otras son antropológicas, propias sólo del hombre. El hombre comparte las inclinaciones animales, pero elevadas a un nivel más alto. La sexualidad y la agresividad humanas sensibles no son como las de los animales, y además están elevadas al nivel espiritual y personal. Ulteriormente el hombre tiene inclinaciones propias de su espíritu –a la sabiduría, a las ciencias y las artes, a la vida moral recta, a la religión, al amor de amistad, a la familia–, que se plasman o "encarnan" en la unidad psicosomática de la persona.

Las inclinaciones, siendo potenciales, tienen siempre cierta flexibilidad, especialmente a medida que vamos a los grados más altos de la vida animal, de modo que se actualizan, determinan y "concretan" sólo cuando maduran con el desarrollo del viviente en un ambiente adecuado. Los animales necesitan de cierto aprendizaje, según el cual llegan a captar en su entorno señales asociadas a la obtención de los bienes objetivo-placenteros a los que tienden. Este aprendizaje se fija en la memoria. Así ellos se hacen capaces de reconocer indicios correctos de los bienes y objetos que realmente satisfacen a sus tendencias. El aprendizaje se hace por exploración, por "educación" –cuidados paterno-maternales– o por imitación[13]. Así el círculo de las percepciones-deseos-conducta queda asentado en la memoria como una habituación –inclinación más definida– y hace que la conducta aprendida y eficaz para lograr bienes deseables concretos sea más placentera y atractiva, por ejemplo, con relación a un amigo, a un grupo social concreto, a un tipo de actividad, etc.

En el hombre las inclinaciones, con sus niveles jerárquicos ya indicados, se retrotraen a la voluntad, inclinación unitaria hacia el bien y la felicidad personal –amor a sí mismo, a los demás, a Dios–, íntimamente unida a la razón o inteligencia. Las inclinaciones sensitivas poseen consistencia y autonomía propias, pero se integran con el nivel espiritual de la persona y participan de su libertad electiva. Esta integración no es automática, sino que exige una maduración de los afectos, un aprendizaje perceptivo y una educación del comportamiento, para que así la persona integre los niveles sensitivos de su personalidad con los bienes a los que su naturaleza personal tiende con libertad.

En este sentido, las sensaciones y afectos humanos, aun los de nivel fisiológico "bajo" (placer físico), tienen siempre un significado moral, pues acontecen en un sujeto libre y lo enfrentan con bienes intencionales en los que su libertad está en juego. Una persona, por ejemplo, siente placer al comer, pero si está bien educada incorpora ese placer fisiológico al buen gusto culinario, a lo agradable de comer en familia, y si advierte, pongamos por caso, que cierto modo de comer molesta a otros, quizá puede decidir cambiar la modalidad de su conducta por amor a una amistad y no simplemente porque quizá los demás se enojarían con él provocándole un disgusto.

Las inclinaciones humanas incluyen siempre un ingrediente de placer cuando se cumplen, como se ha visto, pero en cuanto son indeterminadas y flexibles, necesitan ser educadas y "más determinadas" por las virtudes, y no por simple habituación, al modo animal. Cuando se tiene el hábito virtuoso de hacer algo, las operaciones correspondientes resultan más agradables, pues son más fáciles y naturales, y porque así el sujeto está más "connaturalizado" con el bien. Sobre la base de la tendencia universal antropológica a la amistad, por ejemplo, cada persona puede forjar muchas virtudes concretas –colaboración, trato, participación, ayuda, donación– y además lo hará mejor con los amigos escogidos, respecto a los cuales "sentirá" una inclinación adquirida –virtud– que, en definitiva, hace posible que plasme en su vida de modo concreto su inclinación antropológica de fondo a la convivencia con los demás. Lo mismo puede decirse de tantas relaciones naturales como son los vínculos familiares, sociales, con Dios, que así al plasmarse como virtudes dan más contento y se encauzan hacia la felicidad humana.

