NEUROÉTICA. HACIA UNA NUEVA FILOSOFÍA DE LA NEUROCIENCIA

Autor: Luis E. Echarte


1. Origen y desarrollo de la Neuroética
2. Cuestiones metodológicas de fondo
3. Neurobiologicismo y Principialismo en Neuroética
4. De la psiquiatrización a la Medicina neuro-mejorativa
5. Neurocosmética y consumismo médico
6. Colapso de la Ciencia y de la Bioética
7. Claves ontológicas de la Neuroética
8. Verdades peligrosas y conciencia crepuscular
9. ¿Cambiarán nuestras vidas?
10. Límites biotecnológicos
11. Más allá de la naturaleza humana
12. Dios en la Neurociencia

Notas y Bibliografía

  1. Origen y desarrollo de la Neuroética

Introducir la historia de una disciplina es siempre una buena manera de empezar a explicarla. Pero además, en el caso de la Neuroética, dicha tarea resulta imperativa por la especial deriva que ha tomado dicho campo de la ciencia. Esa es la razón por la que, no solo el primero, sino todos los epígrafes de esta voz aluden a la dimensión temporal en la que están incardinadas toda una serie de discusiones en torno a la Neurociencia. No adelantaré conclusiones. A medida que avance en el texto, el lector irá encontrando más pistas sobre la particular importancia que tiene el tempo en el que se desarrolla y opera la Neuroética.

Anneliese A. Pontius es el primer autor que titula una investigación con el neologismo Neuroética. En este trabajo, publicado en 1973, se analizan los nuevos horizontes pero también de potenciales riesgos de las nuevas intervenciones sobre el sistema nervioso central en neonatos (1). Posteriormente, en 1989, será Ronald Cranford quien tome dicho término para hablar del neurólogo como consultor ético y de su papel en los comités de ética asistencial (2 y 3). Pero hay que esperar hasta 1999 para que aparezca el primer curso especializado en varias de las temáticas hoy generalizadamente asociadas a la Neuroética: dilemas éticos en torno a la investigación neurológica, al tratamiento de la información, y a la manipulación del sistema nervioso central (SNC), muerte cerebral, fisiología de la libertad y bases neurológicas de la moralidad. Este curso fue ofrecido por la Universidad de Pensilvania con el título Perspectives on Cognitive Neuroscience: Mind, Brain, and Society[1]. Tres años después, y tras lograr el patrocinio de la Greenwall Foundation (una institución que desde 1991 financia investigaciones en Bioética), será también la Universidad de Pensilvania quien organice el primer congreso nacional. Sin embargo, en el título elegido para el congreso, Bioethics and the Cognitive Neuroscience Revolution, todavía estaba ausente el término neuroética (4).

El más importante hito en la historia de la Neuroética acontece en San Francisco (California) y también en 2002, con la celebración del primer congreso mundial en Neuroética. El evento llevó por nombre Neuroethics, Mapping the field y fue auspiciado por la Universidades de Stanford y California. La idea inicial había sido presentarlo como el Primer Congreso Nacional, pero la propuesta de la Universidad de Pensilvania fue publicitada pocos días antes y la idea tuvo que ser abandonada. Los organizadores no se rindieron y vendieron la reunión como el Primer Congreso Mundial. Para justificarlo, incluyeron entre los ponentes de última hora a un profesor de la Universidad de Oxford (Inglaterra). La estratagema salió bien pues el congreso recibió mucho mayor eco mediático que su competidor. Sobre este asunto es interesante también destacar el papel crucial que, en Mapping the field, jugó la Dana Foundation. Ésta es una de las instituciones privadas que actualmente más dinero invierten en Neurociencia. Su apoyo supuso un verdadero impasse en lo que sería, a partir de entonces, la obtención de fondos públicos y privados orientados al desarrollo de una disciplina que era, hasta entonces, prácticamente desconocida. Y no solo eso; la Neuroética dejó de concernir exclusivamente a un pequeño grupo de bioeticistas y filósofos norteamericanos, para convertirse en una cuestión de primera magnitud para neurocientíficos, empresas y gobiernos.

Tras el congreso de San Francisco, grupos, cursos y reuniones científicas de temática similar surgieron a ambos lados del Atlántico. Entre ellos hay que destacar el congreso Neuroscience and Law, organizado en septiembre de 2003 en Washington D.C., y donde por primera vez confluyeron el entusiasmo y la capacidad económica de la Dana Foundation con el poder mediático de la American Association for the Advancement of Science. En efecto, la fiebre de la Neuroética había contagiado al grupo que edita Science,una de las revistas científicas internacionales más conocidas.

Por otra parte, la fundación en 2006 de la Neuroethics Society supondrá también un paso importante de cara a la creación de equipos de trabajo en Neuroética. Su éxito propició que, en 2010, debido al aumento de los miembros extranjeros entre sus filas, dicha comunidad pasara a denominarse International Neuroethics Society.

Actualmente existen numerosos programas de investigación en Neuroética. Entre los más prestigiosos está el Program in Neuroethics, ofertado por el Center for Biomedical Ethics, en la Universidad de Stanford, y dirigido hasta el 2007 por Judy Illes, una de las principales autoridades en Neuroética. La orientación de este equipo es principalmente biologicista y muy próxima a las posiciones eliminativistas defendidas por Patricia Churchland.

Otro centro de referencia, hermanado con el anterior, es el National Core for Neuroethics, de la Universidad de British Columbia, en Vancouver (Canadá). Allí precisamente se trasladó en 2007 Judy Illes con la misión de crearlo y dirigirlo.

También en Canadá se encuentra el Canada Research Chair in Biomedical Ethics and Ethical Theory, dirigido por otro de las grandes figuras en Neuroética, Walter Glannon. A diferencia de los dos grupos anteriores, el bagaje filosófico de los investigadores del grupo de Glannon es mucho mayor, además de que en él se defienden tesis menos utilitaristas.

En cuarto y no menos importante lugar, hay que destacar el ya mencionado Center for Neuroscience and Society de la Universidad de Pensilvania, en el que trabajan neuroeticistas de renombre como Steven Hyman, Paul R. Wolpe y Martha Farah. La formación de los miembros del Center for Neuroscience and Society es de calado científico, pero la mayor parte de ellos están imbuidos del Pragmatismo Principialista tan característico de la bioética autonomista norteamericana.

Fuera del ámbito norteamericano, está el Oxford Center for Neuroethics, dirigido por Julian Savulescu y Neil Levy, institución de índole principalmente filosófica. Savulescu, junto con Nick Bostrom, se encuentra entre los principales defensores de la corriente transhumanista, mientras que Levy es conocido, sobre todo, por su teoría de la Extended Mind.

Un último proyecto europeo que merece mención es de origen alemán: DISCOS (Disorders and Coherence of the Embodied Self). El equipo de investigadores que lo conforma, fuertemente interdisciplinar, está dirigido por Thomas Fuchs, psiquiatra y filósofo muy crítico con el enfoque positivista y pragmático de la Neuroética anglosajona. Por supuesto, otros muchos centros de investigación en Neuroética se están abriendo a la sombra de los anteriores, aunque la batuta de la actual Neuroética es hoy manejada, coordinadamente, por la Neuroética de la Costa Oeste norteamericana, marcadamente biologicista, y la Neuroética de la Costa Este, de espíritu autonomista.

De entre todas, la definición de Neuroética más ampliamente aceptada, quizá por ser la menos comprometida, es la que emerge del grupo de la Universidad de Pensilvania: la Neuroética es el conjunto de estudios que ponen en relación la Neurociencia con las Ciencias Sociales. En efecto, poco tiene que ver dicho enunciado con las raíces etimológicas de la noción de Neuroética. ¿Por qué entonces esta definición es la más aceptada? Ya hemos visto que dicha elección tiene que ver fundamentalmente con una determinada coyuntura social y con una muy bien pensada campaña publicitaria. Aún y todo, ¿merece la pena prorrogar la polémica sobre la conveniencia o no del término? Para responder a dicha cuestión he de introducir algunas claves más sobre la naturaleza y evolución del método y del objeto de este campo.

Parte de razón tenía Francis Harper –quien era director de la Dana Foundation en tiempos del congreso de San Francisco de 2002-, cuando afirmó que "puede usted llamarla como quiera, pero el tren de la Neuroética ya ha salido de la estación". El problema es que la de hoy no es ya la de entonces y el tren del que Harper hablaba, está apunto de descarrilar. La pregunta sobre si debemos continuar en dicho tren e intentar frenarlo o bajarnos aún en marcha, es ciertamente más pertinente que hace diez años.

El indudable éxito inicial del término Neuroética se ha transformado en pocos años en motivo de agria polémica. En el ámbito académico, un nombre es únicamente importante como marca en la medida en que sirve, primero, para cohesionar y, luego, como tarjeta de presentación de quienes comparten un mismo ideario. Lamentablemente, hoy el campo de la Neuroética no cumple con ninguno de estos dos requisitos. Al contrario, son más numerosas las voces que cuestionan el uso de dicha noción y, lo que es más grave, la legitimidad de la Neuroética como área de conocimiento. Veamos esta cuestión a partir de algunas de sus definiciones más discutidas.

Entre las más famosas fórmulas está la de William Safire -columnista del New York Times-, enunciada en el congreso de San Francisco de 2002: "El examen de lo que es correcto e incorrecto, bueno y malo, en el tratamiento, perfeccionamiento o -ya involuntaria, ya imprevisible- intromisión o manipulación del cerebro humano" (5). En la misma línea se encuentra la definición que ofrece Steven J. Marcus en la introducción de la publicación de las actas de dicho evento: "El estudio de las nuevas cuestiones morales y éticas relacionadas con la investigación y la aplicación de los nuevos avances logrados en Neurociencia, y de cómo los médicos, aseguradoras y gobiernos van a enfrentarse con éstos" (6).

No obstante, ya en el propio Mapping the field es posible encontrar formulaciones en las que la Neuroética se presenta como algo más que una Ética de la Neurociencia. Albert R. Jonsen, por ejemplo, distingue tres niveles cartográficos distintos: un primer nivel "tectónico", dedicado a las bases y fundamentos de la Neuroética; uno geográfico, sobre cuestiones de índole epistemológico; y por último, un nivel local, centrado en los problemas prácticos clásicamente vinculados a la Ética Clínica (7). Repárese que en los dos primeros niveles de este esquema se atienden cuestiones que ya no están directamente ligadas a la dimensión normativa de la Neurociencia -es decir, cómo aplicarla correctamente-, sino a la dimensión fáctica -cómo encajan los hallazgos neurocientíficos en nuestra manera de entender la realidad y, dentro de ella, al hombre-.

Apenas un año después, ya existe un buen grupo de autores unidos en su reclamación de un mayor protagonismo fáctico en Neuroética. Es el caso de J. Banja, director del Health Sciences & Clinical Ethics en la Emory University, para quien dicho campo representa "la contribución de las ciencias sobre el cerebro a nuestro conocimiento de la naturaleza del razonamiento moral y la conducta moral" (8). Similar idea aparece en The Ethical Brain, libro publicado en 2005 por el neurocientífico y divulgador Michael Gazzaniga: La Neuroética es "el examen de cómo queremos enfrentarnos con los problemas sociales de la enfermedad, la normalidad, la mortalidad, el estilo de vida, y la filosofía de vida, atendiendo a nuestra comprensión de los mecanismos cerebrales subyacentes" (9). Para Gazzaniga, lo que debe primar en la Neuroética es la investigación sobre cómo cambia la Neurociencia nuestra comprensión del fenómeno humano y qué efectos se derivan de dicho cambio.

Otros autores apuestan por la vía intermedia. Es el caso de Adina L. Roskies, quien en Neuroethics for the new millenium, artículo de 2002 publicado en Neuron, defiende la doble vertiente neuroética: la Ética de la Neurociencia y la Neurociencia de la Ética (10). Su definición es una de las más citadas y, seguramente, la que mejor refleja el parecer general de quienes identifican su investigación dentro del campo de la Neuroética.

Presentadas las principales definiciones de Neuroética y los grupos de investigación fundacionales, queda ahora ir pormenorizando cada una de las temáticas que configuran dicha área. En esta empresa hay riesgos. Por un lado, cuestiones típicas como las vinculadas a la racionalidad, a la libertad o a la identidad, no son exclusivas de la Neuroética, ni siquiera lo es el aura experimental desde la que se abordan. Esto es un inconveniente para la exposición temática, ya que induce al lector a pensar que las cuestiones tratadas tienen más que ver con los debates surgidos en un grupo de autores, reunidos por motivos coyunturales, que con singulares problemas o específicos métodos de conocimiento. Aunque nada despreciable hay en ello, dicha apreciación no es del todo correcta. Como mostraré, en la Neuroética subyace algo más que la oportunidad científica: hay también en ella un ideario netamente filosófico sobre lo que es la realidad y, en especial, el sistema nervioso central.

Por la razón que acabo de esgrimir, mi intención con esta voz no es mostrar sin más las principales polémicas neuroéticas sino, a través de ellas, hacer visible el hilo conductor que explica su aparición y las conecta unas con otras.

En el epígrafe segundo cuestiono la autonomía de la Neuroética, otra forma de hacer entender el peculiar carácter del que acabo de hacer mención, en parte para atacarlo y en parte para defenderlo.

En el tercer epígrafe estudio la colisión de ideas del Neurobiologicismo con las del Principialismo, de la que eclosionará la Neuroética.

En los epígrafes cuarto y quinto considero algunas de las consecuencias prácticas que tiene dicho encuentro en los estilos de vida del occidental: la medicalización, el mejoramiento médico y la medicina cosmética. Dichas consecuencias conforman, no casualmente, tres grandes objetos de estudio de la Neuroética.

En los epígrafes sexto y séptimo argumento cómo dicha colisión acaba en el matrimonio entre el Neurobiologicismo y el Principialismo. Advierto además de las nuevas ideas que surgen de dicha fusión y que suponen, entre otras cosas, el colapso de la ciencia y de la ética, tal como hoy las conocemos, así como una nueva Teoría del hombre, muy ligada al enfoque del Neopragmatismo relativista.

En los epígrafes octavo y noveno presento las tesis compatibilistas que, en Neuroética, son frecuentemente utilizadas para defender la inocuidad de los nuevos planteamientos. Cuatro argumentos distintos me sirven para refutar tal defensa y afirmar lo contrario. En mi opinión, la triple creencia de que el hombre es su cerebro, de que el cerebro es una realidad puramente mecánica, y de que es posible la separación entre el conocimiento objetivo y la vida práctica, sí cambiará nuestros estilos de vida.

En los dos siguientes epígrafes doy paso al Transhumanismo, al que también se concede eco en los foros de la Neuroética. Sus seguidores reconocen que la vida del ser humano cambiará radicalmente si la visión de la Neuroética arraiga en la sociedad, aunque no juzgan que haya nada malo en tal cambio. También critico este optimismo apelando, primeramente, a la idea de trasfondo y, en segundo lugar, a la noción clásica de Naturaleza que, en mi opinión, el Transhumanismo y la Neuroética han olvidado, y no tanto refutado.

El último y duodécimo epígrafe está dedicado a valorar la doble ruptura que propicia la Neuroética: la de la relación entre el avance científico y el progreso social, y la de la relación entre la coherencia y la significatividad del mundo vital. Defiendo que estos dos divorcios inducen, a mi parecer, una existencia desestructurada y angustiosa y, por causa de ello, también cada vez más fuertes adicciones, ya de por sí inherentes en una sociedad en la que el cuerpo humano es concebido y manipulado como una mera máquina. Además, en esta misma clave debe ser contextualizo el problema de Dios en Neuroética, entendido como concepto regulador a la espera de ser sustituido por nuevos credos. Como no podía ser de otra manera, la fe en la Neurociencia es el candidato que presenta la Neuroética en sustitución de la religión. Así se refleja en su actual proceso de mitificación y en las tan en boga utopías transhumanistas que de tal proceso emergen. No obstante, cuestiono la viabilidad de dicha sustitución con razonamientos de orden práctico, y vaticino el oscurantismo al que puede dar lugar el retorno de los mitos, especialmente cuando los de carácter científico -siempre tan provisionales- sean sustituidos por otros explícitamente cosméticos. Finalmente, concluyo mi discurso ofreciendo una alternativa a tan negativo panorama. Para ello, trato de recuperar y renovar la doble relación ciencia-sociedad y sentido-verdad en lo que he venido a denominar Teoría de la narrativa trascendental.

  1. Cuestiones metodológicas de fondo

 

La primera discusión que merecen ser evaluadas por su carácter marco es la que versa sobre la autonomía de la Neuroética. Varias objeciones se presentan a este respecto. En primer lugar, clásicamente viene atribuyéndose a la Ética Médica y a la Bioética el estudio del correcto uso y aplicación de los conocimientos biosanitarios. Crear una Neuroética no pareciera tener mayor razón de ser que crear, por ejemplo, una cardioética o una oftalmoética. Lo mismo puede criticarse respecto de la dimensión fáctica de la Neuroética. Mucho más antiguas áreas del saber se han ocupado antes que ella del estudio del hombre en tanto que realidad material y, a la vez, susceptible de acciones morales. ¿Por qué crear la Neuroética o derivados como el Neuromarketing, la Neuroestética o la Neuroteología, también hoy muy de moda en el ámbito experimental? El prefijo neuro se presenta en todos ellos como el mínimo común denominador en unos campos en los que ni objeto ni método guardan similitudes. Podría alegarse que la aproximación neurocientífica, o mejor, que su método, es lo esencial en todas ellas. Pero entonces, ¿por qué no etiquetarlas simplemente como investigaciones en Neurociencia? Son pocos los que defienden esta última postura, dado el origen y carácter multidisciplinar e interdisciplinar de la Neuroética. De alguna forma habría que diferenciar los subcampos de tan basta área. Por otra parte, no hay que olvidar que fueron la complejidad del SNC y de los propios eventos psíquicos los que principalmente propiciaron el interés de la Neurociencia por otros métodos y enfoques. Reducir la Neuroética al método experimental es cercenar su proyección, esto es, limitar a la mínima expresión toda expectativa sobre lo que un investigador honesto y prudente estaría dispuesto a aseverar acerca del hecho moral, estético o religioso.

A pesar de lo arriba expuesto, el argumento sobre la pluralidad metodológica de la Neuroética puede también utilizarse para defender su autonomía. Es cierto que definir una disciplina como interdisciplinar es desdibujar sus métodos y objeto, pero también implica denunciar la insuficiencia de los enfoques unidimensionales tradicionales. Puede decirse en este sentido que la propuesta interdisciplinar perfila el objeto de conocimiento mejor que sus predecesoras, al presentarlo en una complejidad mayor de lo que se sospechaba. Es cierto que el objeto se define de manera negativa -lo que todavía no es conocido, ni va a serlo si se sigue manteniendo un único enfoque-, pero también hay que reconocer que la constatación de la ignorancia es considerada ya desde Sócrates un gran saber.

La controversia no es gratuita ni evitable. Conforme la Neurociencia ha ido madurando, la necesidad de la interdisciplinariedad ha sido más y más evidente para sus investigadores. Enunciaré cuatro razones principales que justifican, respecto de otros órganos del cuerpo humano, la singularidad de lo neuronal.

En primer lugar, la complejidad del sistema nervioso: en nuestro cerebro hay tantas neuronas como galaxias en el universo conocido y, lo que es más importante, su modo de funcionar depende del número y tipo de interconexiones con otras neuronas. En un cerebro normal se calcula que hay en torno a 1014 conexiones sinápticas.

En segundo lugar, el cerebro manifiesta propiedades de red, lo que quiere decir que su comportamiento no puede comprenderse exclusivamente a través del progresivo análisis de sus módulos anatómicos o funcionales (la denominada aproximación modular), sino que hay propiedades neuronales que dependen del sistema nervioso en tanto que totalidad. Esto significa que para conocer las causas de dichas propiedades, el investigador ha de ir del todo a la parte y no al revés, como es más habitual en el procedimiento analítico de la ciencia experimental. Consecuentemente, presentándose el todo neuronal de manera tan inconmensurable, es lógico que el investigador se enfrente al conocimiento de las propiedades de red neuronales como uno de los mayores retos científicos imaginables.