Los vicios, por el contrario, producen un efecto opuesto: connaturalizan a la persona hacia el mal y el desorden y llevan a que el individuo encuentre "más gustoso" hacer el mal, sólo que tal placer es desordenado y por tanto poco a poco va desgarrando el tejido de la personalidad humana, que así se orienta hacia su infelicidad, a menos que se corrija.

  1. Placer y moralidad

Evaluación ética del placer. El placer es bueno de suyo y natural, como vimos, pero no todo acto placentero es conveniente. En términos generales, un placer es nocivo si pertenece a un acto malo, o a un acto que produce un mal. El placer de una comida sabrosa es nocivo si daña a la salud. Como lo placentero de un acto es una motivación del obrar ("voy a hacer deporte porque me gusta, porque tengo ganas"), no siempre la motivación del "porque me gusta" es justificable, si bien lo es en muchos casos porque se presupone que el "gustar" manifiesta la apetición –deseo, querer– de un objeto amable y deleitable (bien en sí, no meramente útil).

Se ha de distinguir entre bienes naturales –físicos, intelectuales como las ciencias o las artes, etc. –, bienes útiles –en algunos casos económicos, o técnicos– y bienes morales, si bien estos últimos no son una especie separada de los anteriores, sino que constituyen una dimensión intrínseca de cualquier bien humano –natural, cultural, técnico, etc. – en tanto que depende de la libertad de la persona y debe usarse rectamente (orden moral[14]).

Según estas divisiones, un individuo podría negarse a un placer porque le priva de un bien natural, cosa legítima, aunque a veces sea opcional, como cuando un estudiante renuncia a un paseo agradable porque prefiere estudiar, o cuando alguien se priva de dulces por motivos de salud. La salud o el estudio son, en este caso, bienes naturales para el hombre. En otros casos, una persona renuncia a un bien agradable o lo pospone por motivos de utilidad, por ejemplo si alguien escoge un trabajo más duro o menos simpático porque está mejor pagado, o si uno no va al cine porque tiene que ir al dentista.

El bien moral es mucho más importante, antropológicamente, que cualquier otro tipo de bienes naturales o técnicos, porque si no se respeta no sólo hace que la persona sufra un mal físico, técnico, económico, etc., sino que se haga mala y desagradable como persona, con la misma voluntad desordenada en su raíz. Esto ocurre, por ejemplo, cuando la persona comete una injusticia, aunque con ella alcance un bien natural o técnico, por ejemplo, al robar exitosamente. Por consiguiente, un bien deleitable puede ser moralmente malo –desordenado– cuando se opta por él lesionando el recto orden moral de la vida personal.

Como vemos, el puro agrado o desagrado no puede ser una regla de moralidad, como tampoco los placeres son un signo inequívoco de salud o de que las cosas vayan bien técnica o económicamente. Alguien puede divertirse mucho haciendo turismo todo el tiempo, pero quizá está dañando su situación económica o sus estudios[15]. Por eso, un placer sexual[16] puede ser malo no sólo si daña a la salud, sino si se busca como un fin en sí separado de su orden intencional, pues así embrutece a la persona, como sucede por ejemplo con la práctica pornográfica[17]. En general el acto placentero es bueno o malo según el orden intencional en el que se inscribe y no tomado aisladamente, y será bueno o malo moralmente según el acto moral objetivo al que pertenece[18].

La gente suele estar muy atenta a no realizar actos que dañen su salud o su posición económica, por muy gustosos que sean –y si lo hacen por intemperancia, al menos reconocen fácilmente que se comportan mal–, y aceptan de buen grado privaciones en su búsqueda de bienes útiles. Pero no siempre todos están tan atentos a conducirse del mismo modo ante el bien moral, prefiriendo sus satisfacciones personales –egoísmo, ambiciones, afán de poder, hedonismo– al respeto de los bienes que los harían realmente felices. El desprecio sistemático del bien moral, salvo que se rectifique, conduce a la larga al desastre personal y provoca incontables sufrimientos propios y ajenos.

Gustos naturales y adquiridos. Las inclinaciones naturales se manifiestan como deseos cuya satisfacción ordenada, en cuanto implica la obtención de un bien, conlleva casi siempre un gusto (placer, gozo). Los deseos, sin embargo, se despiertan de modo consciente y determinado sólo ante la previa presencia cognitiva de objetos concretos. Por ejemplo, aunque el hombre tiene la tendencia a la amistad, sólo cuando conoce y trata a otras personas experimenta en acto el deseo de tener amigos.

Como la naturaleza se completa con la cultura, las inclinaciones naturales se "determinan" en modalidades culturales e históricas concretas, predisponiendo así a las personas a encontrar agrado en bienes con los que se han familiarizado por su educación y cultura. Por eso, por ejemplo, aunque es natural sentir agrado al comer y al beber, las personas sienten apetito y encuentran gusto en comer alimentos a los que el arte culinario de su familia o grupo social les ha habituado, y no gustan fácilmente de alimentos extraños. De alguna manera esto significa que los placeres naturales son "educados", y así se explica la diversidad de gustos adquiridos específicos que realizan o "encarnan" gustos naturales genéricos. Por ejemplo, el hombre gusta de estar en sociedad, pero a la vez prefiere un tipo de sociedad antes que otras. Cuando la inclinación, en cambio, no es natural, sino singular de algunas personas, genera gustos particulares que igualmente se modalizan culturalmente. Así es como a algunos les gustan especialmente las matemáticas, a otros la música, a otros la lectura, etc.

Cualquier tipo de gusto, natural o adquirido, responde a alguna inclinación natural o adquirida por educación o costumbre. El que gusta de la música "tiende" a escuchar música cuando puede. La inclinación natural podría llamarse también necesidad. Las necesidades fisiológicas estrictas tienen que ver con la conservación corpórea. Por eso su no-satisfacción es dolorosa –p. ej., el simple apetito se transforma en hambre– y al final, si se prolonga, acaba por enfermar o producir la muerte. Estas necesidades se sienten fisiológicamente de un modo compulsivo. Deben modularse con la razón –p. ej., poniendo orden en los modos y tiempos de comer, en los tipos de alimentos, etc., para atender así a la necesidad de nutrirse–, pero no pueden suprimirse. La misma naturaleza física impone ya un mínimo de orden y equilibrio de base, como son los ritmos de apetito y saciedad en el hambre y la sed, pero sobre ese mínimo la persona debe encontrar el modo de proveer a sus necesidades físicas básicas con el trabajo, la ciencia y las costumbres.

La tendencia sexual[19] manifiesta una especial compulsividad en sus activaciones, especialmente ante la presencia de su objeto intencional. No es una necesidad conservativa del cuerpo y por eso no produce un daño psicosomático cuando no es atendida en su aspecto fisiológico. Esta tendencia se ordena naturalmente al amor conyugal potencialmente procreativo y así debe integrarse con el nivel personal –amor personal, racionalidad, afectividad– que permite llegar a la elección y a la recta vida matrimonial. El hedonismo sexual consiste en buscar la auto-complacencia de la activación sexual al margen de esa ordenación personal[20]. Un caso extremo, ya citado anteriormente, pero significativo, es la pornografía.

Cuando las inclinaciones antropológicas de la persona son contrariadas –inclinaciones sociales, al trabajo, a la libertad, a la amistad, a la verdad, al amor a Dios–, el hombre al final experimenta dolor y malestar. Como esas inclinaciones son preservadas por el orden moral natural, la violación de ese orden –desamor, mentiras, robos, peleas, etc.– a la larga (o a la corta) produce incontables sufrimientos. Al contrario, la aceptación virtuosa de privaciones físicas o de otro orden por amor a los grandes bienes morales –Dios, amor al prójimo, familia, compromisos– es fuente de gozo y de paz porque da plenitud a la existencia humana.