En tercer lugar, la plasticidad neuronal: desde que el tubo neural comienza a formarse en la fase embrionaria, la proliferación y estructura del tejido nervioso es estímulo-dependiente. Esto implica que los cerebros de dos humanos adultos son significativamente diferentes, no solo a nivel estructural, sino también funcional, una característica que complica aún más el abordaje experimental. No olvidemos que el método empírico está basado en la reproductibilidad de las condiciones de partida de un experimento. Se explica por ello que la estadística se haya convertido en la amiga fiel de la Neurociencia. El problema es que el cerebro está lleno de peculiaridades que resultan esenciales para definir el sistema en su conjunto.

En cuarto y último lugar, hay que mencionar el debate clásico, pero todavía muy vivo, de la relación cerebro/psique. ¿Es una división real? Si lo es, ¿qué tipo de leyes rigen ambos mundos? ¿Guardan el fenómeno psíquico y las dinámicas neuronales relaciones de tipo causal? ¿Es el primero un epifenómeno de las segundas? ¿Son ambos fenómenos diferentes propiedades de una misma realidad? El debate no es irrelevante para una comunidad científica que, en sus experimentos, desea integrar experiencias humanas tan fundamentales y a la vez tan complejas como la de valor, la de responsabilidad o la de verdad.

En definitiva, los cuatro obstáculos acabados de presentar en el estudio del SNC son lo suficientemente relevantes como para entender y aceptar, primero, la necesidad de una aún mayor apertura metodológica de la Neurociencia y, segundo, la creación de disciplinas ocupadas en superar dicha singularidad de lo neural. Esta doble necesidad hace del término propuesto por la Neuroscience and Society la mejor opción para describir las actividades que se atribuyen actualmente a la Neuroética. Por desgracia, ni en dicho grupo ni en la alianza Stanford-California, el diálogo interdisciplinar ha logrado realmente prosperar por causa de unas premisas de partida y unos malentendidos que han cerrado a la Neuroética sobre sí misma.

Continuando con el tema de la autonomía de la Neuroética, es posible mencionar algunos otros argumentos además del de la singularidad de lo neural, aunque de índole más coyuntural. En primer lugar, sólo cuando entificamos las disciplinas tradicionales, es decir, cuando las pensamos en tanto que ellas mismas y no como producto natural de la conjunción entre el avance científico y el progreso social, caemos en la tentación de mirar con reticencia las de nueva aparición. Pero hay tanta razón para sospechar de la Neuroética como de la también novedosa cirugía cardiopediátrica. También en este último caso podríamos preguntarnos por qué existen estas dos y no la cirugía oftalmopediátrica. Hay razones relacionadas con el crecimiento de un determinado subcampo, pero también otras circunstanciales relacionadas con las modas profesionales y con las expectativas sociales. Circunstancial no significa irrelevante, por lo menos en la consolidación de un nuevo campo de conocimiento. Después de todo, la ciencia también está al servicio de la sociedad y debe tratar de satisfacer las particulares inquietudes que surgen en cada momento histórico. Aplicando este discurso al campo que nos ocupa, pocos estarán dispuestos a discutir que hoy haya una disciplina más de moda y que levante tantas expectativas como la Neurociencia. Incluso si no existieran nuevos datos o teorías que justificaran la reapertura del clásico debate cuerpo-mente, solo la preocupación que hoy existe a pie de calle relacionada con el papel del cerebro en la identidad humana, en la libertad, en la racionalidad o en la religión, bastaría para justificar un área dedicada a ofrecer respuestas.

Otra importante clave para entender la novedad y el valor de la Neuroética es que son primeramente científicos y no filósofos los que se están preguntando por el clásico problema cuerpo-psique. Fueron justamente los primeros los que encumbraron el neologismo Neuroética y son ellos los anfitriones y promotores del diálogo interdisciplinar. Este hecho tiene un extraordinario valor pues supone la creación de foros de discusión enormemente fértiles. Thomas Kuhn explica la razón en los siguientes términos: "En condiciones normales, el investigador de ciencias no innova sino resuelve puzles, y los puzles a los que presta atención son esos que considera que puede abordar y solucionar dentro de la existente tradición científica" (11). Ahora bien, Kuhn también identifica momentos en los que la ciencia tiene que asumir estados de excepcionalidad: esos relacionados con la presencia de paradigmas científicos manifiestamente obsoletos. "Es, en mi opinión, particularmente en periodos de crisis reconocida, cuando el científico tiene que desviar su atención hacia el análisis filosófico como instrumento con el que descifrar los acertijos de su campo" (12). Probablemente, y no temo exagerar, uno de los más claros ejemplos del estado de excepción definido por Kuhn es ése en el que se encuentra hoy la Neurociencia.

Repárese en que la singularidad de lo neural no remite únicamente a problemas prácticos, sino a dilemas categoriales que introducen tal ruido en el diseño de los modelos experimentales que hacen imposible su validación. Este problema es relativamente reciente y está estrechamente relacionado con el avance de las nuevas técnicas de neuroimagen. Ha sido gracias a herramientas como la resonancia magnética funcional (fMRI) -de carácter no invasivo y capaz de mostrar el funcionamiento del cerebro in vivo-, que los neurocientíficos han creído estar más preparados que nunca para abordar con seriedad el proyecto de entender e integrar en un mismo paradigma las leyes que gobiernan el mundo de lo físico y de lo psíquico. Aún más, de entender la conducta característica de los seres racionales y libres[2]. Y es con el acometimiento de dicha empresa, cuando han comenzado también ha ser verdaderamente conscientes de la magnitud del problema filosófico que la acompaña.

Donald Davidson sintetiza en cuatro enunciados el problema asociado a buscar una teoría unificada de la relación cuerpo-psique: "No podemos hablar de la existencia de estrictas leyes psicofísicas a causa de los dispares compromisos a que están sujetos los esquemas mentales y físicos. Es una característica de la realidad física que lo físico pueda ser explicado por leyes que lo conecten con otros cambios y condiciones físicamente descritos. Es una característica de lo mental que la atribución del fenómeno mental sea responsabilidad del background de razones, creencias e intenciones del individuo" (14). En pocos campos se entienden hoy mejor las tesis de Davidson que en el de la Neurociencia. Si tanto el mundo físico como el psíquico guardan fidelidad y se fundan en sus propias evidencias, ¿cómo establecer estrechas conexiones entre ambos? ¿Cómo conectar causalmente (si no reducir) una descripción psíquica -que surge y tiene solo sentido en el contexto mental-, con teorías sobre interacciones neuronales? La paradoja se capta mejor si se formula al revés: ¿cómo definir un fenómeno físico a través de enunciados intencionales? La respuesta a estos interrogantes conduce a Davidson a avalar la utilidad y autonomía de las ciencias sociales respecto de las ciencias experimentales (15). Así también lo han entendido muchos neurocientíficos al abrir sus investigaciones experimentales a la Filosofía, a la Economía, a la Religión, entre otras disciplinas. Y sin duda, el origen de la Neuroética es una de las más interesantes manifestaciones de dicho proceso de apertura.

Que sean los científicos los que lleven la iniciativa en la investigación interdisciplinar representa una ventaja para el desarrollo de todo tipo de conocimiento y también para la sociedad. Porque, como escribe Kuhn, lo normal es que, a diferencia del resto de intelectuales, "los científicos no estén interesados o necesitados en hacer de filósofos" (12)[3]. Lo que impulsa el estado de excepcionalidad de la ciencia son las iniciativas que fomentan la construcción de una teoría-marco que integre el conjunto de disciplinas existentes. Dichas iniciativas suponen una constante actualización de la cosmovisión vigente, iniciativas que también provocan que ésta llegue a percibirse como obsoleta o, lo que es peor, difusa hasta parecer ausente. Porque el ocaso del paradigma vigente es un mal endémico al avance científico, ciertamente, pero no su contrario. La devaluación de un paradigma no está necesariamente asociada al establecimiento de uno nuevo y mejor. En sociedades como la Occidental, donde la investigación avanza frenéticamente gracias a la hiper-especialización (provocando un perjudicial aislamiento de los campos de conocimiento y una desconexión entre ciencia y sociedad), los nuevos hallazgos aportan más ruido científico que potencial explicativo (17). ¿Se puede denominar a esto avance científico? Solo si entendemos por avance el reconocimiento de cuán débil puede llegar a ser la teoría-marco vigente.

Cerremos el epígrafe con otra tesis de Kuhn, esta vez para apelar al tempo de los cambios de paradigma. Según este reconocido filósofo de la ciencia, si repasamos la historia de la ciencia observaremos que la sustitución de un paradigma científico suele manifestarse de manera abrupta y omnipresente. ¿Está ocurriendo algo parecido con las ciencias de lo neural? ¿Han cambiado drásticamente e influido con sus cambios a todos los ámbitos humanos? Así opina Paul R. Wolpe, para quien la Neurociencia "está transformando nuestra capacidad para entender e intervenir en el cerebro, […] redefiniendo nuestra experiencia del yo y de las relaciones cerebro-cuerpo, así como evocando toda una serie de nuevas cuestiones éticas y sociales" (18). Las preguntas más profundas y globales son servidas en la bandeja de la Neurociencia: ¿yo soy mi cerebro; es él el que actúa; cabe la libertad con él; se encuentra el alma o Dios dentro de mi cabeza; es posible reducir el bien, la verdad o la belleza a fenómenos neuronales? Las preguntas existenciales, totalizantes, son siempre parecidas, pero no siempre es parecido el interés de la sociedad y de la comunidad científica por dichas preguntas (19). Ahora bien, dichos cambios en la actitud contemporánea, ¿responden realmente a un cambio de paradigma científico o solo a una revolución cultural? En el caso de la Neuroética, dicha pregunta no es relevante pues, como argumentará a continuación, lo segundo está causando lo primero y, además, a pasos acelerados.

  1. Neurobiologicismo y Principialismo en Neuroética

Anuncié en el epígrafe anterior que, en Neuroética, el diálogo interdisciplinar se vio, casi desde su inicio, truncado. Trataré de argumentar, a continuación, que entre las principales causas está la herencia recibida de las dos principales áreas que sirvieron para su constitución: la Neurociencia y la Bioética. También éstas fueron fundadas en el espíritu de la investigación interdisciplinar, y tampoco en ellas se logró crear equipos realmente plurales.

La Neurociencia, desde muy temprano, fomentó la colaboración entre especialistas pero, habitualmente, en campos en los que se utilizaba exclusivamente el método experimental. De hecho, los primeros grupos estuvieron formados por neurobiólogos, neurofisiólogos, neuroanatomistas y neurofarmacólogos. Se tardó casi una década en que la Neurociencia comenzara a incluir entre sus filas a especialistas de las llamadas Ciencias Cognitivas: psicobiólogos, psicosociólogos, lingüistas, programadores, ingenieros en Inteligencia Articial, etc. Y todavía más reciente es la colaboración de los psiquiatras, pero no de todos, sino de aquellos que trabajan en la rama más biológica de la Psiquiatría. La escuela fenomenológica de la Psiquiatría, por no hablar de la Filosofía analítica, de la Filosofía del Lenguaje, de la Teoría del Conocimiento, o incluso de la Metafísica, permanecen todavía demasiado ajenas a la Neurociencia.

Algo parecido ha ocurrido con los comités consultores en Bioética del ámbito biosanitario, aunque ya en los objetivos fundacionales del Hastings Center (1969) y del Kennedy Institute (1972) se hacía mención a la necesidad de la interdisciplinariedad. En la práctica, los comités de ética asistencial creados -que no comenzaron a tener presencia real en el ámbito hospitalario hasta bien entrada la década de 1990- apenas contaban con profesionales no médicos entre sus filas. Por otro lado, y también en torno a los años ochenta, aparece otra Bioética, netamente teórica, llevada de la mano de filósofos, abogados y economistas, entre otros. Ésta también adolecía de una actitud abierta al diálogo, en este caso para con la Ciencia. Tendremos que esperar a 1996 para encontrar la primera iniciativa que trató de remediar dicha separación entre una Bioética práctica y otra teórica: el National Bioethics Advisory Commission, creado por Bill Clinton y luego sustituido, en 2001, por The President's Council on Bioethics a petición de George W. Bush (20)[4]. Hay que decir, sin embargo, que los lobbies políticos y económicos han acabado ejerciendo tanta influencia en dicho comité que ha perdido gran parte de la autoridad internacional de la que gozó en sus inicios. En todo caso, gracias a proyectos como éste, los comités de ética asistencial están hoy más en contacto con la Bioética académica. En otras palabras, parecía haberse conseguido una mayor y real interdisciplinariedad en Bioética. Con todo, hay también peros en lo que respecta a la Bioética contemporánea pues la que es hoy la corriente hegemónica, la que ha logrado traspasar el umbral hospitalario, el Principialismo, es también la responsable de discusiones cada vez más y más estériles.

Si la interdisciplinariedad no ha terminado de cuajar, ni en la Neurociencia ni en la Bioética, es porque el Neurobiologicismo -de ideario positivista-, y el Principialismo -de ideario autonomista-, se han hecho respectivamente fuertes en ellas. Prueba de ello son, como mencioné en el apartado anterior, la Neuroética de la Costa Oeste de tradición neurocientífica, y la de la Costa Este, originada en los foros bioéticos.

Introduzcamos primeramente la propuesta neurobiologicista para luego pasar a examinar su influencia en la Neuroética. En su enfoque, la realidad del SNC es reducida al marco explicativo de los postulados evolucionistas: todo se explica por causalidad -física o eficiente- y por casualidad -selectiva-. En este esquema inclúyanse también los eventos mentales que, como los puramente físicos, van a ser evaluados con criterios estrictamente funcionales. Por ejemplo, los estados anímicos que posibilitan la adaptación al medio son los saludables y, los que no, los patológicos. Por supuesto, desde este esquema funcionalista no hay un estado saludable o de normalidad per se, como tampoco la supervivencia en sí misma posee normatividad ontológica alguna. Lo normal depende esencialmente del medio, como la vida es únicamente valiosa en tanto que hay un agente que desea la supervivencia. Repárese que, en este clima positivista, comienza a fraguarse el desinterés por las aproximaciones más alejadas del marco experimental en las que, si acaso, el científico estará predispuesto a traducirlas al lenguaje neuronal más que a aprender de ellas.

Un signo que refleja la todavía presente actitud reduccionista de fondo de la Neurociencia es el éxito que está teniendo el eliminativismo materialista; paradójicamente, de las pocas propuestas filosóficas que han cuajado en las organizaciones neurocientíficas. Esta teoría, desarrollada principalmente por Patricia Churchland, se enmarca dentro de las llamadas Teorías de la Identidad de lo mental (Identity Theories of Mind) o simplemente Teorías de la Identidad mente-cerebro. En éstas se defienden, resumidamente, que los eventos mentales son idénticos a los eventos físicos que observamos de ellos en el cerebro. Así por ejemplo, los enunciados sobre el dolor y sobre la activación de las fibras c nerviosas son considerados como descripciones que hacen referencia a la misma realidad (21). No obstante, el eliminativismo va más allá al otorgar primacía a las descripciones neurológicas sobre las psicológicas. En consecuencia, se propone un futuro en el que el lenguaje científico irá progresivamente abandonando los conceptos mentales. Porque términos como creencia, deseo o intención, pertenecientes a la denominada psicología popular (Folk Psychology) son, según el eliminativismo, meros modos ilusorios, míticos, de nombrar la realidad, rudimentarias estratagemas para sobrevivir. Por ello, a medida que progresen las ciencias cognitivas y no sean necesarios dichos términos para manipular la realidad, el eliminativismo prevé que lo normal y conveniente sea que caigan en el olvido (22).

No es extraño que, en el clima biologicista de la Neurociencia, el eliminativismo haya sido tan bien recibido, pues más que interferir en las discusiones de campo, lo que hace es justificar las opiniones reduccionistas del neurólogo e instarle a continuar con su trabajo. No hay medias tintas: son los filósofos, los economistas, los políticos o los artistas los que tienen que aprender Neurociencia y no al revés. En fin, el materialismo eliminativista promueve esa creencia de la que se queja MacIntyre cuando escribe que "para algunos, la Filosofía es una de esas cosas que pueden ser dejadas atrás. Como el acné".

Una cosa es lo teórico y otra lo práctico. El eliminativismo reconoce que todavía no ha llegado el tiempo prometido, por lo que la interacción interdisciplinar todavía resulta una necesidad, aunque siempre desde la verticalidad. La Neurociencia debe saberse superior a cualquier otra rama del conocimiento y empeñarse por traducirlo al lenguaje de la neurofisiología. Huelga decir que este modo de apertura interdisciplinar es francamente tendencioso y acaba generando hostilidad y abandono entre los participantes. Otro signo de la sospechosa bienvenida que ha dado la Neurociencia al eliminativismo es el hecho de que, siendo la segunda una teoría eminentemente filosófica, haya recibido tantos elogios y argumentaciones en su defensa en el ámbito experimental. Contrástese con las numerosas críticas y rechazos que ha despertado en el ámbito filosófico. Naturalistas como John R. Searle, pragmatistas de la talla de Willard V. Quine, o funcionalistas como Jerry Fodor y Hilary Putnam, han formulado serias objeciones al eliminativismo.

Dirijamos ahora nuestra atención hacia el actual pragmatismo en el que parece sumida la bioética y, especialmente, la que hoy sirve de espejo en el mundo desarrollado, la de la Costa Este de Estados Unidos. La mayor parte de losmanuales contemporáneos de Ética Médica citan y desarrollan el Principialismo, tal como fue formulado por primera vez por Beauchamp y Childress en 1979. El principal axioma de esta teoría es que la Bioética se construye y evoluciona con el pulso de los tiempos. Con esto no quiere decirse que esté fundada en el aire, sino en unos pocos pero sólidos principios que, en expresión de Beauchamp y Childress, son incuestionables para toda persona que se considere moralmente seria (23). En dicha clave hay que situar el valor que en la actualidad, tanto en la investigación como en el ámbito asistencial, se concede al consenso médico y a la ética de mínimos. Por otro lado, es comprensible que, en dicho marco constructivista, el Principialismo haya sido bien acogido pues responde a la ambivalencia moral de la posmodernidad. Los principios de esta teoría son cuatro, pero en la práctica, solo uno, el de autonomía, ha ido ocupando progresivamente los puestos más altos en la escala de valores. Eso sí, sin un reconocimiento explícito del precio pagado: el abandono de la objetividad. Paso a explicar este asunto.

A pesar de los buenos propósitos y de las apariencias, tanto la coherencia interna del discurso como sus consecuencias prácticas descubren cuán desamparada queda la noción de verdad en el Principialismo. Y es que, la incuestionabilidad de sus cuatro principios viene a fundarse, si se reflexiona con detenimiento, en un consenso inicial que es tomado ingenuamente como universal por ser evidente para todo ser humano racional y razonable. Se comete así un doble error: primero, el identificar lo evidente con lo cierto y, segundo, el extrapolar lo que muchos aceptan a lo que todos aceptan.

Introduzco aquí, como paréntesis, una aclaración. Lo cierto refiere a lo real mientras que lo evidente refiere al estado psicológico por que tendemos a creer que algo es cierto. Pero no necesariamente toda evidencia (lo que los clásicos denominaban apariencias) es cierta, ni toda certeza axiomática es inmediatamente convincente. Lo que es evidente para Sherlock Holmes, muchas veces no lo es tanto para el Dr. Watson. El Principialismo toma como punto de partida unas evidencias que, en efecto, crean el consenso necesario para poder iniciar un diálogo, pero un diálogo que la experiencia demuestra que se produce únicamente en los países de influencia occidental, donde valores como la libertad, la igualdad o la solidaridad son comúnmente aceptados. El fracaso del Principialismo para crear una bioética transcultural es buena prueba de ello. No puede ser de otra manera cuando hace partir su discurso de evidencias y no de razones axiológicas.

El Principialismo adolece de un segundo talón de Aquiles. Al fundarse los cuatro principios en evidencias, no hay un criterio claro sobre cuál debiera primar sobre el resto, por lo que, a la hora de combinarlos en una situación concreta, factores arbitrarios terminan por determinar la decisión moral final. En suma, el consenso inicial logrado en la ética de mínimos acaba siendo de muy corto recorrido, pues apenas sirve para llegar a acuerdos sobre las dificultades morales más sencillas.

Esto trae consecuencias importantes también en lo que a la interdisciplinariedad se refiere. La razón es que el diálogo entre distintos especialistas y entre diferentes equipos interdisciplinares sucumbe ahogado en los interminables y vanos esfuerzos por superar una subjetividad que se encuentra ya en la raíz de la metodología empleada por sus investigadores. Es coherente con dicha situación que la forma de superar dichos obstáculos, consciente o inconscientemente, sea la de adoptar una actitud pragmática, en el sentido más relativista del término; esto es, la de conceder hegemonía al principio de autonomía sobre el resto de los principios. En otras palabras, el paciente de cada caso es quien tiene la última palabra sobre lo que le conviene, como el investigador de cada equipo interdisciplinar es quien tiene la última palabra en relación con lo que es cierto. En este sentido, las evidencias, no solo del principio del discurso sino también las del final, acaban representando la verdadera argamasa del acuerdo, uno en el que la persuasión y la adscripción ideológica sustituyen respectivamente a la racionalidad y a la comunidad científica.

Trasladando este análisis a los debates de la Neuroética contemporánea, sin olvidar que éstos giran en torno a uno de los objetos intelectuales más complejos e inaccesibles de la naturaleza, llegamos a la conclusión que se adelantó en el epígrafe segundo: la Neuroética no es tanto un campo de la ciencia como una corriente intelectual. En ella están extendidos los postulados evolucionistas y autonomistas que asfixian la discusión que es propia en todo foro de conocimiento. Con el mismo análisis damos también respuesta a la pregunta sobre el desarrollo de la interdisciplinariedad en Neuroética, que se descubre como pseudo-interdisciplinar. Como denuncia sin complejos Tristram Engelhardt -una de las más representativas autoridades de la bioética relativista contemporánea-, ni bajo los esquemas del relativismo ni bajo los del Principialismo es posible una ética global (24). La interdisciplinariedad tiene sentido porque el hilo de la razón con el que tratamos de entrelazar los distintos campos de la ciencia es el mismo con el que éstos han sido tejidos. Si la razón queda relegada a un uso meramente instrumental, entonces solo podemos esperar una multiplicidad de ciencias particulares compitiendo por estar de moda.

  1. De la psiquiatrización a la Medicina neuro-mejorativa

El enfoque de la Neuroética de la Costa Oeste tiene más impacto social que el de la Costa Este. Para comprobarlo solo hace falta repasar los titulares de prensa publicados sobre Neurociencia en la última década. En ellos se tratan y defienden más las ideas biologicistas que las principialistas; es decir, hay mayor demanda y oferta de teorías mecanicistas sobre la conducta humana que afán por resolver los problemas éticos que la Neurociencia está generando a través de una ética autonomista. Este hecho es el que constatan y analizan Judy Illes y Eric Racine en sus artículos de 2005 y 2010. En ambos estudios cuantitativos se observa el impacto social de los avances de la Neurociencia a través del análisis de titulares de prensa recogidos en las principales publicaciones de la prensa norteamericana.

En sus resultados, Illes y Racine utilizan tres términos para describir, de manera general, dichos titulares: a) neuroesencialismo, o la combinación de reduccionismo biológico y entusiasmo infundado en la Neurociencia; b) neurorealismo, o la reducción de lo real a lo que puede ser explicado a través de la Neurociencia; c) neuropolíticas (neuropolicies), o la inclusión de la Neurociencia en el diseño de toda índole de campañas gubernamentales (25 y 26). El diagnóstico que hacen en sendos trabajos se presenta especialmente grave en lo que a la idea de hombre se refiere. Muchos de los titulares analizados hacían referencia a la idea de que el hombre es su cerebro o, al menos, producto de éste. No es solo un fenómeno periodístico: filósofos de la talla de Antonio Damasio, Daniel Dennett o Vilayanur Ramachandran respaldan con monografías de divulgación -hoy ya bestseller- dicha identificación (27, 28 y 29).

Especialmente importante es el asunto de las nuevas neuropolíticas, porque la moda biologicista ha calado en el ámbito académico pero, sobre todo, en el imaginario y en las prácticas sociales. Esta es la razón por la que Wolpe describió como revolución neurocientífica, ya en 2002, la influencia que iba a tener la Neurociencia en la vida diaria. Los avances en neuroimagen, la nueva generación de fármacos, los interface neuronales, las técnicas de estimulación cerebral: todo ello iba a constituir los principales retos del nuevo siglo (17). Y en efecto, diez años después, la actual agenda bioética ha confirmado tal predicción. Más concretamente, el problema de la psiquiatrización de la condición humana se ha convertido en uno de los asuntos más controvertidos, sensibles y recurrentes de la bioética contemporánea.

El fenómeno es menos reciente de lo que podría parecer. La dinámica psiquiatrizante había empezado mucho antes de convertirse la Neurociencia en una moda social. Hace cincuenta años que nuevos hábitos de consumo llevan instaurándose en los hogares occidentales. Concretamente, Philip A. Berger sitúa en 1956 la fecha de inicio de una nueva era en la prescripción de psicofármacos, caracterizada por un notable aumento en la demanda social de tales productos. Esta demanda no parece poder justificarse por causas de naturaleza estrictamente médicas, como podrían ser la aparición de nuevos tipos de enfermedades mentales (un fenómeno asociado a los también nuevos estilos de vida) o el aumento de los diagnósticos de patologías ya existentes, pero de reciente categorización (30). Según Berger, un nuevo tipo de pacientes apareció entonces, caracterizado por la creencia en que buena parte de los sufrimientos que acompañan la vida humana podían ser solucionados, no con filosofía, literatura, política o religión, sino gracias al consumo de fármacos modificadores de los afectos y la conducta. Esta moda tiene un origen social y no profesional dada la pública y bien constatada resistencia de los especialistas en salud mental a dispensar fármacos con fines no terapéuticos[5].

La medicalización de la normalidad no debe ser confundida con el interés de una persona o grupo por aprovechar los conocimientos médicos para mejorar la calidad de vida. Deportistas, músicos, científicos… han tratado de integrar el cuidado de la salud a su actividad laboral. El fenómeno de medicalización ha de asociarse, más bien, con el de colonización, es decir, con el hecho de que una disciplina se adentre en el campo de otra para sustituir sus teorías y métodos. En un contexto parecido diferencia Erik Parens entre "formas correctas e incorrectas medicalización". Parens define como una buena forma de medicalización la utilización de la biotecnología para ayudar a un sujeto a adueñarse de su vida, de tal manera que le haga responsable de ella y le permita iniciar y conservar esa clase de relaciones y actividades significativas que todos parecemos necesitar y querer. Pero si al tratar un problema médicamente alejamos al sujeto de una faceta importante de su propia vida, tal como ésta verdaderamente es, entonces estaría justificado denominar dicha intervención de mala forma de medicalización, no importa cuán atenuado haya quedado su sufrimiento (31). Podría replicarse a Parens que, lo que él denomina buenas formas de medicalización, es lo que clásicamente ha sido definido como el buen hacer médico. La medicalización es un término reciente para señalar actitudes reduccionistas y emotivistas. En todo caso, esta es una polémica meramente terminológica que no debe alejarnos del problema principal.

Una de las consecuencias de medicalizar la condición humana, de reducir ésta a su dimensión biológica, es su progresiva patologización. Al quedar definida la existencia biológica como la actividad de sobrevivir, la salud pasa a constituirse como el fin último de todo viviente. Ahora bien, bajo ese enfoque, lo saludable es siempre contexto-dependiente, es decir, el valor médico de un determinado estado fisiológico, cognitivo o afectivo reside en qué papel juegue dicho rasgo en la adaptación del individuo al medio. En dicho contexto no resulta contradictorio afirmar que un mismo individuo puede estar gravemente enfermo en un determinado contexto pero no en otro diferente. Pero hay una consecuencia aún más grave a la que conduce dicho planteamiento: la salud se convierte en un estado imposible. Nadie está completa y perpetuamente adaptado a un determinado hábitat, ni mucho menos a todos los hábitats imaginables.

El triunfo social del biologicismo ha supuesto que ya nadie se sienta sano bajo ninguna circunstancia. Pero hoy nos enfrentamos a un problema mayor que el de hace cincuenta años. Este sentimiento frustrante sobre la propia existencia comienza a afectar no solo las consultas médicas, sino a la propia manera de entender la actividad médica. Así lo advierte Paul Chodoff, atribuyéndolo a una Medicina que ha ido problematizando, y luego disolviendo, los clásicos criterios para discernir entre los estados de salud y los de enfermedad (32).

En 20 años, el número de artículos que han abordado la transformación de los límites y fines de la Medicina ha crecido exponencialmente. Y no es casualidad que este periodo coincida con la publicación en 1994 del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM IV), lugar en el que, por primera vez, tomarán relevancia los tan polémicos "trastornos subclínicos", clasificaciones diagnósticas significativamente inespecíficas y ambiguas. Este manual representó el detonante de la masificación de las consultas psiquiátricas. Un nuevo tipo de perfil de paciente había aparecido, el de los llamados "poco enfermos" (worried well). Así lo entiende Chodoff, para quien el DSM IV es la razón de que treinta y tres millones de norteamericanos piensen hoy que sufren timidez patológica u otro trastorno límite de la personalidad. Y lo mismo afirma del trastorno por ansiedad generalizada, que afecta a un tipo de pacientes sin cura que, según el mismo autor, fidelizan sus visitas tratando de encontrar lo que antes se buscaba en la pintura, en la filosofía o en la amistad[6].

El principal requerimiento de los nuevos pacientes son los psicofármacos: herramientas médicas inmediatas y eficaces para disolver el perenne sentimiento de enfermedad y la frustración de una existencia llena de aspiraciones no resueltas. Pero el asunto es más grave aún de lo que parece, ya que los nuevos hábitos de consumo psicofarmacológico han sido extendidos también a la progenie. Véase, como muestra, el informe que Lawrence H. Diller hizo en el año 2000 para el IMS Health norteamericano. Según dicho informe, el incremento de los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (SSRIs) en niños de entre 7 y 12 años superó el 151% entre 1995 y 1999. Y lo que es más alarmante, el ascenso llegó al 580% en menores de 6 años (33). Un informe similar de 2002 recoge cifras aún más alarmantes: en EE.UU, el número de menores consumidores de alguna clase de estimulantes alcanzó los cuatro millones (34).

Entre las variadas controversias a las que está dando lugar la nueva psicofarmacología pediátrica, es interesante destacar el debate en torno al mejoramiento médico. La conexión entre un tema y otro es el descubrimiento de los mejoradores universales (universal enhancers), fármacos eficaces no solo en el restablecimiento de las funciones cognitivas, sino también en su aparente optimización. Por ejemplo, el metifenidato es uno de los más famosos y controvertidos mejoradores, en este caso, de la atención. Hace más de dos décadas que lleva siendo usado no solo para tratar el trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH), sino también para intentar mejorar el rendimiento de niños con dificultades escolares e incluso para facilitar a estudiantes normales la consecución de la excelencia académica. Estos segundos, que no entraban siquiera en la categoría de worried well, fueron el centro de las primeras discusiones bioéticas en torno a la modificación de la naturaleza humana como medio de búsqueda de la perfección[7]. Pero si primero fueron los padres los que se preguntaban por qué no utilizar unos psicofármacos con fines no terapéuticos si se venden como productos inocuos para la salud, ahora se han sumado a dicho grupo de presión estudiantes universitarios, ejecutivos, soldados, etc.

El paso del planteamiento medicalizante al mejorativo ha sido propiciado por varios factores. En primer lugar, puede apuntarse el hecho de que, con el empleo del término "mejorativo", muchos tutores encontraran la manera de evitar en sus hijos la estigmatización que todavía acompaña el diagnóstico y tratamiento del enfermo mental. En segundo lugar, la separación entre Medicina terapéutica y mejorativa supone una forma de poner límites asistenciales en una sociedad cuya situación, por estar medicalizada, es insostenible para aseguradoras y sistemas de salud pública (36). En tercer lugar, con la Medicina mejorativa la industria farmacéutica habría encontrado un nuevo y vastísimo mercado en el que lanzar sus productos. Por último, la Neuroética de la Costa Este también ha jugado también un claro papel en la defensa del neuro-enhancement en base a la idea autonomista de que el paciente es quien tiene la última palabra sobre las modificaciones de su propio cuerpo (37). En conclusión, en el nuevo marco que introduce la Medicina mejorativa, la noción clásica de salud y también del propio sufrimiento dejan de contarse entre los criterios esenciales de la actividad médica, indistinguible ya de la bioingeniería[8].

En torno al debate del neuro-mejoramiento, encontramos otro fuerte e influyente grupo de interlocutores: los pertenecientes a la corriente transhumanista. El Transhumanismo defiende que el principal rasgo -por no decir único- que comparten los seres racionales, es su inclinación a cambiar su entorno y a sí mismos, en aras a un futuro mejor o, por lo menos, distinto. No hay restricciones: la identidad humana es enteramente abierta e ilimitada, como también lo es la facultad racional (39). Andy Miah, siguiendo la misma línea de pensamiento, propone sustituir el término cuerpo por el de "tecnosoma" (somatechnics), esto es, tecnología encarnada. Con dicho neologismo Miah pretende evitar el error dualista de pensar que el hombre es un cuerpo que hace uso de instrumentos, cuando la realidad es, según el autor, que el cuerpo es la cristalización de dichos usos[9].

No son casuales los estrechos lazos creados, en la última década, entre la Neuroética autonomista y la posición transhumanista. Ambas posturas niegan la existencia de una naturaleza humana por la que esté justificado limitar las acciones humanas, ya terapéuticas, ya mejorativas. La Neuroética autonomista encontró en el Transhumanismo el respaldo filosófico y la profundidad argumentativa de la que la retórica principialista carecía. A su vez, el Transhumanismo encontró, por un lado, una Neurociencia en la que las propuestas mejorativas parecían más plausibles que nunca y, por el otro, una Neuroética que luchaba, en un contexto bien concreto -el de la relación médico-paciente-, por ampliar los límites convencionales de la Medicina.

Muestra de la actual importancia de la Neuroética para el movimiento transhumanista es la creación en 2009 del Oxford Centre for Neuroethics, dirigido por Julian Savulescu uno los principales promotores del Transhumanismo. Este organismo cuenta también entre sus miembros con Nick Bostrom, confundador de la World Transhumanist Association en 1998 y del Institute for Ethics and Emerging en 2004. Otros dos datos significativos sobre la conexión entre el Transhumanismo y la Neuroética autonomista son la participación recurrente de Bostrom en las actividades del Center for Neuroscience & Society y de Julian Savulescu en la dirección ejecutiva de la International Neuroethics Society.

  1. Neurocosmética y consumismo médico

La propuesta mejorativa de la Neuroética autonomista está cambiando la definición de acto médico. La causa es el gran eco que ha recibido en el mundo asistencial, gracias al respaldo de los nuevos pacientes -o mejor dicho, de los consumidores de medicamentos con fines no terapéuticos-, de la industria farmacéutica, y también, en los últimos años, de los propios neurocientíficos. Con este tercer apoyo se ha producido lo que era esperable: el matrimonio entre la Neuroética biologicista y la autonomista. La principal clave de unión entre, por un lado, el neurocientífico -con su interpretación de la naturaleza como ámbito de causas (físicas) y azares- y, por el otro, el principialista -con su moral constructivista-, es la interpretación biologicista de la salud. Entendida ésta como el estado ideal de adaptación del agente al medio, el mejoramiento se descubre como otra manera de nombrar la ganancia o incremento de salud. En efecto, la discusión relacionada con el mejoramiento muestra que no hay confrontación real entre el biologicismo y el autonomismo, aún más, que ni siquiera existe una distinción formal.

La medicalización de la normalidad es un fenómeno social de primera magnitud y el mejoramiento una incipiente moda en la investigación neurocientífica. A estos dos asuntos, que están cambiando la concepción clásica de Medicina, hay que sumar un tercero, el de la Neurología cosmética. Su presencia se encuentra limitada a la Neuroética más especulativa, a ciertas utopías posmodernas y al mercado negro de venta y consumo de estupefacientes, pero amenaza con extenderse al ámbito sanitario. Desarrollaré a continuación algunos de sus principales rasgos y la razón de esta dinámica expansionista.

En el epígrafe anterior se introdujo la propuesta mejorativa, esto es, la idea de introducir en la actividad médica procedimientos de tipo no terapéutico. No obstante, dichos procedimientos conservan todavía, y al menos teóricamente, un aura de objetividad. La mejora es definida como tal por criterios racionales de optimización y adaptación de la fisiología de un agente biológico en un determinado medio. En contraste, en la propuesta cosmética se abandonan los criterios objetivos para definir un acto médico que depende esencialmente de elecciones subjetivas. Es una costumbre milenaria la de consumir sustancias que modifican los afectos o la conducta con fines recreativos y no meramente terapéuticos o mejorativos, es decir, no para aliviar el sufrimiento o para lograr una mejor adaptación al medio. Lo que sí es reciente es el amplio abanico emocional que brinda la psicofarmacología. ¿Cómo quiero sentirme hoy: tranquilo, animado, disociado, sociable o desinhibido? Hemos de caer en la cuenta de que el consumidor de cócteles de estupefacientes no suele tener una razón de peso para elegir una sustancia psicoactiva en vez de otra. Por eso mismo sus preferencias son superficiales y volubles.

La comparación entre la Medicina estética y la Neurología cosmética es inevitable, aunque, en la mayoría de las ocasiones, es usada para criticar la hipocresía de una sociedad que acepta la primera y no la segunda. La idea de ampliar los límites de la Medicina sale otra vez a colación, ahora de manera definitiva (40). Esta posición libertaria es, sin duda, la expresión última del ideario posmoderno de auto-determinación, muy relacionado con el arraigo del enfoque positivista en Occidente.

Es preciso aclarar que las decisiones cosméticas son naturales y tienen cierta legitimidad. Desde siempre, las preferencias subjetivas han formado parte cotidiana de la existencia humana. Pensemos, por ejemplo, en las razones por las que solemos elegir, por postre, una determinada fruta y no otra. Habitualmente dicha elección, variable, está basada en el apetito de un concreto instante y no en el hecho de que creamos que un sabor o una determinada textura sea, objetivamente, mejor que otra. También podemos encontrar este tipo de juicios en la relación médico-paciente, aunque siempre sobre cuestiones intrascendentes o sobre aquellas en las que el médico no era capaz de establecer un claro veredicto de conveniencia. Justamente es aquí donde encontramos el punto de inflexión de la actual Medicina cosmética: las preferencias subjetivas del paciente hoy versan sobre decisiones graves y, en ocasiones, hasta reconocidamente contrarias a la salud.