Si una persona no está educada en las virtudes o desarrolla hábitos viciosos, puede sucederle que encuentre disgustosas las acciones nobles y buenas y que, al contrario, disfrute haciendo el mal. Así, alguien podría experimentar desagrado en dialogar, en perdonar, en saber agradecer, en realizar actos de servicio, mientras que el virtuoso normalmente realiza esos actos con gusto, aunque a veces puedan costarle, y cabe también que alguien se divierta molestando a los demás o encuentre una satisfacción en saciar su sed de venganza. Estas situaciones son indicativas de que esa persona no ha sido bien educada para amar, apreciar y gustar lo que vale la pena, y a odiar y percibir como desagradable lo que es malo en sí mismo.

En casos extremos, la fuerte radicación en un vicio puede movilizar toda la afectividad de la persona en función de sus deseos perversos, lo que suele provocar una especial compulsión y ansia afectiva, de modo que, por ejemplo, se siente inquieta, con muchos malestares, hasta que no ve cumplido el objetivo de su pasión desordenada o de su ambición. Esto nos demuestra hasta qué punto es necesario educar la afectividad e incluso educar los gustos conforme a las exigencias de la persona humana. Los defectos indicados pueden llegar a ser patológicos en algunos casos. Por ejemplo, sentir placer en el sadismo, o en actos crueles, o en perversiones sexuales, etc.

Templanza (Sertillanges 1946, 329-359; Pieper 1969, 113-226; Llano 2002, 65-88). El hombre no nace ordenado, sino que tiene que aprender a desarrollar sus capacidades y a realizar bien sus actos con la ayuda de la ciencia, las virtudes, las costumbres y la educación. Con respecto a los gustos, es evidente que en el marco de la complejidad de la vida nos vemos solicitados continuamente por múltiples bienes y necesidades de todo tipo, también en el plano afectivo –deseos y gustos–, y que no podemos atenderlos a todos. Ante cualquier solicitación agradable, cuesta decirle que no o inhibirla, aunque tantas veces es necesario. Por ejemplo, mientras trabajamos podemos vernos tentados a irnos a descansar antes de tiempo, o hemos de ir al médico aunque no tengamos ganas. La virtud con la que la persona modera sus gustos para secundarlos o inhibirlos según sea conveniente, en su modo, orden e intensidad, es la templanza. En el plano de la sexualidad es la virtud de la castidad.

La templanza es necesaria no sólo para ordenar la tendencia innata a apegarnos a lo agradable, sino porque todos los hombres experimentan cierta falta de armonía afectiva[21] y porque cuando se da rienda suelta sin más a la tendencia a lo agradable el carácter se ablanda mucho, la persona se vuelve caprichosa y así se producen muchos desórdenes en la vida. El individuo en este caso ya no es dueño de sí, sino que se ve llevado por gustos variados e inconstantes, o quizá por algún deseo obsesivo que puede transformarse en una dependencia afectiva a cosas o situaciones: avidez por las riquezas, pasión por el juego, etc.

Se puede actuar por muchos motivos: por deber, por caridad, por obediencia, por necesidad, por utilidad propia o ajena. Uno de ellos es el gusto (el "tener ganas"), como cuando uno da un paseo con un amigo por gusto o elección preferencial. Es éste un estímulo legítimo que la voluntad racional de la persona puede aprobar, a veces casi inconscientemente. Pero el puro gusto no puede ser una regla absoluta de vida,precisamente porque no todo gusto es conveniente. Por eso es necesaria la templanza. Además nuestros actos deben regularse por la ciencia, para saber hacer bien las cosas, y por la rectitud moral, para obrar en conformidad con los bienes fundamentales del hombre. Por otro lado, como en definitiva todo debe hacerse por amor, aun lo que cuesta, es deseable que en lo posible hagamos las cosas buenas gozosamente, porque esto es un signo del amor.