La Cirugía estética es, probablemente, la especialidad médica en la que el furor cosmético resulta más evidente y socialmente aceptado. Obviamente, no toda intervención plástica responde a fines subjetivos, pues muchas de ellas son de tipo reconstructivo o estético, es decir, están orientadas a la consecución de la salud o de la belleza. Pero también abundan las operaciones plásticas que no buscan otro particular que el de materializar un capricho. El problema es que estos antojos no son como tatuarse una rosa en el tobillo o ponerse un piercing en la nariz, sino que exigen serias intervenciones quirúrgicas y, por tanto, la intervención de expertos. La epidemia de la cirugía estética y sus abusos son, en este sentido, expresión del papel preponderante de las preferencias subjetivas en las peticiones del paciente a su médico (41). En comparación, la Neurología cosmética, aunque viene acompañada igualmente de serios peligros, no exige una participación del profesional en salud mental tan activa y explícita, como tampoco son tan evidentes, al menos a corto plazo, las consecuencias negativas del consumo lúdico de psicoactivos. Esto hace que, en la práctica, la Neurología cosmética sea un fenómeno tanto o más extendido que el de la Cirugía plástica, aunque con menor repercusión mediática y, desde luego, mucho más difícil de controlar gubernamentalmente.

Pero volvamos al estudio de las causas de las modas cosméticas. La natural inclinación humana a actuar por motivos afectivos –subjetivamente-, no explica por sí misma la actual intensidad que están cobrando éstas conductas en la Medicina contemporánea. Dicho fenómeno parece estar provocado, sobre todo, por motivo del actual encuentro de los planteamientos de autodeterminación posmodernos con los del positivismo racionalista. No podía acabar de otra manera: la idea de una autonomía absoluta a la que, por distintos caminos, conduce el Principialismo y el Transhumanismo, ha comenzado a ser recibida sin demasiadas trabas por una comunidad científica que entiende el cuerpo humano como producto de leyes físicas y selección natural. Si, como el resto de vivientes, el ser del individuo queda reducido al de actividad de adaptación al medio, entonces, nociones como la de supervivencia o salud pierden su carácter normativo[10]. En este contexto hay que entender por qué la controversia acerca de la hegemonía de la autonomía sobre el dolor e incluso sobre la propia vida es un debate de máxima actualidad, una polémica de la que ni la Neurociencia ni la Psiquiatría contemporáneas están exentas. Porque tampoco en ambas áreas las nociones de adaptación psicofisiológica tienen carácter regulativo; es decir, son nociones que pueden ser utilizadas para alegar en contra de la investigación e indicación de psicofármacos con fines lúdicos. El ejemplo más importante que se puede poner en tal debate es el de la conservación de la vida: desde una interpretación positivista de la ciencia, no hay razones últimas que sirvan para impedir a nadie abandonar, por razones subjetivas, las conductas adaptativas.

Un ejemplo de cómo los postulados autonomistas están impregnado la psiquiatría es el progresivo abandono de la noción de respuesta afectiva adecuada. En la tercera, pero sobre todo en la cuarta edición del DSM, dicha expresión, clásicamente utilizada para señalar la idoneidad adaptativa de un determinado afecto, ha pasado a convertirse en un área nebulosa más dependiente de la opinión del enfermo que de supuestos estándares clínicos comunes. Todavía más, se teme que en la quinta edición, cuya publicación se estima para 2013, desaparezca dicho término y, lo que es peor, que el de salud mental quede, en la práctica, exento de contenidos objetivos. Por ejemplo, bajo los nuevos criterios, no será susceptible de diagnóstico quien no se no se sienta enfermo y, a la inversa, estará enfermo quien así se crea[11]. Si nada lo remedia, la psiquiatría puede volverse máximamente dependiente de los estándares culturales, de las modas imperantes y, sobre todo, de quienes, ya sin más restricciones que los dictados de su propia autonomía, aspiran a metas cosméticas.

Otra razón que explica la paradójica subjetivización de la ciencia tiene que ver con el efecto rebote que provoca el fenómeno de medicalización. Si el fenómeno de medicalización está relacionado con los postulados positivistas, la introducción de la objetividad científica y de la biotecnología en todos los aspectos de la vida humana, trae como consecuencia, a su vez, una no deseada actitud de sospecha para con ellas y, sobre todo, para con sus productos. Cuando los dictámenes, científicos o no, atañen a los aspectos más sensibles o existenciales del ser humano, es muy habitual que éstos sean acogidos con desconfianza, especialmente si las argumentaciones no son lo suficientemente sólidas. Pero la verborrea medicalizante no está sembrando solo un fundado escepticismo sobre la ciencia experimental sino, lo que es peor, una actitud pragmática con respecto a sus usos teóricos y tecnológicos. Esa parece ser la causa de que un rasgo característico de las sociedades posmodernas sea que los nuevos consumidores de Ciencia seleccionen tendenciosamente los argumentos científicos y la tecnología, para justificar y materializar unas determinadas creencias, conductas o aspiraciones.

No solo la medicalización, también el actual neuro-mejoramiento debería ser encuadrado en el contexto cosmético. Como apuntan Sheila Rothman y David Rothman, las promesas de la Medicina mejorativa, que han existido desde siempre, frecuentemente solo esconden fiascos promovidos por embaucadores y por ingenuos (42). A este selecto grupo hay que sumar ahora a los caprichosos. Lo grave de la situación actual es que las actuales promesas versan sobre el cerebro, un órgano que no es similar a ningún otro, como tampoco nuestro desconocimiento sobre su funcionamiento es comparable con el resto e incertidumbres que acompañan otras partes de nuestro cuerpo. Todo buen médico reconoce que las incertidumbres sobre su manipulación son tan grandes que hoy resultan sólo asumibles en la medida que, al otro lado de la balanza, exista suficiente sufrimiento como para que merezca la pena correr semejantes riesgos. Pero no es sufrimiento lo que el mejoramiento o la cosmética médica están poniendo en juego.

Para terminar, incoaré un problema asociado a las campañas de prevención que desarrollaré en el epígrafe siguiente. No parece importar demasiado cuánto se advierta hoy sobre, por ejemplo, los riesgos del metilfenidato, o cuánto acerca de sus más que dudosos beneficios para el expediente académico o para la vida laboral. La propaganda mediática, la avidez en el consumo y las presiones a las que se ven sometidos los médicos, van en aumento (43, 44 y 45). ¿A qué es debido esto? Parte de la respuesta tiene que ver con la voluntaria irracionalidad a la que parece estar entregándose un sector del mundo occidental cada vez mayor.

  1. Colapso de la Ciencia y de la Bioética

La medicalización está provocando por sí misma actitudes relativistas y hábitos consumistas con respecto a los avances científicos, pero estos hábitos vienen también favorecidos por el clima autonomista presente -mucho antes que el positivista-, en los hogares occidentales. Ahora bien, los comportamientos de cherry pinking han terminado por contagiar, no solo a los pacientes, sino también a médicos y científicos. Resulta interesante estudiar este proceso en el reciente encuentro y colaboración entre la Neuroética autonomista y la Neuroética biologicista.

Consecuencia de este extraño matrimonio es la reciente inclusión de Patricia Churchland, una de las principales figuras de la Neuroética biologicista, en el Governing Board de la International Neuroethics Society. Recordemos que dicha institución es una las principales instituciones de la Neuroética autonomista. La profesora Churchland desarrolla en dicho foro las implicaciones éticas de su propuesta eliminativista. Su ética está fundada, como no podía ser de otra manera, en la fisiología del sistema nervioso central y en las llamadas leyes de selección natural. De forma resumida, su discurso apela a que el concepto de bien, como el de placer, viene constituido por el conjunto de acciones que mueven a la supervivencia, mientras que el concepto de mal, como el de dolor, por el conjunto de acciones que promueven lo contrario. No obstante, Churchland reconoce que el ser humano no encaja completamente en dicho esquema pues, gracias -o por culpa- de su especial inteligencia, es capaz de independizarse de los fines de la especie e, incluso, de su supervivencia como organismo individual. El hombre es, en su opinión, una realidad supra-biológica: un raro producto de la evolución. Es el animal que ha escapado, si no de las leyes universales de selección natural, sí de los concretos mecanismos evolutivos que definen y que han guiado, desde su aparición, a los organismos biológicos por la senda de la complejidad[12]. Bajo dicho enfoque, la filósofa pretende justificar, entre otras conductas, las autodestructivas. Churchland vincula éstas a la consecución de placer, no importa si a expensas de la propia salud.

Desde un punto de partida evolucionista, Churchland no cree posible desautorizar la persecución del placer a expensas de la salud o la huida del sufrimiento a través del suicidio. Únicamente es posible describir dichas conductas como inadecuadas si afectan el tejido social, pues entonces se estaría destruyendo aquello que permite a la autonomía individual crecer y realizarse más rápidamente. Su conclusión está en total sintonía con la Neuroética autonomista: si hay que defender valores, éstos deben ser exclusivamente los construidos por cada sociedad y para cada sociedad, siendo la sociedad misma un simple medio para la realización de la voluntad de cada hombre.

El positivismo conduce al relativismo moral pero, en último término, también al relativismo respecto de la propia noción de verdad que, al igual que la de la salud, acaba vaciándose de contenido. Sobre esta vuelta del calcetín del positivismo trabajó hasta su muerte Richard Rorty, probablemente el más coherente y conocido profeta del Neopragmatismo. En dicha teoría, Rorty defiende la imposibilidad de formulación de enunciados objetivos tanto normativos (sobre el deber ser) como descriptivos (sobre el ser). Lo interesante del planteamiento de Rorty es que surge tras su proyecto de querer fundamentar una teoría objetiva del conocimiento sustentada en los particulares procesos que tienen lugar en el sistema nervioso central. No casualmente, Rorty es considerado uno de los padres del materialismo eliminativo. En efecto, el filósofo neoyorquino planteó, mucho antes que Churchland, un futuro en el que los seres humanos habrían abandonado los términos mentalistas para utilizar un lenguaje materialista, esto es, en el que únicamente se haría referencia a estados neuronales. Sin embargo, Rorty fracasa en su empresa: desilusionado, llega a la conclusión de que la mente humana no actúa ni puede actuar como el "espejo de la naturaleza".

Tras la capitulación de su proyecto epistemológico y, con ello, de la filosofía y de la ciencia misma, Rorty dedicará el resto de su vida a defender la sustitución de la noción de verdad por la de ficción, entendida esta segunda como el discurso desvinculado de toda objetividad, y cuyo valor es el que tiene cualquier otra función en un organismo: la adaptación. Coherentemente, Rorty sitúa las diferentes ficciones humanas -las de la ciencia, la literatura, la religión- al mismo nivel. El valor de todas ellas, su utilidad, dependerá del entorno y, sobre todo, de las preferencias individuales, que son para Rorty el verdadero cimiento social (46). En conclusión, lo que subyace en los tan anhelados acuerdos humanos, antes y ahora, es la persuasión, y a ella nos insta Rorty a entregarnos sin los viejos complejos ontológicos. Y así ha sido. No solo la Medicina cosmética, también el consenso anhelado por el Principialismo e incluso la búsqueda de la perfección que caracteriza a la Medicina mejorativa, son fundamentalmente guiados por las dinámicas de la persuasión.

La trayectoria intelectual de Rorty augura cuál será el final del matrimonio entre el Evolucionismo y el Principialismo, entre la Neuroética biologicista y la autonomista: el divorcio. En dicha ruptura, lo más probable es que la peor parte se la lleve el positivismo, con la deslegitimación de las ciencias positivas. El precio pagado por el Autonomismo tampoco será pequeño: pérdida de la responsabilidad moral. Martha Farah es, sobre esta cuestión, la neuroeticista que más claras influencias biologicistas ha recibido y en quien más claramente puede percibirse la progresión de las ideas autonomistas hacia su conculcación.

Para Farah, combatir el dualismo es lo mismo que asumir que el cuerpo humano funciona como una máquina. "La Neurociencia ha empezado a cambiar esta visión [dualista], mostrando que no solo la percepción y el control motor sino también el carácter, la consciencia y el sentimiento espiritual pueden ser rasgos de una máquina. Si esto es así, ¿por qué seguir creyendo que contiene un fantasma?". Consecuentemente, para Farah, la libertad humana es reducida también a dicho marco: "Toda conducta parece similar a la del reflejo rotuliano en la siguiente y más importante cuestión: es resultado de una cadena de puros eventos físicos tan imposibles de resistir como las leyes de la física" (47). No obstante, esta tesis netamente determinista parece conculcar el principal -por no decir único-, valor del Principialismo, así como el proyecto de auto-determinación posmoderno. Farah, consciente del problema, trata de solventarlo esgrimiendo los argumentos del Compatibilismo, posición también recurrente en los planteamientos eliminativistas, de los que llegará a ser una gran impulsora en la Neuroética de la Costa Este[13].

En su artículo de 2005, Neuroethics: the practical and the philosophical, Farah deja clara su posición: es compatible compaginar el determinismo con la idea de libertad, si bien ésta debe desprenderse de todo cariz de responsabilidad. Lo que resta es la autonomía: una noción que no depende, en el esquema compatibilista, de conceptos metafísicos como libre albedríovoluntadmérito o culpa. En otras palabras, las conductas autónomas son las de un organismo que, según Farah, presenta un sistema nervioso central que funciona adecuadamente, mientras que la pérdida de autonomía tiene que ver con una disfunción de la inteligencia. En definitiva, actuar libremente es actuar correctamente; esto es, como es esperable que actúe un organismo sano ante un entorno determinado, o como respondería una máquina muy compleja ante concretos inputs si todos sus circuitos funcionaran con normalidad.

El Compatibilismo impulsa otra forma de medicalización, esta vez sobre el objeto de los juicios morales y penales, progresivamente sustituidos -eliminados- por los juicios médicos. Paradójicamente, Farah niega que el enfoque determinista influya significativamente en los estilos de vida pues, en la práctica, seguiremos tomando decisiones y percibiéndonos como autores de nuestra existencia. Este doble rasero al que conducen las tesis compatibilistas es expresado por Farah en los siguientes términos: "Para la ética, la única alternativa es un cambio hacia aproximaciones más utilitarias […] En contraste, como individuos […] importa poco si la persona es ilusión o realidad" (48). La autora es muy optimista sobre el futuro que invoca dicha actitud ambivalente. El impulso determinista de la Neurociencia traerá progreso social, al acabar con el sentimiento de culpa asociado a los comportamientos clásicamente descritos como malvados y, por ello mismo, estigmatizados. Hospitales, que no cárceles: ése es el verdadero signo del progreso, y a él, según Farah, debemos aspirar.

La distinción que hace Farah entre lo práctico y lo filosófico conduce a dos importantes conclusiones: a) el ser humano puede ser reducido a enunciados físicos; y b) dicha verdad no tiene por qué condicionar los estilos de vida. En primer lugar, la solución compatibilista es percibida por Farah como ineficaz para salvar la creencia popular en la libertad humana. Después de todo, el tipo de autonomía que en dicha doctrina se concede al ser humano no es diferente a la que podría predicarse de una bola de billar. También en esta segunda hay causas internas que, siendo propias de su estructura y dinamismo, no pueden ser reducidas a las causas externas que la rodean. Ambas autonomías se diferenciarían exclusivamente en términos de complejidad. Por la misma razón, ni en el hombre ni en la bola de billar puede predicarse un auténtico principio motor, una iniciativa real o elección entre posibilidades. Esto es debido a que toda causa física, no importa si interna u externa (diferenciación que, como veremos luego, será puesta en entredicho), está determinada por causas precedentes internas y externas. En segundo lugar, la separación entre lo filosófico y lo práctico muestra cuán débil es, a criterio de la autora, el vínculo que une los discursos lógicos con las creencias y comportamientos sociales. En este sentido, cabe aventurar que la semilla del Neopragmatismo rortiano y el uso cosmético de la ciencia ha comenzado a germinar en Farah: aunque pretende fundar sus argumentos en los conocimientos objetivos de la Neurociencia, cuestiona explícitamente que éstos deban servir para guiar la existencia humana.

El triunfo del Compatibilismo en la Neuroética autonomista (y por extensión en la Bioética) supone también su colapso. La idea de una libertad medicalizada, sin responsabilidad, desnaturaliza el proyecto de autodeterminación moderno, ya que implica aceptar que todo agente está predestinado a elegir las metas de acuerdo a su estado fisiológico y no a su razón. La gloriosa voluntad racional kantiana se ha vuelto gris en un contexto en el que las acciones humanas pierden peso ontológico y también psicológico: la creencia, no importa si cierta o falsa, de saberse sujeto a las circunstancias -sin culpa y, sobre todo, sin mérito-, promueve un tipo de conducta distinta de la que suscita la creencia en un real autogobierno, aunque sea a base de exiguos consensos. Y es lógico que quienes tratan de vivir el Compatibilismo asuman actitudes cosméticas, dado que es más fácil para estos individuos justificar unas acciones que pueden ser vistas como caprichosas, pero no ya como irresponsables. ¿No depende su conducta, después de todo, de las circunstancias que padece el sujeto? El único límite a la hegemonía de los afectos serán más afectos: aquellos frutos del conocimiento de las consecuencias. Aunque, como dice el refrán, ojos que no ven, corazón que no siente. Precisamente es lo que introduce y fomenta la separación de Farah entre lo filosófico y lo práctico. La historia no puede terminar bien. La trivialización de la existencia ha de desembocar en la pasividad de quien, desde el hastío de los afectos, juzga la vida como un duro juego, pero un juego después de todo. Para ganar en él, conviene no saber demasiado, no involucrarse en exceso. Entonces, ¿qué sentido y qué función social puede abrigar la Bioética?

La gran difusión de las tesis compatibilistas en Neuroética explica, por varios motivos distintos, el creciente interés de sus investigadores por la Neurociencia de la adicción y de los hábitos[14]. El proyecto de reducir a teorías positivas la toma de decisiones y las conductas voluntarias, encuentra en los trastornos adictivos y en las conductas automáticas el campo idóneo de investigación. La causa de ello es que ambos escenarios están estrechamente asociados a nuestra capacidad de percibir y distinguir conductas sobre las que se ejerce más o menos control. Concretamente, la hipótesis de trabajo compatibilista buscaría demostrar cómo tanto los comportamientos voluntarios como los involuntarios son causados por mecanismos físicos y que, por tanto, ambos son predecibles incluso antes de que el agente sea consciente de su intención de actuar. El reto de este proyecto es doble: por una parte, lograr demostrar la predictibilidad de las conductas voluntarias; por la otra, distinguir los tipos de causaciones que dependen de los mecanismos más complejos del sistema nervioso central, especialmente aquellos conscientes y sometidos a las funciones ejetuvias[15].

Un segundo motivo, de naturaleza más práctica y marcadamente medicalizante, es el que expone Henry T. Greely, director del Center for Law and the Biosciences de la Universidad de Stanford y cofundador de la Neuroethics Society. En su artículo Neuroscience and Criminal Justice: Not Responsability but Treatment, publicado en 2008, reclama drásticos cambios en el modelo clásico de justicia, basado en la sanción y en la reintegración del delincuente. Su idea es crear uno nuevo, más centrado en la rehabilitación, con grandes similitudes con los programas ya existentes para el tratamiento de adicciones (55). ¿Por qué empeñarse en castigar a quien no es un delincuente sino un enfermo?

Una última razón para el éxito de la Neuroética de la adicción es la relacionada con el clima psiquiatrizante imperante y con la llegada de las nuevas tendencias cosméticas (y pseudo-mejorativas) que, como hemos visto, fomentan nuevos hábitos de consumo psicofarmacológico. La Neuroética no es ajena a la preocupante escalada psicofarmacológica, que en buena medida ella misma promueve. Sin embargo, en el prisma en el que la Neuroética observa este fenómeno se problematiza en tal grado la noción de salud y de responsabilidad, que sus defensores acaban por achacar los males cosméticos a las viejas creencias respecto a la naturaleza humana. Cerraré el epígrafe desarrollando algo más esta idea.

El encuentro entre el mundo positivista y el autonomista trae para ambos el derrumbe de la experiencia íntima de libertad, estrechamente relacionada con la de racionalidad. Porque si es difícil explicar cómo desde un universo estrictamente físico se pueden formular enunciados objetivos, mucho más difícil es justificar cómo a partir de ellos es posible establecer planes de acción. Es en éste marco en el que se denuncia la ilusión de un doble dualismo: racionalidad/materia y autonomía/materia. Lo que implica erradicar ambos espejismos es entender que lo real es la materia, y solo materia, ahora ya desencantada. El final del camino del proyecto eliminativista es un mundo libre de aquello que nunca existió, desencantado, y por supuesto, sin prejuicios con respecto a la neurotecnología. Después de todo, el miedo a dejarse atar por los psicofármacos no tiene sentido cuando se sabe que el estado natural del hombre es el de la determinación. Y, ¿qué importa una determinación sobre otra?

  1. Claves ontológicas de la Neuroética

Explicado cómo la alianza de la Neuroética biologicista y autonomista conlleva la progresiva disolución de las nociones de objetividad y de responsabilidad. Éste epígrafe está dedicado a mostrar otro bastión derribado bajo dicho paraguas: la noción de persona.

Utilizaré otra vez los trabajos de Farah como muestra representativa de lo que es la línea de pensamiento predominante en Neuroética. En el artículo de 2007, Personhood and Neuroscience: Naturalizing or Nihilating?, que Farah escribe junto a Andrea S. Heberlein, se ligan los conceptos persona y dignidad con concepciones religiosas que - en opinión de las autoras- la Neurociencia está destinada a desmitificar y reducir a teorías neuronales. El argumento de dicha investigación parte de la siguiente premisa: hay una intrínseca relación entre una definición personal de identidad humana y la creencia clásica en la libertad. Persona es "aquella responsable de sus actos y que, por ello, es susceptible de mérito o culpa". A la luz de esta definición cobra sentido, según las autoras, denominar acciones a la conducta de las personas -para diferenciar éstas de lo que son meros movimientos- y agentes a quienes puede imputarse responsabilidad real -en contraste con las simples reacciones atribuibles a los cuerpos físicos-. Y vamos a ver cómo es precisamente en este punto donde Farah da el salto de los planteamientos de la Neurociencia de la Ética a los de la Ética de la Neurociencia.

Farah tiene razón cuando afirma, por un lado, que la ética occidental lleva girando desde hace cientos de años en torno a una interpretación de dignidad humana que está fundada en la idea de persona[16]. Y por el otro, cuando reconoce las implicaciones éticas que tiene el hecho de que la Neurociencia acabe con la creencia en la responsabilidad humana (48). Las consecuencias del matrimonio entre el biologicismo y autonomismo saltan otra vez a la vista: Farah se da cuenta de que la Bioética contemporánea, naivecuanto cabe, ha estado abordando los problemas éticos en su dimensión moral, sin atender ni discutir las premisas sobre la agencia que sostienen tales discursos. Ha llegado el momento -nos insta la autora- de que los bioeticistas comiencen a aceptar y a usar el gran número de piezas que la Neurociencia ya es capaz de ofrecer en el puzle ético del aborto, de la eutanasia, de la muerte cerebral o de la experimentación animal.

Veamos un caso concreto de lo que Farah está tratando de transmitirnos, que no es otra cosa que el ideario eliminativista. La autora presenta algunas hipótesis neurobiológicas en boga para explicar la honda creencia en el carácter singular y sobrenatural de la realidad humana, que es, según ella, expresión de una clara ventaja evolutiva. "Nuestra supervivencia individual depende del éxito que tengamos en relacionarnos con los de nuestra propia especie". Farah relaciona esta tesis con la teoría de Daniel Dennett sobre la actitud intencional. El ser humano se distingue, según el filósofo de la Universidad de Tufts, por su capacidad cognitiva "para detectar a otros organismos con estados mentales intencionales, lenguaje y con una consciencia especial que no disfrutan otras especies". Farah se basará en dicha teoría para defender que la intuición por la que nos decimos unos a otros que las plantas son diferentes a las personas, es puramente categorial, funcional, pero sin referente ontológico. La persona no refiere a nada: es una creencia falsa que ha sido, durante mucho tiempo útil. Y puede que todavía lo sea, aunque con restricciones. "Nuestra sensación de que el mundo contiene dos categorías de realidades fundamentalmente diferentes, personas y no-personas, puede ser el resultado de una person-network [red neuronal] activada por ciertos estímulos y no por ninguna distinción fundamental entre los estímulos que tienden o no a activarla." Esta conclusión a la que llega Farah refleja perfectamente su teoría ambivalente sobre lo teórico y lo práctico: no porque una creencia sea falsa tenemos que erradicarla necesariamente de nuestra vida, y viceversa. Para Farah, lo crucial es saber dónde, cuándo y cómo manejar ficciones. Y lo mismo puede decirse de las verdades científicas, especialmente cuando de lo que se trata es de consolidar socialmente a la especie humana[17].

La identidad humana queda en la Neuroética contemporánea prácticamente naturalizada, es decir, reducida a entramados de causas eficientes. Los sistemas estáticos o dinámicos que percibimos como estables en la naturaleza, lo son por su estructura o particular homeostasis. Es cierto que, en el caso de los sistemas neuronales, encontramos equilibrios con una estabilidad y capacidad de adaptación extraordinaria. Sin embargo, en lo que al tipo de identidad se refiere, no se diferencian del resto: devenir ciego de causas físicas. Esta teoría de la identidad no solo iguala al hombre con el resto de realidades naturales -no importa si vivas o inertes-, sino que además difumina los límites entre ellas y trivializa las diferencias. Entendamos que la denominación de causa interna y externa es siempre relativa y referencial a un determinado equilibrio. Así por ejemplo, el límite entre lo interno y lo externo de una célula (la unidad de lo viviente) se distingue, en tanto que realidad física, en función de los sistemas que participan en la persistencia de un concreto trozo de realidad. Pero tanto el punto de mira como el grado de persistencia dependen necesariamente del observador. Es por ello legítimo, en función de los criterios de demarcación que maneje el observador, hablar de la identidad de un átomo o de una mitocondria, de la identidad de un hígado o de la de un ser humano, de la identidad de un nicho ecológico o de la identidad cultural. Igualmente, desde un punto de vista material, tanta identidad puede atribuírsele a un jarrón entero como a uno roto, o tanta como a la unidad que conforman los trozos rotos con la papelera a la que se los ha arrojado. En todos ellos es posible identificar un ser, una realidad con persistencia más o menos duradera, más o menos compleja, más o menos dependiente de elementos externos al objeto enmarcado (56).

Pasemos a la ética. En una perspectiva fisicalista de la naturaleza, el tipo de identidad no sirve para conferir privilegios, para defender la dignidad de unos determinados estados respecto de sus contrarios. ¿Qué hay de bueno en catalogar la identidad humana de biológica o de racional? Especialmente cuando el autonomismo ha recordado al biologicismo que el hombre no tiene por qué aspirar necesariamente a la supervivencia: -ni a la suya ni a la ajena-. En un mundo desencantado como éste al que la Neuroética se encamina, solo los afectos y las ficciones -lo práctico, como diría Farah, lo cosmético, como lo llamo aquí-, sirven de excusa para guiar la conducta. Sin embargo, este esquema conduce a un callejón sin salida. ¿Cómo jerarquizar y seleccionar el conjunto de apetitos que colorean de manera tan diferente nuestro mundo? Ya no es posible apelar a la naturaleza humana, porque ésta es lo que se niega en el proceso de naturalización del hombre. ¿Y apelar a los sentimientos humanos? Ellos son precisamente aquello que se ha puesto a nuestra disposición. ¿Y puede un sentimiento priorizarse en nombre de otro sentimiento? Habría entonces que justificar el sentimiento previo, y así ad infinitum…, mejor, hasta que el sujeto abandone toda pretensión de fundamentar sus acciones y se entregue en brazos de la conducta emotivista, cosmética o, como también podríamos denominarla, azarosamente sentimental.

Lejos queda la concepción clásica de Naturaleza, ámbito de fines, de esencias, de un mundo poblado por unas sustancias que armónicamente se mueven, según su ánima, hacia el lugar que les corresponde en el universo, esto es, de acuerdo a su dignidad. En Aristóteles, por ejemplo, la referencia a la naturaleza humana, igual que la referencia a la naturaleza de las diferentes realidades animales o vegetales, apunta a trozos de mundo radicalmente distintos de aquellos otros definidos como realidades accidentales o contingentes. Las primeras poseen una identidad definida bajo criterios teleológicos y, por ellos, distinguibles no por su estado o movimiento sino por su actividad, por el fin que principia su dinamismo y hacia el que se dirige. Es el fin lo que distingue las causas internas, íntimamente atribuibles al ente, de las externas. O expresado a la inversa: lo que las caracteriza no son unas coordenadas físicas o unas funciones dirigidas a la persistencia del ser. Entre otras razones, porque en determinadas circunstancias, lo natural, lo mejor para un determinado ser, es perecer. Por la misma razón, un suceso fortuito no es susceptible de ser tratado con dignidad, pues carece de finalidad, pero sí un caballo o un hombre, si bien la dignidad en ambos es distinta pues diferente es también su finalidad, su naturaleza, el lugar que deben ocupar para su bien y para el bien del universo (57).

Si no hay espacio para la finalidad, para la naturaleza humana, en un mundo naturalizado como es el que presenta la Neuroética, mucho menos para la noción de persona, aquella con la que se designa a la realidad responsable, capaz de disponer de fines: aceptando los naturales, negándolos o creando otros nuevos con los que guiar la voluntad. La presencia de fines es condición necesaria para que exista la conducta voluntaria, aunque como correctamente señala Robert Spaemann, no es suficiente. Poder elegir entre el bien y el mal exige que un individuo no sea todo naturaleza, pues ésta es la única forma de justificar que posea capacidad para trascenderla, para separarse de esos fines de los que va a disponer. Ésa es también la razón por la que Spaemann hace notar que, cuando comienza a instaurarse en Occidente la antropología de la responsabilidad -que introduce la tradición judeocristiana, aprovechando en muchos aspectos los planteamientos aristotélico y superándolos en otros-, empieza a utilizarse el concepto de sujeto para nombrar a cada ser humano. Con este término, derivado etimológicamente del latín subjectus -que significa literalmente lo puesto debajolo que subyace-, se recalca la tesis de que el individuo no es solo naturaleza, ni siquiera naturaleza humana, sino un alguien con atributos más divinos que mortales (58).

La naturalización del ser humano a la que pretende conducirnos la Neuroética implica necesariamente la nihilización de la experiencia moral. Ambos fenómenos relacionados con el ocaso del sujeto. En torno a este descubrimiento milenario, pero de conquista reciente, giran buena parte los movimientos filosóficos, científicos y sociales de la modernidad. Y en su embate, que algunos bautizan como la crisis de la modernidad, la Neurociencia toma un papel crucial. Ella es el arma con la que el hombre, bien llamado pos-moderno, pretende destruir los mitos dualistas. Ingenuamente, se presenta también la Neurociencia como salvadora de la identidad humana. Veamos a continuación por qué los vaticinios son buenos para la primera empresa, pero nefastos para la segunda[18].

  1. Verdades peligrosas y conciencia crepuscular

La tesis sobre la separación entre lo filosófico y lo práctico tiene especial interés, según Farah, en este doble proceso de naturalización del concepto de identidad humana y de nihilización de la ética occidental. No hay que temerlo, pues nada tiene por qué cambiar: seguiremos actuando como si fuéramos responsables, con derechos inalienables y educando a nuestros hijos en la honradez, el esfuerzo y la generosidad. Investigadores de mayor reconocimiento han formulado antes esa misma idea. Daniel Dennett la plasma en su libro Breaking the spell, utilizando como ejemplo el personaje navideño de Santa Claus. Sólo los niños desconocen que es un montaje, que son los padres los que hacen los regalos de Noche Buena. Pero la cena tradicional, los regalos y los buenos deseos continúan año tras año. La ilusión no se pierde, todo lo contrario, aumenta cuando se aprende a no traerse a casa los asuntos serios en la oficina, que es la única forma de meterse en esta tan entrañable ficción. La clave está en no hacer demasiadas preguntas y dejarse llevar, que es lo mismo que hacemos cuando pagamos una entrada de cine y nos sentamos en la butaca con la correcta actitud, la de un espectador dispuesto a disfrutar del mejor cine de ciencia ficción (27).

De este modo, en la corriente dominante en Neuroética, el avance científico y el progreso social comienzan a ser manejados como fenómenos independientes. Es la estrategia que parece más adecuada cuando se advierte que hay verdades peligrosas que es mejor no saber o, al menos, no poner en práctica fuera del laboratorio de las ideas. Y es la mejor estrategia cuando se sabe que también hay creencias humanas falsas que es mejor no destapar, en tanto que son útiles para la cohesión social o porque inducen elevados sentimientos de felicidad. La idea de las verdades peligrosas se encuentra ya recogida de manera implícita en The Extended Phenotype, de Richard Dawkins. Este es otro bien conocido científico y divulgador que abre la puerta a la separación entre lo teórico y lo práctico. El Teorema central del fenotipo extendido es formulado en los siguientes terminos: "La conducta animal tiende a maximizar la supervivencia de los genes 'para' dicha conducta, estén o no esos genes en el cuerpo del animal particular que la practica" (65). Lo que está haciendo Dawkins es llamar nuestra atención sobre cómo ciertas ventajas adaptativas de un determinado rasgo fenotípico físico no están necesariamente dirigidas a su portador. Más aún, extiende dicho teorema a la dinámica mental: nada hace que las ideas más exitosas (habitualmente las más ciertas, buenas o bellas y, por ello reconocidas), sean necesariamente las más convenientes al hombre. Con este teorema Dawkins justifica y, en ocasiones, ataca conductas típicamente humanas. Por ejemplo, las altruistas, pues no siempre los ideales por los que los hombres se sacrifican van, según el autor, en su provecho. Su conclusión es firme: no tiene sentido pagar un alto precio simplemente para encontrar la verdad.

Una primera e importante materialización del planteamiento de Dawkins puede encontrarse en el ya mencionado Breaking the Spell, donde Daniel Dennett desarrolla la idea sobre las verdades peligrosas para evaluar la conveniencia o no de mantener la ficción de la religión. A juicio de Dennett, éstas son un tipo de creencia popular (folk psychology) susceptible de naturalización. Por ello, la gran pregunta no es si la creencia en Dios es verdadera o falsa, sino si la ciencia debe desvelar lo que podría ser valorado como una mentira piadosa para el género humano. En el último epígrafe desarrollaré un poco más detenidamente dicha propuesta.

Otra plasmación de la idea de Dawkins, más cercana al ámbito asistencial, es la psicoterapia constructivista y pos-racionalista propuesta por Vittorio Guidano. Para este neuropsiquiatra italiano, que bebe del constructivismo social de Michel Foucault, la búsqueda de coherencias vitales prima sobre la veracidad de las creencias[19]. En la práctica, esto se concreta en acciones vitales de invención: primero crear y luego llegar a creer que se ha tenido una vida bien estructurada, significativa y cargada de logros. Inducir dicha ficción evoca, según el neuropsiquiatra, experiencias afectivas enormemente gratificantes y terapéuticas, mientras que recordar la verdad de una infancia marcada por los horrores de la guerra, por el hambre o por abusos, llega a causar lo contrario: sufrimiento y rencor. ¿De qué sirve recordar o anticipar un error o un mal insalvable, se pregunta Guidano, si éste rompe las redes de sentido que ayudan a guiar la existencia? Como Dawkins y Dennett, Guidano desprecia el valor que pueda tener la verdad por sí misma, más allá de toda utilidad (66 y 67).

La hipótesis de la primacía de la coherencia y significatividad sobre la verdad lleva tiempo despertando el interés de la Neurociencia. En torno a ella giran las investigaciones de John Teske, profesor de Psicología del Elizabethtown College en Pennsylvania, enfocadas al análisis de la función de los mitos en el desarrollo psicológico y neurológico del ser humano. Según sus conclusiones, los discursos narrativos, ficticios o no, influyen positivamente en el desarrollo del cerebro y en la formación de la identidad personal. La única condición es que éstos aporten coherencia lógica al mundo vital del sujeto a quien van dirigidas (68 y 69). La razón es que sólo en la experiencia de unidad que evoca la construcción de una teoría marco, el hombre se siente seguro ante el mundo y ante sí mismo. Esta fue la hipótesis de partida que Teske trató de confirmar en el campo de la Neuropsicología. Y parcialmente así ha sido. Hay numerosos indicios que vinculan la aparición del yo con la capacidad para elaborar una narrativa autobiográfica, una narrativa que integre las experiencias en una única red de sentido[20].

Con esta exposición podemos ya alcanzar uno de los más relevantes diagnósticos del estado actual de la Neurociencia. Su mayor problema no es el de las dos culturas -la ruptura entre las ciencias y las humanidades, tal como fue enunciado por Charles Percy Snow en 1959- sino el divorcio entre el mundo de lo objetivo y el mundo vital. Solo la tecnología hace de puente entre ellos, quedando reducida la ciencia y la filosofía a mero producto de consumo, a fuente no de conocimiento sino de gadgets para manipulación de lo real y de uno mismo. A continuación trataré de mostrar tres trágicas consecuencias de esta ruptura.

En primer lugar, la naturalización selectiva del mundo vital implica la introducción de nuevos tabús en Occidente, esto es, de temas y prácticas en los que no se va a introducir el bisturí de la objetividad. Aunque ahora, los nuevos territorios son, no los habitados por dioses implacables, sino por ficciones sobre las que el sujeto se prohíbe a sí mismo profundizar. El problema es que la autolimitación del proyecto eliminativista facilita, en último término, la introducción de nuevos mitos en el plano existencial. Pero, ¿son los mitos inofensivos?

Dennett tiene razón cuando afirma que la toxicidad de una idea es directamente proporcional al número de conductas que envuelve su aceptación e inversamente proporcional a la cantidad de ciencia que lo soporta o, al menos, de la que se acompaña. Y si esto es así, el regreso de los mitos supone una verdadera amenaza social. En la Medicina cosmética y, sobre todo, en la moda del (pseudo)neuro-enhancement, encontramos muestras claras de los riesgos y consecuencias de la creación de ficciones. Vimos que los excesos y extrapolaciones, fruto de la medicalización, incrementan el número de personas que, por escepticismo o por miedo, evitan visitar al médico, incluso cuando objetivamente sería conveniente hacerlo. Ahora podemos añadir que éstos son los mismos que buscan como alternativa remedios milagrosos aconsejados por amigos u ofertados en sospechosas páginas de Internet. Estas conductas imprudentes no parecen ser fruto de la simple desinformación, sino de un rechazo explícito a una sociedad de expertos cada vez más deshumanizada. Como antes, también ahora lo peor de las épocas gobernadas por mitos es el oscurantismo en el que acaban sumidos sus ciudadanos (71).

Un segundo importante mal relacionado con la separación entre lo teórico y lo práctico es que, con la desconfianza en la benevolencia y con el olvido del valor intrínseco de la verdad, se pierde una la razón más honda para el impulso de la actividad científica. El abismo creado no deja sitio para el desinterés y la honestidad vocacional del científico, para su confianza en un universo armónico, para la creencia en que la verdad y la felicidad son caras de una misma moneda[21]. Si esta tendencia pragmática se consolida, nos enfrentaremos a bajas considerables entre las filas de los investigadores -probablemente de los mejores-. Aún más, preparémonos para una ciencia ahogada de intereses circunstanciales, de objetivos demasiado prácticos, del corto plazo. Qué lejos queda la que era la profesión liberal por antonomasia.