Lo propio de la templanza no es indicar lo que conviene hacer, pues para eso está la ciencia y la prudencia, sino adquirir un señorío sobre los propios gustos y placeres. No es simplemente inhibitoria. La templanza forja los gustos para que nuestra afectividad ante lo agradable esté en armonía con lo que amamos y queremos rectamente. La templanza lleva a inhibir gustos nocivos y modera los gustos buenos para que se actúen en los modos, intensidad y tiempos oportunos. Cuando conduce a evitar excesos se llama sobriedad o moderación (en el deporte, en las diversiones, en las lecturas, etc.). Pero la templanza no sólo pone frenos, sino que implica también saber disfrutar de las cosas buenas y no caer en la insensibilidad. Tiene una dimensión moral y otra educativa. La templanza es uno de los grandes objetivos de la educación y de la formación del carácter[22].

Algunos aspectos concretos de la templanza, entre los muchos que podrían señalarse, son:

- saber disfrutar de las cosas y no ser insensibles por activismo o preocupaciones;

- aprender a ser agradables con los demás;

- compartir los propios gustos y gozarse con las alegrías ajenas;

- aprender a alegrarse con las cosas realmente buenas y a dolerse de las que son objetivamente malas;

- en el trato con los demás, no querer complacerles absolutamente en todo sólo por "dependencia afectiva". Este punto exige fortaleza en las relaciones humanas, especialmente en los educadores;

- saber gozar de las cosas sin una excesiva dependencia o de modo obsesivo;

- no absolutizar los gustos, como si fueran necesidades improrrogables;

- saber renunciar a ciertos gustos con alegría, sin pena excesiva;

- no alimentar los gustos inconvenientes con los estímulos que los amplifican: recuerdos, imaginaciones, presentación de estímulos (es la tradicional "guarda de los sentidos" en el campo ascético);

- saber poner fin a las actividades agradables, sin prolongarlas más de la cuenta;

- aprender a esperar, sin lanzarse con urgencia a la satisfacción de lo que gusta.

Podríamos decir que la templanza busca una identificación natural entre la virtud completa personal y la afectividad de lo placentero. Las virtudes son la plenitud de la vida humana y por eso de suyo son gozosas, aunque el hombre tenga que atravesar por momentos de dificultad. Escribe Tomás de Aquino, basándose en Aristóteles: "en la virtud moral es de la máxima importancia que el hombre se goce de las cosas convenientes y que odie y se entristezca de las que no son convenientes (…) el agrado (delectatio) y la tristeza se extienden a todas las cosas de la vida humana y tienen una gran fuerza para que el hombre sea virtuoso y viva felizmente, cosa que no sucederá si se goza o entristece desordenadamente" (Tomás de Aquino, In X Ethic., lect. 1; cfr. Aristóteles, Etica a Nicómaco, X, 1172 a 21-22).

La templanza no es una técnica psicológica para dominar con cálculo nuestras pasiones y así alcanzar una serenidad de ánimo, porque de ser así esta virtud adquiriría un perfil egoísta. Llevaría, por ejemplo, a no entusiasmarse con nada para evitar desilusiones y a evitar así todo lo desagradable. Esto sería una pseudo-templanza, propia del modo sopesado en que el epicureísmo buscaba administrar los placeres, o del estoicismo que buscaba estados de ánimo racionales que estuvieran por encima de los placeres y dolores de esta vida. Tampoco es sustituible la templanza por un eventual control farmacológico de la afectividad. En el nivel inferior del bienestar fisiológico, ciertas disfunciones del placer pueden ser subsanadas por medios físicos, por ejemplo si alguien es inapetente o sufre de depresión. Esto es útil y hasta necesario. Pero esos medios sirven menos cuando está en juego la alegría propia de la persona que encuentra el bien en sus operaciones de amor y conocimiento[23].