Tampoco puede soslayarse el alto precio a pagar por llevar a la práctica, tanto a nivel individual como institucional, la separación entre el mundo de la objetividad y el mundo vital. Porque resulta muy difícil aceptar y, al mismo tiempo, dejar en segundo plano, teorías que niegan la responsabilidad y la identidad ontológica. ¿Cómo asumir una existencia donde la verdad y la mentira conviven disfrazadas en un clima de muy forzada superficialidad[22]? La receta para esta actitud ambivalente la encontramos formulada en el escenario imaginado por George Orwell en su novela 1984. "Saber y no saber… hallarse consciente de lo que es realmente verdad mientras se dicen mentiras cuidadosamente elaboradas, sostener simultáneamente dos opiniones sabiendo que son contradictorias y creer sin embargo en ambas; emplear la lógica contra la lógica, repudiar la moralidad mientras se recurre a ella…, olvidar cuanto fuera necesario olvidar y, no obstante, recurrir a ello, volverlo a traer a la memoria en cuanto se necesitara y luego olvidarlo de nuevo; y, sobre todo, aplicar el mismo proceso al procedimiento mismo" (74).

El filósofo español Julián Marías denomina conducta crepuscular a un estado de conciencia similar al que describe Orwell: aquel que posibilita adherirse a lo que en el fondo se rechaza (75). Ahora bien, dicha actitud ante la vida exige violencia, ya a nivel institucional como la que describe Orwell con la imagen tiránica de un Gran Hermano que a todos vigila y amenaza, ya a nivel químico, como la que imagina Aldous Huxley en Un mundo feliz. También en esta segunda famosa anti-utopía posmoderna, se hacen depender el bienestar y el progreso tecnológico de la ceguera científica. La real separación entre lo teórico y lo práctico es lo que Huxley describe como una sociedad carente deciencia pura, sin personas dedicadas a la búsqueda del saber por el saber. Ahora bien, esta ceguera no puede institucionalizarse sin modificar un cuerpo humano que se resiste con uñas y dientes a adoptar farsas de alto nivel. Esa es la función del soma, un psicofármaco capaz de evocar los mejores sentimientos y, con ello, la docilidad de quien puede creer una cosa y su contraria porque todo le parece bien (76). La idea de la Neurociencia como ciencia estrella, salvadora del nuevo hombre, es ya preconizada y atacada por Huxley.

Entre los intelectuales del siglo XX, Huxley es el que de manera más clarividente advierte contra las nuevas tiranías cientificistas que se ciernen sobre Occidente. De hecho, es el primero en predecir el actual fenómeno de medicalización, que se relaciona, por un lado, con un incremento del interés hacia las ciencias sobre el sistema nervioso central y, por el otro, con el uso cosmético de la tecnología, especialmente para la modificación de los afectos. Es interesante destacar que, a diferencia de Orwell, Huxley deposita la responsabilidad de dicha deriva social en quienes son sus principales víctimas, la ciudadanía, voluntariamente entregada a las promesas científicas y a unos comportamientos adictivos de los que resulta muy difícil escapar. Si ese futuro tan sombrío se cumple, no podremos encontrar un gran hermano, una concreta mano ejecutora en la siembra de la que es posiblemente la peor clase de tiranía. Si mi argumentación es correcta, quienes tratan de reducir la existencia a ciencia experimental, acaban por sucumbir al más dócil subjetivismo, y ésta es una actitud vital de la que, antes o después, alguien usará en provecho propio (77).

  1. ¿Cambiarán nuestras vidas?

En el epígrafe anterior hemos visto cómo el proyecto de separación entre lo teórico y lo práctico, propuesto desde la Neuroética, conlleva tres tipos de consecuencias que parecen contradecir la creencia en la inocuidad del eliminativismo. En efecto, el intento de llevar a cabo y de mantener dicha separación introduce cambios radicales en los fines, la actividad y los estilos de vida del ser humano tal como hoy los conocemos. Pero eso no es todo. Hay un cuarto tipo de consecuencias, ahora relacionado con que, en la práctica, no se logre que la evolución del mundo científico-filosófico y el progreso discurran independientemente. La principal razón para sospechar tal imposibilidad tiene que ver con la ventana tecnológica pues resulta casi imposible evitar las filtraciones que, a la larga, impedirían la consolidación de los estados crepusculares. Pondré a continuación varios ejemplos que además ayudarán a contextualizar algunas controversias de moda en Neuroética.

Una de las mayores polémicas relacionadas con la nueva biotecnológica versa sobre un fenómeno nada teórico, como es la inducción de experiencias de alienación e inautenticidad. El caso más notorio y el que actualmente más debate suscita es el de la estimulación cerebral profunda (Deep Brain Stimulation, DBS a partir de ahora). Éste es un tipo de neurocirugía apenas invasiva que consiste en la implantación de uno o dos electrodos en áreas subcorticales del cerebro. Estos electrodos están conectados a un neuroestimulador que emite impulsos eléctricos de baja intensidad. La técnica está aún en fase experimental, si bien ya se está utilizando con mucho éxito en el tratamiento del tremor esencial, de la distonía, del Síndrome de Tourette y de casos de Parkinson refractario a medicación. Además, actualmente existen ensayos clínicos en curso para comprobar su eficacia en afecciones psiquiátricas como el trastorno obsesivo-compulsivo (OCD) y la depresión mayor, entre otras (78). El problema es que, a los riesgos y efectos adversos asociados a este tipo de intervenciones, hay que sumar el cambio de personalidad que la DBS induce en no pocos pacientes.

Los testimonios negativos más frecuentes en pacientes tratados con DBS son los relacionados con el modo dramático y directo en que ésta influye en el control de la conducta, tanto en la planificación de la acción motora como en su ejecución (79). El caso paradigmático es el del paciente en el que, gracias a la DBS, se logra eliminar el tremor, pero a costa de provocar simultáneamente graves pensamientos maniacos que anulan completamente su autonomía. Lo peculiar de este doble efecto es que suele revertirse fácilmente. Basta con interrumpir la estimulación neuronal para que el paciente vuelva al estado inicial (80 y 81). La cuestión es que este efecto de apagado/encendido hace aún más intensa la experiencia de dependencia respecto del neuromodulador. El sujeto se siente alienado, viviendo en un cuerpo que ya no controla ni es auténticamente suyo. Dicha situación obliga al paciente a enfrentarse a creencias contradictorias. ¿Cómo voy a ser libre si estoy controlado por una máquina? ¿Las decisiones que tomo tras la DBS son realmente mías? Las dudas acaban por salpicar a la convencional creencia en la naturaleza humana. ¿No es la libertad más que una ilusión y el hombre una mera máquina?

La experiencia alienante de pérdida de control puede verse avivada con cambios aún más dramáticos[23]. La neuromodulación puede llegar a inducir, en los casos más graves, alteraciones lo suficientemente intensas en las emociones, la memoria, la atención y las funciones ejecutivas (concretamente aquellas que afectan al razonamiento inferencial y analógico), como para modificar las más íntimas y sólidas opiniones con respecto a uno mismo y con respecto a la vida (82). Esta transformación no pasa desapercibida al paciente, pero sobre todo es sufrida por sus familiares, que se preguntan si quien abandonó el quirófano fue la misma persona que entró. Hábitos, actitudes e incluso relaciones personales cambian de la noche a la mañana, situación que igualmente conduce al paciente a poner en tela de juicio las más íntimas creencias acerca de la identidad personal (83). Como antes, primero, para cuestionar el presente. Éste no soy yo. Y por último, para dudar acerca de su entera existencia. ¿Realmente hubo alguna vez un auténtico yo?

Ni para el paciente, ni para la familia resulta fácil ignorar la trascendencia que tienen los efectos adversos de la DBS en los estilos de vida. Probablemente tampoco para el equipo médico que lo atiende, ni siquiera para el hombre de a pie, que sabe de tales situaciones por unos medios de comunicación cada vez más interesados en publicar sobre temas de mecánica cerebral. Lo queramos o no, la DBS impele a considerar cuán determinados estamos. Sus efectos son tan dramáticos que, a quien afecta, directa o indirectamente, no le es posible buscar refugio en el ensueño crepuscular. Y la angustiante tensión entre creencias opuestas que induce no es de esperar que acabe en tablas. A menos que el sujeto emprenda una profunda reflexión sobre este problema milenario -algo que por propia iniciativa no es habitual ni fácil-, las evidencias neurológicas terminarán por imponerse y la resignación, y todo lo que ésta acompaña, marcarán el sentido de su nueva vida.

La DBS es el ejemplo más dramático de cómo el mundo objetivo puede abrirse camino en el mundo vital, pero no el único ejemplo ni el más importante. La ingesta de antidepresivos también está vinculada, aunque a largo plazo, con cambios de personalidad (84). La transición es sin duda más lenta, pero no por ello menos denunciada en la Prozac Nation, tal como algunos han venido a bautizar a la cultura occidental. Millones de seres humanos conocen hoy, de primera mano, cuánto dependen el estado de ánimo, el juicio y las decisiones de una dosis diaria de fluoxetina. Pero las experiencias de alienación e inautenticidad se potencian todavía más cuando, como escribe Peter Kramer en Escuchando al Prozac, la causa del consumo de este tipo de fármacos no es tratar una enfermedad sino alcanzar la felicidad (85). En efecto, cada vez más personas consideran los psicofármacos, o mejor, los afectos que inducen, el fin de la existencia y no solo un medio con el que alcanzar, o una consecuencia de, una vida lograda. En el epígrafe cuarto, se planteó el problema, al tratar el paso de la medicalización a la medicina cosmética. Ahondemos ahora algo más sobre dicho asunto, concretamente, analizando los derroteros de desensibilización a los que conducen las prácticas cosméticas.

La ingesta desmedida de estimulantes y sedantes acaba provocando una disminución de la sensibilidad afectiva y el consecuente desapego ante un mundo que se percibe más y más insípido. El desapego del cuerpo respecto del mundo implica también el desapego del cuerpo respecto del yo. Ya no siento que este sea mi cuerpo. Y a medida que el individuo va siendo consciente de esta sordera afectiva que afecta a la propia experiencia corporal, irá tratando de contrarrestarla. La estrategia más habitual para combatir la desensibilización adictiva es la búsqueda de emociones fuertes con las que continuar dando sabor a la vida. Lamentablemente, del mismo modo que el que trata de compensar la sordera subiendo el volumen del televisor, esta conducta no hará más que empeorar la desensibilización, a la par que aumentar la adicción. El círculo vicioso al que conduce la Medicina cosmética no tiene retorno.

De nuevo, el sufrimiento clama porqués. ¿Quién soy yo, qué mi cuerpo, qué el mundo que me rodea? ¿Lo real es lo de ahora o lo de antes? Porque lo de ahora se contempla, a ojos del consumidor de estupefacientes, como un mundo frío, mecánico, sin fines, donde sólo reinan causas y azares. Justamente, se presenta ante él ese mundo objetivo que la Neuroética trataba de dejar al margen bajo ficciones trascendentales cargadas de verdad, bien y belleza.

Las vivencias de desapego arriba descritas no son problema de unos pocos, sino auténticos signos de nuestro tiempo. Lo mismo puede decirse de la estruendosa reacción social generada por efecto rebote, relacionada con lo que Leonor Gómez denomina dinámica de des-corporeización y re-corporeización de las emociones. Para esta profesora de Sociología de la Universidad de Extremadura, dicho fenómeno es un mal generalizado y asociado a quienes han olvidado qué sentir y tratan de recuperar, muchas veces de manera virtual y siempre pobre, unas vivencias verdaderamente auténticas (86). En otras palabras, con el desencanto se produce un intento de retornar a los paraísos perdidos, al estado natural original. La dificultad está en que el camino de retorno ha sido olvidado, por lo que la búsqueda de lo auténtico genera profundas reflexiones sobre la existencia de un determinado orden en la realidad. ¿Por qué es mejor sentir dolor ante la muerte de un ser querido o asombro ante un amanecer? En síntesis, ¿qué es una reacción afectiva adecuada? El esquema del mundo objetivo, tal como es asumido en la Neuroética, no ofrece consoladoras respuestas, sino que devuelve la pelota al punto de partida que generó el conflicto: no hay camino de vuelta, así que es mejor no pensar demasiado. Por desgracia eso es lo único que el individuo no puede hacer en los paraísos artificiales a los que se ha visto abocado gracias a la biotecnología cosmética.

Un tercer ejemplo de filtración entre lo teórico y lo práctico mediado por la tecnología, es el relacionado con el ya tratado mejoramiento. He de recuperar, con este fin, el planteamiento de Farah sobre el valor de la noción de sujeto y de mérito. El conflicto surge cuando se quiere compaginar las creencias prácticas (que no objetivas) en dichas nociones con la defensa del mejoramiento ilimitado del cuerpo, tal como la autora también propone.

Farah identifica cinco controversias asociadas a los límites tecnológicos: la de la seguridad, la de la equidad, la de la medicalización de la normalidad, la de la coerción y las de la modificación de la naturaleza humana. De las cinco, Farah trivializa la última utilizando argumentos muy próximos a los del Transhumanismo (37). Sin embargo, justamente es en la última donde encontramos una de las objeciones más fuertes a los mejoramientos libertarios. ¿Qué criterios usamos para asignar una modificación a un determinado agente, es decir, para describirla como su modificación? La pregunta es relevante dada las suspicacias de aquellos que se preguntan si alcanzar una meta gracias a la biotecnología es realmente un logro personal -mi logro-. Porque si no es así, ni siquiera puedo hablar de logro en sentido impersonal -el logro-. La tecnología exige un marco referencial tanto para el objeto perseguido como para el sujeto sobre el que se aplica. Esa es la razón, por ejemplo, de que en el deporte se penalice el doping. Ganar un tour de Francia gracias a inyecciones de eritropoyetina no tiene mérito alguno. O lo que es lo mismo, tal victoria no es hermosa porque no se puede responsabilizar al deportista de ella. ¿Qué sería del deporte, una de las acciones humanas por antonomasia, si se redujese a mero concurso tecnológico? El dilema está servido: o salvamos las tesis libertarias respecto de la tecnología, por otra parte tan en boga, o salvamos el espíritu olímpico. Basta leer la prensa deportiva para saber cuál está siendo la tendencia hoy seguida. El cientificismo contemporáneo, voluntaria o involuntariamente, cambiará nuestras vidas. Ya lo está haciendo a base de disolver las ficciones de quienes tratan de conservar un mundo fundado en unos conocimientos que, al mismo tiempo, se juzgan obsoletos.

Quiero terminar el epígrafe haciendo alusión a un espejismo que impide percibir la gravedad de los horizontes que se están invocando. Los cambios ya operados en nuestra sociedad, aunque profundos, no saltan a la vista. Aún más, muchos son los que creen que el sentido común del hombre contemporáneo le prevendrá contra posibles literalidades y radicalismos, le servirá de presa de contención, de barrera contra los excesos de un mundo demasiado ajeno y cruel. Ése mismo sentido común es aquel al que apelaba, recordémoslo, el Principialismo para fundamentar sus postulados. Y ahora también, la crítica antes realizada a dicha fundamentación sirve para refutar tal idea.

El sentido común puede ralentizar una dinámica, pero no durante mucho tiempo. Gracias a la Neurociencia hoy sabemos que nuestros afectos son, en gran medida, expresión de cientos de años de adaptación racional al medio, es decir, resultado de un proceso de automatización de respuestas aprendidas e interiorizadas. En eso consiste buena parte de nuestro sentido común, que no es tanto un conjunto de conocimientos intuitivos -resultado indubitable del acceso directo a la realidad-, como evidencias culturales -tenidas por ciertas en cuanto que así sentidas-. Por ello mismo, aunque es verdad que el sentido común es mucho más estable, menos vulnerable, a las revoluciones del pensamiento, contra las que habitualmente choca y siempre amortigua, no menos cierto es que acaba sucumbiendo al natural empeño de los hombres por transformar racionalmente su sociedad. Los nietos, si no los hijos, acabarán sintiendo como cierto lo que los abuelos creyeron y persiguieron.

Tratar los cuatro principios de la Bioética -autonomía, beneficencia, no maleficencia, y justicia- como verdades universales que están al alcance (sentimental) de todos, es el primer paso para su desaparición o, al menos, para su disolución en infinitud de interpretaciones, muchas en contradicción unas con otras. Análogamente, creer (basándose en el sentido común anteriormente mencionado) que no hay riesgo de que un mundo nuevo sea instaurado por la nueva corriente neuroética, es la alternativa más rápida y menos violenta de abrir las puertas a los cambios más repugnantes para el gusto del hombre actual. Dándole la vuelta a una de las más famosas sentencias de Blas Pascal, hoy sabemos mejor que ayer que si no piensas como actúas, terminarás actuando como piensas. Y no olvidemos que esta transformación sentimental viene además auspiciada por los nuevos hábitos de consumo farmacológico, auténticos catalizadores del cambio social. Ya no es necesario esperar generaciones para cambiar un sentimiento, basta encontrar un médico dispuesto a facilitar recetas.

Alasdair MacIntyre llega a similares conclusiones en su diagnóstico del actual dinamismo social. Para MacIntyre, las conductas sociales no reflejan reglas de racionalidad y coherencia, sino que son principalmente "expresiones de preferencias, actitudes o sentimientos". ¿Y no es la actual moda de la Medicina cosmética uno de los más claros ejemplos de emotivismo social? Pero las coincidencias no terminan aquí. También MacIntyre percibe la hace tiempo gestada separación entre los estilos de vida de los ciudadanos y los temas tratados por la élite intelectual. La principal unión entre los estilos de vida de los ciudadanos -que denomina reino de la autonomía- con los debates de la élite intelectual -el reino de la objetividad-, es el pasado. Fueron antiguas razones las que forjaron nuestros actuales sentimientos. Por el contrario, lo que los separa es el presente. Las nuevas razones ya no justifican los actuales sentimientos y estilos de vida. Consecuentes a esta situación son, según MacIntyre, unas prácticas morales más y más fragmentarias que, a su vez, generan inevitablemente la creencia de que "los principios de una teoría científica o ética son siempre los principios de una práctica social determinada" (87). MacIntyre cierra el círculo: es la pérdida de fundamentos en el obrar lo que induce a adoptar conductas emotivistas, que son aquellas basadas en la creencia de que no es la razón la que precede a la conducta y a los sentimientos, sino a la inversa.

El emotivismo se forja, escribe MacIntyre, en el intento del racionalismo ilustrado -todavía hoy vigente en varias de las más populares corrientes neokantianas- de conciliar la teoría moderna de la autonomía moral con muchos de los preceptos transmitidos por la tradición. Mejor dicho, en el fracaso de tal proyecto. Esa es la razón por la que MacIntyre señale a Friedrich Wilhelm Nietzsche como el gran profeta de tal desengaño. Nietzsche es quien mejor y más fieramente critica a quienes abanderan la exaltación de la autonomía y, al mismo tiempo, tratan de salvar la ropa apelando a criterios objetivos y fundamentos morales. De igual manera, es Nietzsche el primero que vislumbra y propone el emotivismo como la actitud honesta, el más sincero reconocimiento de dicho fracaso. En efecto, ése es el contexto en el que hay que entender los tan forzados discursos de lo natural en Bioética y, aún más específicamente, en Neuroética. ¿No es el matrimonio entre el biologicismo y el autonomismo una expresión magnífica del naufragio de la razón? Y por último, ¿no son los transhumanistas y neopragmatistas rortianos los heraldos de la profecía nihilista con su anuncio de la muerte de los modos humanos del ser?

Volvamos al problema del espejismo que suscitó este debate. MacIntyre no es ajeno al particular tempo de una crisis social hace ya tiempo incubada. En su ensayo Tras la virtud denuncia la íntima provisionalidad de un mundo que parece no cambiar y que, por ello mismo, induce falsa confianza en el poder del sentido común. Pero esta situación no se prolongará por siempre; MacIntyre predice cambios que no serán paulatinos sino radicales. También para MacIntyre las emociones representan un fuerte freno a toda transformación cultural puesto que es una herencia recibida que, a diferencia de las ideas y las estructuras sociales cuesta bastante más modificar. Pero lo que es más importante, igualmente considera que si éstas no son alimentadas racionalmente, lo normal es que acaben desapareciendo. Aún más, reconoce la existencia de un punto crítico cultural -típico en todo sistema holístico-, que una vez cruzado provocará la vertiginosa caída del muro de contención afectivo. Será entonces cuando la transformación cultural se haga patente, pero también prácticamente irreversible. En efecto, los vientos de cambio resultan muy difíciles de controlar cuando las emociones juegan en contra. Por eso, concluye MacIntyre, es ahora -el momento en el que las amenazas de cambios revolucionarios parecen solo un sueño- cuando nos lo jugamos todo. La encrucijada está servida. Según MacIntyre: "O bien continuamos a través de las aspiraciones y colapsos de las diversas versiones del proyecto ilustrado hasta recabar en el diagnóstico de Nietzsche y la problemática de Nietzsche, o bien mantenemos que el proyecto ilustrado no sólo era erróneo, sino que ante todo nunca debería haber sido acometido"[24].

Para terminar, solo nos queda reconocer que, si la argumentación presentada en este epígrafe es correcta, hemos de juzgar el Transhumanismo como una propuesta más honesta y plausible que la presentada por el matrimonio de la Neuroética biologicista con la autonomista. No hay medias tintas ni excusas. El sentido común no se presenta allí como freno del progreso, ni se pretenden separaciones imposibles entre el mundo de lo objetivo y el mundo vital. El Transhumanismo mira al futuro propuesto sin complejo ni culpa, por su relativismo moral, pero también porque su pretensión no es vender ningún concreto escenario social. Ellos mismos reconocen que no estarían dispuestos a vivir en muchas de las utopías imaginadas, pero por razones coyunturales: las juzgamos y sentimos desde los esquemas actuales. Su proyecto trata simplemente de lograr que nuestra sociedad esté abierta a un cambio, pero éste deberá producirse solo cuando los ciudadanos estén sentimentalmente preparados. El problema en torno a la existencia de naturaleza humana queda formulado, finalmente, en toda su crudeza. ¿Hay razones para afirmar su existencia? ¿Hay razones, más allá de las sentimentales, para poner coto a la voluntad humana? Los epígrafes siguientes están dirigidos a incoar algunos conatos de respuesta.

  1. Límites biotecnológicos

La crítica al enfoque tecnológico de la Neuroética, realizado en el epígrafe anterior, debe ser matizada. Tanto Farah como Miah aciertan al definir al hombre como un ser racional y, como tal, abierto al progreso ilimitado. Es innegable que la cultura está sostenida en gran parte gracias a la creación de herramientas y a la modificación de nuestro entorno, y que éstos, a su vez, modifican al ser humano en su dimensión física, psíquica y social. Pero, como antes se dijo, todo tiene y necesita un límite.

Para empezar, creo conveniente distinguir entre un mejoramiento moderado del cuerpo y uno radical. El primero es aquel que no afecta significativamente al trasfondo(background) que sostiene la identidad de un individuo, esto es, aquello por lo que un individuo es lo que es. El segundo, por el contrario, sí que implica cambios radicales en dicho trasfondo, esos mismos anunciados por MacIntyre en el epígrafe anterior. Teniendo esta distinción como telón de fondo, puede afirmarse que el límite entre ambos tipos de mejoramiento es el mismo que separa un progreso racional y humano de otro irracional y deshumanizante.

John R. Searle es uno de los autores que mejor ha trabajado la idea de trasfondo, apelando además a su importancia en el discurso ético. Este filósofo de la Universidad de Berkeley emplea dicha noción para designar las competencias, prácticas y posturas de carácter no representacional que son condiciones de satisfacción de los estados intencionales -mentales- (88). Que tal background posea las propiedades típicas de los sistemas de redes, tanto físicas como mentales, significa que los eventos mentales, al igual que los estados neuronales, dependen no de una única parte de la red sino de la estructura y dinamismo de todos sus nodos[25]. Donald Davidson, también filósofo de la Universidad de Berkeley, utiliza términos muy parecidos para describir lo mental: "No hay ninguna asignación de creencias a una persona, una por una, sobre la base de su conducta verbal, sus elecciones u otros signos locales -por más claros y evidentes que sean-, pues damos sentido a las creencias particulares sólo en tanto que son coherentes con otras creencias, preferencias, intenciones, expectativas, miedos, esperanzas, etcétera" (89).

Es importante aclarar que el trasfondo no está circunscrito a la mente de cada individuo pues muchos de los estados mentales requieren, para su existencia, intencionalidades combinadas. A este rasgo refiere Searle cuando describe hechos institucionales: por ejemplo, el matrimonio o el dinero. Tales fenómenos no son la suma de intenciones individuales sino de una única intencionalidad colectiva. Este tipo de hechos se distingue, según el mismo autor, de un segundo tipo, los hechos brutos, que no requieren de instituciones humanas: por ejemplo, las mareas o el ciclo lunar. No obstante, estos últimos también requieren, para ser formulados, de la institución del lenguaje. A lo que quiere llegar Searle con dicha distinción es a situar en la comunidad lingüística el verdadero marco de trasfondo, pues todo contenido mental, ya sea dependiente o independiente del observador, exige para ser pensado de las prácticas sociales más específicas al ser humano. No casualmente, Davidson llega a la misma conclusión al considerar que es la aplicación habitual de una palabra o pensamiento lo que determina su correcto significado o contenido. Prueba de ello, concluye, es que primero aprendamos a hacer cosas con las actitudes proposicionales y, solo luego, empecemos a reconocer palabras y estados mentales desligados de su función[26].

Descubrir el trasfondo de lo mental evita, por un lado, que pensemos en el ser humano como un cerebro en una cubeta (brain in a vat) y, por la otra, que creamos que el significado de una palabra, estado mental, intención o acción, depende enteramente de la voluntad del agente. Ahora bien, si los pensamientos y palabras no siempre significan lo que creo que significan, o quiero que signifiquen -esto es, no actúan sobre la realidad siempre como espero que actúen-, entonces tampoco los deseos dependen completamente de nuestro entendimiento acerca de lo que creemos desear[27]. En palabras de Davidson, "las actitudes proposicionales se identifican en parte por las relaciones con la sociedad y con el resto del ambienterelaciones que pueden ser ignoradas por la persona que se encuentra en estos estados" (93).

Una tercera importante consecuencia que emerge de la idea del trasfondo, es la intangibilidad de los fundamentos de lo neural y de lo mental. Con esto quiere decirse que lo que subyace y sostiene, lo que marca el límite de los contenidos semánticos, no puede ni debe manipularse. ¿Es prudente cambiar aquello de lo que no es posible prever las consecuencias? La respuesta es clara, especialmente cuando lo único que se puede aventurar es que, siendo las redes neuronales y de sentido tan complejas, hay una alta probabilidad de futuros poco halagüeños. Es por eso que ningún neurólogo en su sano juicio presume de querer cambiar radicalmente las estructuras neuronales -por lo menos hasta conocer lo esencial en ellas, algo para lo que queda un largo camino por recorrer-. Paradójicamente, en lo mental, que representa una incógnita aún mayor, la percepción de peligro es casi inexistente, como demuestran los nuevos hábitos de consumo de psicofarmarcos.

Ya sabemos que no todo cambio supone una modificación de la red. Precisamente, gracias a su flexibilidad y versatilidad, el organismo posee cierta apertura al medio, cierta capacidad no solo para cambiar el entorno sino también para adaptarse a él, esto es, para aprender, crecer y progresar. En este contexto deben ser entendidos los cambios moderados del cuerpo, aquellos que pueden ser asumidos sin por ello perder por ello la homeostasis u horizontes de sentido en que se justifican (94). Pero lo que nos interesa analizar aquí son las razones para una modificación corporal radical. ¿En base a qué querríamos modificar el dinamismo armónico que constituyen las competencias, prácticas y posturas típicas de una comunidad lingüística? Sobre esta cuestión, uno de los abordajes más agudos y ampliamente discutidos en el mundo de la Bioética es el introducido por Jürgen Habermas en The Future of Human Nature. En dicho ensayo, Habermas defiende la existencia de la naturaleza humana y la necesidad de salvaguardarla sobre la base de una argumentación muy similar a la acabada de presentar en torno a la idea de trasfondo. Para el filósofo alemán, nuestro común hábitat intersubjetivo no debiera ser considerado la propiedad privada de nadie, porque ningún participante puede, por su cuenta, "controlar la estructura o incluso el curso de los procesos de consecución de comprensión y auto-comprensión" (95). Querer disponer de este fundamento sin fundamento -como también llama Spaemann a este mismo sustrato- conduciría a situaciones paradójicas como la que nos relata Michael Ende en su más famosa novela, con la escena de la puerta sin llave. ¿Qué sentido tiene que Atreyu quiera abrir una puerta si ello exige olvidar el propósito por el que pretende cruzarla? ¿Por qué cambiar aquello que es fundamento de nuestros deseos y fines? ¿Cómo justificar que el agente seguirá valorando positivamente la trasformación radical una vez sea en él efectuada?

A los argumentos sobre la interpretación externalista de la triada mente-cerebro-mundo, sobre la heteronomía de la voluntad, y sobre la intangibilidad de la naturaleza, Habermas añade un cuarto argumento, relacionado con la alteridad humana. No es solo que necesitemos a la comunidad para desarrollarnos como personas, para cumplir con nuestras metas, sino que parte de nuestra identidad reside en ella[28]. De ahí la íntima responsabilidad que tiene cada uno de sus integrantes para con al resto, una responsabilidad que no se limita a las acciones sino también a las creencias. Hay un ámbito privado que nos pertenece y sobre el que gobernamos, en efecto, pero también uno público, no por ello menos íntimo ni menos relevante para nuestra identidad. Para Habermas, este segundo espacio debiera ser protegido no solo de las acciones, sino también de las ideas que pretenden violar su sacralidad. Dicha idea hay que asociarla a la anterior: la conciencia moral que nos une se fundamenta, según Habermas, en el hecho de compartir un medio natural, un espacio donde vernos a nosotros mismos como seres éticamente libres y moralmente iguales, a la vez que guiados por normas y razones.

Llegamos así al quid del asunto. Tal auto-comprensión humana -como agentes libres, iguales y solidarios-, es posible en la medida en que podamos apropiarnos críticamente de la vida, incluyendo el propio pasado. Pero únicamente en un medio natural los seres humanos son capaces, retrospectivamente, de restaurar el balance perdido por la responsabilidad asimétrica que conlleva que los padres se encarguen de la educación de los hijos. Damos así con el conflicto: cuando las decisiones sobre los cambios obrados son irreversibles. En ese caso, ideas y acciones supondrían un tipo de modificación radical de la existencia tan ilegítimo como nocivo, y no solo para la generación modificada sino también para la modificante.

The Future of Human Nature supone una crítica explícita al empleo ilimitado de la biotecnología sobre la progenie, cuyas trágicas consecuencias recaen, a juicio de Habermas, también sobre los progenitores. No importa que la intención esté orientada a fines mejorativos o cosméticos (por ejemplo, para cumplir con un capricho de los progenitores respecto al sexo, el color de ojos o la estatura que se desea para los hijos), lo crucial es que al ser irreversible, tales cambios romperían el mutuo y simétrico reconocimiento entre generaciones. En esa situación los progenitores salen también malparados pues si bien cara al futuro, lo que se daña es la igualdad entre seres humanos, en el presente es el concepto de igualdad contra lo que se atenta. Sus contenidos resultarían alterados con los nuevos modos de interacción social. En efecto, más perjudicial que gestar una sociedad integrada por hombres que no se consideren mutuamente iguales es -como afirma Habermas- crear una en la que seamos incapaces de comprender el concepto mismo de igualdad.

La Medicina no puede ser reducida a una bioingeniería, ya que el hombre no es una máquina: no tiene un cuerpo, sino, parafraseando a Helmuth Plessner, es cuerpo. La biotecnología necesita ser acotada de acuerdo a lo que somos, porque eso es lo que da sentido a un determinado horizonte de objetivos y porque es lo que hace que tal horizonte sea compartido. Deshacer el "somos" es destruir las razones por las que se operaron dichas modificaciones, acabar con el espacio intersubjetivo que permite la colaboración y, en último término, imposibilitar el progreso individual y social.

  1. Más allá de la naturaleza humana

Aunque la teoría del trasfondo ayuda a evitar ciertas paradojas y graves males prácticos, arrastra también algunos importantes problemas. El primero de ellos es el de la objetividad.

Desde un punto de vista puramente epistemológico, cuesta entender cómo relaciones estrictamente físicas pueden justificar el valor de verdad de un enunciado. Es coherente que buena parte de los autores mencionados en el epígrafe anterior naveguen entre dos aguas en lo que respecta al realismo. Para Searle, por ejemplo, la realidad social que constituyen las comunidades lingüísticas no es fruto de convención alguna, como tampoco lo es la función biliar, aun siendo ambas constitutivas de la autonomía humana. En otras palabras, el trasfondo no es una construcción social ni puede llegar a serlo. Sin embargo, lo que funda toda objetividad es, al mismo tiempo, su límite racional.

Davidson llega más lejos en este planteamiento al afirmar que, como nuestro mundo depende del trasfondo o esquema conceptual asumido, lo válido o real en una determinada teoría-marco podría no serlo en otra. Por eso, para Davidson, la existencia de varias racionalidades no significa reconocer la irracionalidad de todos los mundos. Pero, ¿es suficiente dicha justificación para evitar actitudes relativistas? El autor piensa que sí, pero sin duda es una de sus tesis más polémicas.

En el caso de Habermas, la modificación de aquello en que se fundan los juicios de verdad está fuera de toda racionalidad. Un sinsentido tan absurdo como intentar ganar una partida de ajedrez modificando sus reglas. Pero, ¿es el conocimiento humano únicamente un conjunto de juegos que dependen -utilizando una expresión de Wittgenstein- de las formas de vida donde se lleven a cabo. ¿Podemos decir del lenguaje algo más que el simple hecho de si se usa con corrección o no ante unas determinadas circunstancias o dentro de un conjunto de actividades sociales? Si no es así, la objeción al hard enhancement aquí presentada es un argumento lógico pero no moral.

La noción de naturaleza como trasfondo arrastra también grandes problemas prácticos. En primer lugar, no siempre es sencillo averiguar cuándo una determinada modificación va a producir un cambio corporal moderado y cuándo uno radical. Esta dificultad se ve agravada por el hecho de que es propio a los sistemas de redes el no poseer un territorio fronterizo con casos intermedios, sino un punto crítico que, una vez cruzado, conduzca a drásticas consecuencias[29]. ¿Es posible abstraer una ley del "todo o nada" en la Medicina mejorativa o cosmética? Desde luego, la tarea es especialmente complicada en el caso del cerebro -y de la mente-. Esta insuperable dificultad nos obliga a asumir una imagen terriblemente vulnerable de la identidad humana, una que exige adoptar medidas extremadamente prudentes en lo que al uso de la neurotecnología se refiere. No solo implica frenar el desarrollo de las aplicaciones neuromejorativas y neurocosméticas, sino también pagar un alto precio en lo que respecta a la investigación y a las aplicaciones terapéuticas. Nos enfrentamos con dicha conclusión a un nuevo dilema, ya que ésta tampoco se nos antoja natural. En otras palabras, llevarla a la práctica nos exige tanta o más violencia, es tanto o más inhumano, que la alternativa contraria.

Es chocante que el libertarismo de la Neuroética desemboque en el mas recalcitrante de los conservadurismos. Veamos dicha deriva argumental en los planteamientos de Henry T. Greely a colación del cambio de personalidad causado por la DBS.

Si un individuo se caracteriza por la unidad y singularidad de la red que lo sostiene, entonces, modificar dicho fundamento supondría la pérdida de su identidad. Esta es la razón que esgrime Greely para oponerse al empleo de la DBS y de otras técnicas que puedan inducir grandes cambios en la personalidad. La castración química entre otras. Este abogado de Palo Alto, equipara dichas técnicas a la pena de muerte pues, a su juicio, lo que se hace con ellas no es tratar, mejorar o rehabilitar al individuo, sino sustituirlo por otro en mejor estado (55). Llevando el argumento de Greely al extremo, podría considerarse incluso que los pacientes tratados con Prozac están asumiendo conductas tan destructivas, a largo plazo, como las del tabaco. Entonces, ¿debemos descartar su utilización? Greely no es tan tajante: aceptaría su uso, pero únicamente si al valorar el coste-beneficio sabemos lo que está en juego. En otras palabras, habría que hacer entender al paciente que decir que una intervención presenta elevado riesgo de cambiar la personalidad es lo mismo que decir que existe serio riesgo de fallecimiento.

El planteamiento de Greely contrasta con la visión clásica de la Medicina, mucho más aperturista y fundada en la noción de persona: el individuo no es su naturaleza, ni tampoco es su personalidad. La personalidad es manifiestación del individuo. Este es el marco por el que todavía es común en Psiquiatría entender que el paciente sigue siendo el mismo y único, aun cuando éste haya cambiado de personalidad tras un accidente neurológico, o en un caso de personalidad múltiple. No hay defunción, ni establecimiento de una nueva relación médico-paciente, ni un aumento en el número de enfermos ingresados en planta. En contraste, lo que deviene de la inocua Neuroética es una transformación radical de los discursos y estrategias sanitarias, cara a proteger la personalidad. Pero, ¿realmente es posible evitar todo lo que directa o indirectamente pueda inducir un cambio corporal radical? ¿No introduce esta visión del hombre una cultura de la incertidumbre y del miedo?

Una posición intermedia es la de Allen Buchanan quien, partiendo de las mismas premisas sobre el trasfondo, defiende la tesis opuesta a la de Greely. Este profesor de Filosofía de la Universidad de Duke reconoce la enorme fragilidad del individuo y de los espacios intersubjetivos, esto es, de la manera que tiene cada época de entender al ser humano. Sin embargo, considera que como dichos cambios son habituales en nuestra historia, al igual que lo son los cambios de personalidad en una determinada sociedad, debiéramos asumirlos con normalidad, con completa naturalidad. Buchanan pone las revoluciones agrarias de los siglos XVIII y XIX como ejemplo de cómo simples avances tecnológicos han supuesto auténticas revoluciones culturales (97). El hombre cambió radicalmente entonces, y seguirá haciéndolo. ¿Por qué temer el cambio?

La posición de Buchanan es fácilmente objetable pues, en el fondo, sólo consigue poner de manifiesto que los trasfondos cambian. Pero del hecho de que el hombre cambie no se deriva directamente que deba cambiar. El argumento es falaz: la gente muere, ¿por qué temer la muerte? Por otro lado, esta defensa del uso ilimitado de la biotecnología sigue adoleciendo de una fundamentación de los criterios del cambio: ¿en orden a qué alguien decidiría modificar su identidad o su cultura?

Además, ¿el ejemplo de las revoluciones agrarias de Buchanan apunta a un real cambio radical del trasfondo? Es muy discutible, ya que sigue existiendo reconocimiento entre los hombres de las sociedades pre-revolucionarias y post-revolucionarias. Por eso valoramos dichos cambios como progreso. No importa que la casualidad haya tenido un gran papel en él, ni que dicho juicio positivo solo haya podido ser realizado a posteriori.

La discusión con Buchanan muestra que no todo cambio aparentemente radical es, de hecho, un cambio de trasfondo. Pero esta afirmación no debe llevarnos al equívoco de creer que el trasfondo sea una realidad difícilmente modificable. Ya sabemos, gracias a los trabajos de MacIntyre y Habermas, que también puede producirse el fenómeno inverso: un cambio de trasfondo invisible pero, no por ello, menos radical. Volvemos a donde estábamos. ¿Tiene razón Greely? ¿Debemos proteger el trasfondo social y nuestra personalidad a toda costa? La cuestión no es banal: pone en entredicho la igualdad entre los seres humanos y, con ello, la dignidad y los derechos individuales.