La templanza no sólo frena placeres, sino que también supone saber gozar de la vida con alegría y optimismo (Martí García 2009). Son formas desviadas de la templanza, por tanto, las actitudes negativas que sólo insisten en las privaciones y que no se confrontan con los valores humanos positivos que son fuente de gozo. La virtud está en el justo medio entre extremos opuestos. En este caso, entre la búsqueda intemperante de placeres y el desprecio de los placeres y alegrías oportunos. No es virtud, por ejemplo, no alegrarse al encontrar a un amigo o al recibir una buena noticia.

Existen medios psicológicos naturales que ayudan a superar estados de ánimo que impiden disfrutar de la vida, como pueden ser un paseo por un bosque, una conversación relajada, un cambio de ocupación, una comida agradable con los amigos, un ambiente comprensivo y optimista, el buen humor. Estos recursos pueden incorporarse a la templanza cuando se integran con el entramado de las demás virtudes, sobre todo con la prudencia y la caridad. De este modo podemos ayudar a los demás a estar alegres y aprendemos a gozar de los bienes que más valen la pena, sin buscar, por ejemplo, falsos consuelos o pseudo-compensaciones afectivas. Un rato agradable levanta el ánimo, pero un gozo más consistente y duradero se encuentra sólo cuando la persona se adhiere a los verdaderos bienes de la existencia humana, señalados por el orden moral en sus múltiples dimensiones.

Por eso se puede decir también que forma parte de la templanza, unida en este caso a la virtud de la sabiduría, el no buscar en los bienes limitados y pasajeros una satisfacción total, porque en este caso desilusionan y producen tristeza, sin que esto signifique, por otra parte, despreciarlos. Se debe gozar sabiamente de los bienes contingentes de la vida y poner todo el ánimo en el gozo absoluto que está en la unión de la persona con Dios, en quien está la felicidad humana. Por eso no se debe buscar en esta vida una plenitud de satisfacción, ni siquiera pasajera, porque el hombre está hecho para la vida eterna en su unión a Dios[24]. Sobre este punto, naturalmente, la razón filosófica debe abrirse a la trascendencia de la fe en la revelación salvífica de Dios.

Se podría trazar como una línea ascendente en la búsqueda de lo que puede complacer a la persona humana en profundidad. La base material mínima es el bienestar fisiológico y material, necesario aunque pueda faltar, porque en la vida humana se da una mezcla de bienestar físico y de limitaciones, como la pobreza, las impotencias, las enfermedades, la vejez y la muerte. En un nivel más alto está la satisfacción o el contento que cada uno puede alcanzar cuando lleva una vida buena y virtuosa desarrollando sus talentos –en la medida de sus posibilidades– en la vida de unión con Dios, en el trabajo, en las relaciones sociales y en el amor humano –familia, amistades–, en la entrega a ideales y a los demás, contando con las dificultades de la vida con optimismo, sin agrandarlas en exceso y con una visión positiva de las cosas[25]. Una persona que vive de este modo sabe gozar de la vida –sabe también sufrir noblemente, con virtud, y así no se hace desgraciada– y tiene motivos para estar alegre las más de las veces (Llano 2002; Diener and Biswas-Diener 2008; Lyubomirsky 2008).

El nivel más alto de la complacencia de la vida está en la consecución del bien personal completo, tradicionalmente llamado felicidad. No estriba ésta en la auto-satisfacción de todos los deseos del individuo, ni en la serenidad psicológica del que espera poco de la vida, sino en el amor de donación a Dios y al prójimo. La felicidad que así puede alcanzarse en esta vida es imperfecta, pero real, y para el que es fiel a Dios le prepara para la felicidad completa que, a la luz de la fe cristiana, se alcanza en la unión definitiva a Dios y a los demás en la vida eterna.

 

Notas

[1] Para un estudio completo de la temática del placer puede consultarse Katz (2006). Este artículo contiene una amplia bibliografía referida principalmente al ámbito anglosajón.

[2] Este tema está ampliamente desarrollado en Aristóteles, Etica a Nicómaco, libros VII y X, y en Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, qq. 11 y 31-39, además de los comentarios a la Etica a Nicómaco del Estagirita. Para la cuestión del placer en los clásicos ver Gosling (1984) y Van Riel (2000). Sobre la cuestión en Aristóteles ver Wienman (2007), y en Tomás de Aquino ver Lambertino (2001, 55-75).

[3] La relatividad del placer puede deberse también a la condición del sujeto: no les gustan las mismas cosas a los niños y a los adultos, a los que tienen cierto carácter u otro, o a los que han recibido diversos tipos de educación cultural.

[4] Incluyo aquí y más adelante la terminología inglesa, usada con frecuencia en literatura actual anglosajona, para facilitar la comprensión de la numerosa bibliografía sobre estos temas.

[5] Para esto último, ver Denton (2009, 137-138, 181-224); para el apetito de sal, ibid. (2009, 125-147).

[6] Para este tema, véase Panksepp (1998).

[7] A veces "adicción" y "dependencia" se usan como sinónimos. Sin embargo, el término adicción connota más el aspecto motivacional, mientras que la dependencia física, en cierto uso riguroso del término, indica que el organismo se hace dependiente de cierta substancia para seguir funcionando normalmente. De todos modos, cuando la dependencia es también psicológica (por ejemplo, dependencia del sexo, dependencia emocional), el término es casi sinónimo de "adicción".

[8] Remito sobre este tema a Sanguineti (2007, 70-85).

[9] Cfr. Aristóteles, Etica a Nicómaco, IX, 1170 a 30 – b 5; X, 1175 a 16-18; Tomás de Aquino, In IX Ethic., lect. 11 y X Ethic., lect. 6.

[10] De un modo semejante Freud habla del "principio del placer y del displacer", en virtud del cual el fondo psíquico humano ("ello") tiende a obtener placer y huye de lo que trae displacer, si bien tal pulsión es moderada por el yo consciente de acuerdo con el "principio de realidad", que lleva a acomodar el impulso hedónico a las condiciones ofrecidas por el mundo exterior (Freud, 1943 y 1947; Lambertino 2001, 137-154; Llano 2002, 74-77). Sin embargo, la dinámica del placer en Freud es antropológicamente reductiva y deficiente en cuanto considera el placer –unilateralmente visto como sexual– como un fin en sí mismo al margen de sus objetos intencionales. Es problemática, por otro lado, la tendencia del viviente a la muerte, propuesta también por este autor.

[11] Suele distinguirse entre el bien deleitable y el bien honesto, que es el bien objetivo del obrar. Ambos aspectos están intrínsecamente relacionados, porque el bien objetivo humano es deleitable y, si es un bien definitivo y no útil, está en el orden de los fines incluyendo sus aspectos deleitables. A su vez, los bienes útiles están en función de los bienes definitivos. Por ejemplo, una medicina es un bien útil en función de la salud, que es un bien definitivo o un valor en sí mismo, objetivo (honesto) y deleitable, aunque no sea el fin último. Cfr. Tomás de Aquino, S. Th., I, q. 5, a. 6.

[12] La oposición placer-deber (kantiana) implica un dualismo extremo: por debajo estaría la vida orgánica con sus placeres "amorales" y por encima los "deberes racionales". Cumplir los deberes, de este modo, supondría reprimir el ámbito "meramente físico" de los placeres. Tenemos así dos posiciones filosóficas inadecuadas, con consecuencias nefastas para la educación y la moralidad: el rigorismo racionalista que ve en los placeres algo irrelevante, y el hedonismo que hace del placer subjetivizado un fin en sí mismo. Señala Tomás de Aquino que "el que se abstiene de todos los placeres aparte de la recta razón, casi como aborreciendo el placer como tal, es un insensible y un salvaje" (S. Th., II-II, q. 152, a. 2, ad 2) y que negarse al placer natural sin más, como si fuera algo negativo, es el vicio de la "insensibilidad" (S. Th., II- II, q. 142, a. 1).

[13] Según la terminología conductista, los condicionamientos resultan reforzados con el aprendizaje. El refuerzo positivo lleva a la repetición de una conducta de la que se sigue una gratificación; el refuerzo negativo conduce, en cambio, a repetir una conducta que provoca la desaparición de un evento desagradable (por ejemplo, cantar una canción para que un niño deje de llorar). El castigo, por su parte, es el mecanismo por el que un estímulo desagradable lleva a inhibir cierta conducta. Este esquema sirve para describir la conducta apetitiva elemental de algunos animales, pero al llegar al hombre cambia de sentido, por la presencia de la inteligencia y las motivaciones racional-voluntarias.

[14] El orden moral consiste en la ordenación de los actos humanos a los bienes o fines irrenunciables de la persona humana, como son, en definitiva, el amor a Dios, el amor y respeto a los demás y a sí mismo y el recto uso de las cosas en función de tales amores.

[15] Cfr., sobre el tema, Sertillanges (1946, pp. 52-73), Rodríguez Luño (2001, 168-174).

[16] De suyo el placer unido a la sexualidad ordenada es bueno. Tomás de Aquino llega a decir que en el estado de inocencia, previo al pecado original, el acto sexual era más placentero que ahora, porque acontecía en una naturaleza más pura y más sensible: S. Th., I, 98, a. 2, ad 3.

[17] La tendencia sexual se ordena a la unión matrimonial y a la procreación como acto personal creador de familia. Ver sobre este punto Rhonheimer (2000, 123-170).

[18] "El placer propio de la operación virtuosa es bueno, y el placer propio de la operación viciosa es malo": Tomás de Aquino, In X Ethic., lect. 8.

[19] Cfr. K. Wojtyla, Amore e responsabilità, en Woytyla (2003, 469-778, en especial 483-486, 498-523, 530-540 y 562-577); Colom y Requena (2012, 17-20, 24-26).

[20] Sobre la "revolución sexual", puede verse Colom y Requena (2012).

[21] La falta de armonía en los deseos suele llamarse concupiscencia en el ámbito teológico. Etimológicamente el término significa "deseo ardiente".

[22] La práctica cristiana de la mortificación tiene en buena medida la finalidad de habituar a la persona a saber privarse virtuosamente de lo que resulta agradable.

[23] Una terapia farmacológica podrá moderar una tendencia patológica a ciertos placeres, pero de suyo no hace crecer a la persona. Esto último sucede sólo cuando la persona mejora con el empeño de su libertad, poniendo en juego su voluntad y sus recursos intelectuales.

[24] La conciencia de la insuficiencia de los bienes finitos temporales es lo que impone el despego estoico y epicúreo ante los placeres de esta vida –por ejemplo, la actitud de "ataraxia" o indiferencia imperturbable del ánimo–, algo comprensible si no ve en qué cosa podría estar la felicidad humana vista como plenitud. El epicureísmo no es, como se cree popularmente, un ansia desenfrenada de placeres, sino al contrario, un cálculo para moderar mucho la búsqueda de lo agradable (contentarse con poco, evitar dolores, no complicarse, ser independientes).

[25] Fijarse de continuo en el lado negativo de las cosas, situaciones y personas –ser negativos– es un vicio contrario al buen vivir, porque deprime y hace infelices a los demás que están cerca. Se puede considerar a tal actitud como un vicio contrario a la templanza. Esto no significa ser insensibles ante el mal. Se puede vivir con humildad, sencillez y alegría en medio de privaciones, si el corazón humano se adhiere a los verdaderos bienes.

Bibliografía

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Sugerimos el siguiente modo de citar, que contiene los datos editoriales necesarios para la atribución de la obra a sus autores y su consulta, tal y como se encontraba en la red en el momento en que fue consultada:

Sanguineti, Juan José, El PLACER: PERSPECTIVA ANTROPOLÓGICA Y ÉTICA, en García, José Juan (director): Enciclopedia de Bioética.

Última modificación: Monday, 6 de July de 2020, 13:36