Hay una tercera vía, clásica por otra parte, en la que la noción de Naturaleza es considerada como algo más que mero trasfondo. En este punto resulta interesante recuperar la noción aristotélica de elección racional -proáiresis-. El Estagirita la utiliza para designar aquello que, con respecto a la conducta, es específico de los seres humanos. Apelando a dicha noción, escribe el profesor Murillo: "El agente racional no sólo actúa en vistas de un bien particular, sino que además lo hace sobre el trasfondo de una concepción global de su vida. La acción específica del hombre no es racional sólo porque siga a un cálculo, sino porque compromete al agente como tal" (98). Lo particular de esta idea de trasfondo es que delimita no solo un marco lógico, sino también uno teleológico. Lo propio a la naturaleza humana, a su inteligencia, es la capacidad para apropiarse del fin que guía todas las cosas, ya sea el fin propio (como entelecheia, o posesión del telos) o el fin ajeno. En otras palabras, la racionalidad es, sobre todo y como apunta la filósofa Ana Marta González, "la capacidad de hacerse uno con lo conocido, de penetrar en su interior, de descubrir su naturaleza íntima. Desde esta perspectiva, ser racional significa poseer la capacidad de hacerse cargo del dinamismo de los seres, y que precisamente por eso está capacitado para cuidar de ello" (99). Lo común y perenne a los hombres no es, por tanto, una racionalidad de índole instrumental, autonomista y cosificadora, ni tampoco la lógica interna, siempre perspectivista, de un determinado espacio intersubjetivo, sino la capacidad para aprehender la finalidad bajo la cual cada cosa está ordenada. Únicamente través del conocimiento de este orden universal le es posible al hombre trascenderse, elevar su discurso a planos más y más perfectos y, con ello transformarse sin riesgo a perderse en el camino.

Leonardo Polo es uno de los filósofos que con mayor claridad ha sabido conjugar los límites naturales de la inteligencia humana y del progreso ilimitado y trascendente. Polo basa su explicación en el desarrollo tomista de la teoría aristotélica del intelecto agente, a cuya acción asigna la posesión última del objeto cognoscitivo. El conocimiento habitual, tal como denomina dicha posesión, no es reflexivo -no es el saber de algo-, sino trans-objetivotrans-intencional -el saber cómo se sabe-. En otras palabras, los hábitos intelectuales informan no sobre la cosa sino sobre lo que falta por conocer de ésta; es decir, sobre la finitud de la facultad intelectual. Dicha capacidad es, precisamente, el ámbito de posibilidad de su infinita operatividad. Hace así recaer en el intelecto agente la superación del límite mental, del trasfondo. Sólo en el momento en que caigo en la cuenta de que no sé nada puedo continuar conociendo ilimitadamente. Ahora bien, para que esto sea posible, y si bien es necesario que el intelecto agente acompañe y requiera de conocimientos de tipo operativo (aquellos que son propios de un trasfondo lógico), él mismo no puede ser operativo, esto es, no puede estar sujeto a un determinado discurso (100). Pero si no pertenece al orden natural, entonces, ¿cuál es su procedencia? Aristóteles apela a lo que de divino hay en el hombre.

Tomás de Aquino va más lejos y, asumiendo los principales postulados de la tradición judeo-cristiana, concede al hombre la capacidad para conocer el orden divino, pero también para participar en él. Como imagen de Dios, crece y crea, y ambas cosas ilimitadamente. Por supuesto, la creación del hombre no es como la de Dios, pero aún y todo, está a su alcance colaborar activamente, trabajar en la armonía universal, mejorando los fines existentes en la naturaleza o aportando otros nuevos. Esta interpretación puede parecer contradictoria con la creencia en la bondad de la creación. ¿Cómo mejorar lo que ya es perfecto de acuerdo a su dignidad? Dicha capacidad sólo sería coherente en un escenario en el que las realidades poseyeran también una naturaleza abierta, susceptible de crecimiento. No sería un crecimiento intelectual, como en el caso de los seres humanos, sino antropocéntrico: las obras de la creación en potencia de ser cuidadas y trabajadas por el hombre[30]. La mejora artificial introducida en el mundo sería, en conclusión, una actividad inserta en la naturaleza del hombre pero también intrínseca a la creación misma (101).

  1. Dios en la Neurociencia

Existe un creciente interés de la Neuroética -y, en especial, de los autores pro-mejoramiento- por rescatar algunas imágenes ofrecidas en la Patrística sobre el cielo y la felicidad. Autores como Michael Hauskeller pretenden ver en ellas claras coincidencias con la propuesta transhumanista (102). Como se acaba de explicar, la tesis de partida es correcta: en la cosmovisión cristiana la acción del hombre en el mundo es algo más que mera mímesis, imitación y cumplimiento del orden natural, por lo menos entendido este orden como relación entre finalidades cerradas a la novedad. También en dicho enfoque el final de los tiempos está marcado por un nuevo hombre y una nueva tierra, como nadie los pensó jamás. Pero deducir de ello el uso ilimitado de la biotecnología y el futuro posthumano es dar un salto imposible. Admitir lo artificial es compatible con sostener que el hombre debe seguir conociendo y respetando la creación, sin forzarla, aprendiendo sus lenguajes, adquiriendo la sensibilidad ecológica, experimentando el arrebatamiento de quien se siente sobrepasado una y otra vez. Ésta es la primera escuela, el punto de partida de la creatividad en términos teológicos. Pero además, las obras siguen estando bajo la sombra protectora de lo divino, aun cuando el Dios misterioso se esconda tras la creación y sus designios se muestren insondables. El hombre sigue confiando en la providencia de quien sostiene la armonía universal, de quien le ha confiado la libertad para hacer y deshacer en la tierra y en el cielo. Quien es imagen de Dios vive en la oscilante tensión entre la audacia y la prudencia, una tensión marcada por el diálogo con Dios, por la inspiración como puente entre un trasfondo y un estadio superior. Es cierto; el futuro que le aguarda al cristiano puede ser muy distinto al que pretende y espera, pero siempre será un futuro triunfante, en tanto que Dios suple las carencias humanas y sirve de guía en las cañadas oscuras. No se puede comparar este destino luminoso, con las descabelladas utopías tecnológicas de quien avala sus decisiones en conocimientos parciales, en la pura voluntad y en el azar.

Volviendo sobre la noción del trasfondo, un punto a destacar del pensamiento de Polo es que presenta la libertad humana necesitada, por un lado, de narrativas cohesivas y totalizantes, y por el otro, de un universo ordenado y teleológico. Lo interesante de esta hipótesis, que denominaré Teoría de la narrativa trascendental, es que está en consonancia con la tendencia general humana a buscar respuestas últimas y veraces, cara a decidir qué fines perseguir. Por esa razón, el proyecto de divorcio entre el mundo objetivo y el mundo vital, entre la ciencia y la ficción, es tan absurdo como intentar separar las dos caras de una moneda. Esta valoración acarrea, no obstante, un problema: si al hombre no le sirven ni los mitos ni las verdades parciales, ¿cómo puede soportar su existencia mortal, llena de dudas y fracturas? Erik Erikson, autor consagrado en Psicología del desarrollo, acertó a reconocer que la esperanza de vivir en un mundo ordenado, cognoscible y benévolo ha jugado, a lo largo de la historia de la humanidad, un papel crucial en la evitación de la angustia (103). A falta del escenario ideal, al hombre parece bastarle la promesa de su consecución. Erikson relaciona esta necesidad con el hecho de que el hombre sea un ser religioso por naturaleza, una realidad cuya vida pende de revelaciones -en tanto que éstas representan verdades últimas e incuestionables-, así como de palabras de salvación[31].

La Neurociencia parece haber encontrando importantes signos de la conexión entre el cerebro, la identidad humana y las creencias religiosas[32]. Lo malo es que estos hallazgos están siendo utilizados tendenciosamente para defender conclusiones precipitadas y reduccionistas. A la Neuroteología le está pasando igual que le pasó a la Neuroética: los prejuicios comienzan a transformar este campo en un bastión de tesis eliminativistas. Haré mención, como muestra representativa, a las tesis de quien es uno de los principales difusores de la Neuroteología: Andrew B. Newberg, neurocientífico y director de investigación del Myrna Brind Center for Integrative Medicine. Para Newberg, el hecho de que hayamos encontrado correlatos neurológicos de ciertas experiencias místicas hace evidente la ausencia de trascendencia en las segundas. La falacia de Newberg es fácilmente refutable: por la misma regla de tres, que existan correlatos neurológicos de un recuerdo de la infancia implicaría que dicho suceso nunca ocurrió. Este tipo de observaciones no sirven para descartar la hipótesis de que la relación entre Dios y el hombre encuentre también su reflejo a nivel material. Con una orientación parecida reduce Teske las creencias religiosas a cuentos muy útiles para el desarrollo humano. No es extraño que proponga sustituir el nombre de Neurotelogía por el de Neuromitología. La objeción a Teske es la misma que la realizada a Newberg: ¿No es posible que un enunciado sea verdadero y beneficioso a la vez? En la cosmovisión clásica es, de hecho, lo normal y lógico. Todo está por demostrar (108).

Las consecuencias del discurso tendencioso de la Neuroteología son similares a las de la Neuroética. La ideologización acarrea el injusto descrédito de un campo que tiene mucho que decir, tanto a creyentes como a no creyentes. Y lo que es peor, provoca reacciones opuestas e igualmente nocivas. En el caso de los creyentes, impide que éstos tomen en consideración lo que en Neurociencia se pueda decir sobre lo espiritual. Esta actitud es tan criticable como su contraria, pues tan poco sentido tiene que haya creyentes que pretendan defender su espiritualidad a base de ignorar la Neurociencia, como que ciertos científicos extrapolen las correlaciones y efectos positivos de las creencias y prácticas religiosas para defender su ateísmo. En todo caso, dado el singular objeto de la Neuroteología y lo que su estudio pone en juego, se hace preciso una aún mayor prudencia que la que requiere la Neuroética, entre otras cosas por las razones sacadas a colación con la teoría del trasfondo: para no alterar de manera radical e irreversible uno de esos especiales nodos de la red neuronal y de sentido que configuran nuestra existencia. Veamos, para terminar, el más evidente e importante caso imaginable.

Si la Teoría de la narrativa trascendental es correcta, el proyecto secularizante que abandera el eliminativismo -desmitificante, como se denomina desde la Neuroética- deja como herencia social un vacío existencial que la ciencia experimental, por incompleta, no puede llenar. Entonces, ¿quedará la sociedad avocada a la angustia, perderemos nuestra identidad personal y social, como predice Erikson? Aldous Huxley, basándose en la respuesta de ciertos mecanismos psicológicos de defensa presentes en los seres humanos, nos ofrece otra alternativa de futuro: la mitificación de la ciencia[33]. El profesor de la Universidad de Navarra Leandro Gaitán, especialista en la teoría neuroteológica de Huxley, explica esta idea en los siguientes términos: "Cuando un absoluto es dejado de lado, la natural inclinación humana se encarga de que otro absoluto ocupe su lugar. Para Huxley, el proceso de secularización moderna de lo sacro es el principal responsable del actual reencantamiento de la ciencia" (109 y 110).

La predicción de Huxley parece verse confirmada en los ya citados estudios de Racine e Illes (25 y 26). La ciencia y, más concretamente, la Neurociencia comienza a desempeñar una función en la sociedad occidental actual que trasciende sus límites metodológicos[34]. En efecto, la cantidad y la cualidad de las promesas emitidas sobre el progreso en el conocimiento del sistema nervioso central no tiene parangón en ningún otro campo de investigación. La Neurociencia se presentan como panacea del progreso social, como clave última para la consecución de la felicidad individual y de la paz entre los pueblos. Pero, ¿quién es responsable de esto?

Uno de los peores rasgos que es posible encontrar en numerosos medios de comunicación contemporáneos tiene que ver con tratar de ofrecer aquello que la audiencia reclama, aun a costa de la verdad. Son muchos los que han hecho suya la máxima del padre de las relaciones públicas, Edward Bernays: "Las noticias no se buscan, se crean". Los hoy tan frecuentes titulares sensacionalistas de la Neurociencia se siembran en un público que, por estar desencantado de casi todo, está también más y más dispuesto a creer que es posible encontrar la explicación del arte, del amor, del alma o de Dios dentro de sus cabezas, y a obrar en consecuencia. Así se muestra, por ejemplo, en la investigación del equipo de Deena Weisberg, de la Universidad de Yale, en cuyas conclusiones se desvela el particular efecto que tiene hoy la palabrería neurocientífica entre aquellos que no son expertos (119). En síntesis, la fe en la ciencia del mañana, en lo que todavía está por descubrir y demostrar, está ya cambiando nuestro presente a golpe de neuropolicies, utilizando el término de Illes y Racine. Pero ¿podrá generar la Neurociencia confianza suficiente para prevenir la angustia existencial que ella misma induce? ¿Por cuánto tiempo?

Quiero terminar el epígrafe denunciando la falacia de la que es probablemente la utopía científica más extendida socialmente: que el progreso de la ciencia acabará demostrando las tesis positivistas. Un rápido examen de los postulados de dicha teoría es suficiente para caer en la cuenta de que, por definición, no son susceptibles de comprobación experimental. Asunto diferente es que el proyecto eliminativista sí que pueda acabar destruyendo o haciendo caer en el olvido todo aquello que no es susceptible de comprobación empírica. Aún entonces, seguirá existiendo una gran diferencia entre descubrir que algo no existe y eliminar algo que sí. Únicamente desde el enfoque neopragmatista -en su versión relativista-, la difusión de la promesa del advenimiento salvador y revelador de la ciencia sería aceptable; es decir, ésta promesa debiera aceptarse no por su racionalidad, que no la tiene, sino por su funcionalidad en una sociedad excesivamente descreída y angustiada. No obstante, en tanto que dicha creencia es al mismo tiempo causa de la angustia, lo lógico es que se acepte como un mero remedio provisional. En cuanto fuera posible habría que sustituirla por una narrativa más inocua, que no exigiese la radical y tan inhumana separación entre lo que se piensa (no ya lo objetivo) y lo que se hace. Si así ocurre es porque el tiempo demostrará cuán difícil es creer en el poder de la ciencia, solo en teoría.

Coda

La Neuroética ha abierto tantos frentes, desde una orientación filosófica tan concreta, y con consecuencias prácticas tan importantes que merece, cuanto menos, ser acogida con cautela. Es más, necesita de un mejor aparato crítico; aunque no solo ella, la requiere la sociedad neurotecnológica en la que nos ha tocado vivir. Expresándolo claramente: necesitamos reinventarla. Pero, ¿es posible? Merece la pena intentarlo, aunque solo sea por mantener unidos a quienes trabajan en lo mismo. No obstante, el peligro que corre la disciplina es que, con el tiempo, el Eliminativismo e incluso el Neopragmatismo relativista, acaben arraigando en las actitudes y en los métodos de sus investigadores. Entonces, todo intento de diálogo sincero, es decir, con visos de objetividad, se volvería infructuoso y todo cambio improbable. En dicha situación, estaría legitimado abandonar dichos foros de discusión y el propio término de Neuroética. En mi opinión, un buen subtítulo, si no alternativa a la Neuroética, sería el de Filosofía de la Neurociencia. Dicha expresión, entendiendo el término Filosofía en su acepción clásica, vendría a definir la actividad de aquellos que buscan y están unidos por la búsqueda de la verdad y el bien que pueda extraerse de las observaciones y experimentos sobre el sistema nervioso central.

Para terminar esta voz, creo conveniente marcar en la agenda de la Neuroética una lista de tareas urgentes para aquellos que deseen alguna pista sobre en qué invertir su tiempo, esfuerzo o dinero.

En primer lugar, la Neurociencia debería tomarse más en serio el espíritu interdisciplinar que dio lugar a su nacimiento e incluir entre sus filas a auténticos especialistas en Ontología, Historia, Teología, etc. Resulta extremadamente atrevida y naïve la aproximación de muchos de los que hoy, en nombre de la Neurociencia, se presentan como pioneros en el estudio de temas tan antiguos como es, por ejemplo, el de la relación entre materia y conocimiento[35]. El desprecio por los grandes tesoros culturales acumulados por el hombre a lo largo de la historia es un derroche infame que, además, no nos podemos permitir. Es preciso incluir en los equipos de trabajo estudiosos familiarizados con las teorías de genios que dedicaron toda una vida a pensar sobre dichos temas. Esta es la manera más rápida y efectiva de evitar los errores categoriales, los discursos superficiales y los callejones sin salida tan frecuentes en aquellos que, desde el ámbito experimental, pretenden ir más allá.

Lo dicho no significa que el neurocientífico deba sin más delegar en otros las cuestiones fuera de campo, ni tampoco que deba abandonarse a discusiones históricas a las que frecuentemente conduce apreciar el valor de las tesis de épocas pasadas. El justo medio está en lograr -señala Kenny- que la búsqueda de coherencia (propio del movimiento intelectual interdisciplinar) no socave, condicione o tergiverse la verdad de los enunciados y de los datos de los que se parte. Análogamente, podríamos aventurar que el éxito de la Neuroética y, en definitiva, de la Neurociencia, dependerá de que se encuentre o no el correcto doble equilibrio entre la actualidad y la historia, por un lado, y la coherencia y la significatividad, por el otro. Pero formar equipos de trabajo con especialistas de diversas áreas no es suficiente para la consecución de este doble objetivo. Para que se produzca una verdadera colaboración interdisciplinar, parece necesario que, previo al diálogo entre especialistas, exista un espacio común de encuentro, aunque sea mínimo. Quiere decirse con esto que los grupos interdisciplinares tienen que estar mayoritariamente constituidos por investigadores interdisciplinares, esto es, por investigadores con cierta formación fuera de campo. De lo contrario, los diálogos de sordos y los desencuentros son tan frecuentes que llega a no compensar el celebrar dichas reuniones[36].

En segundo lugar, la Neuroética ha distinguido precipitadamente a la persona del cerebro, para pasar a continuación a negar la existencia de la primera[37]. Esta posición, denominada de antidualista es, de hecho, fruto del error dualista de identificar el problema mente-cerebro con el problema alma-cuerpo. La Neurociencia parece seguir entendiendo la mente bajo el esquema cartesiano, con la única diferencia de que niega el plano de la subjetividad y se queda con la idea de que lo único que existe es el plano de las cosas extensas, tal como fue definido por Descartes. Como ya advirtió Gilbert Ryle a mitad del siglo XX, este dualismo conduce, en última instancia, al más oscuro panpsiquismo o al más radical materialismo. Y si a este error añadimos el de identificar el término espíritu con el de alma y, ésta última a su vez, con el de consciencia, entonces es inevitable calificar el discurso religioso de descarnado e irreconciliable con el progreso científico y social. Pero son molinos, que no gigantes. Pocos son los credos que aceptan las tesis que en dicho antidualismo se pretenden criticar. El problema del dualismo es una asignatura pendiente que todo buen Neurocientífico debería cursar al menos una vez en la vida.

Un tercer asunto que merece especial dedicación, es el del fenómeno de medicalización que padece la sociedad occidental. Es urgente un análisis profundo del proceso de vaciamiento de contenido del concepto de salud, así como de las nuevas corrientes que cuestionan que la Medicina posea fines propios. Porque tiene enormes repercusiones prácticas que sean cada vez menos los que nieguen que la verdad, el amor o la libertad sean piezas con las que establecer objetivamente los fines y con las que limitar sus prácticas. Del mismo modo, es crucial que nos preguntemos por qué la Medicina está convirtiéndose para muchos en el fin último de la existencia. Ambos fenómenos -vaciamiento y entronización de la Medicina- no pueden ser ignorados por la Neurociencia, especialmente cuando representan el germen de una sociedad encaminada hacia horizontes cosméticos, esto es, una sociedad en la que la manipulación del sistema nervioso tendrá un papel fundamental en el enmascaramiento de todo posible mal.

En cuarto lugar, y muy relacionado con lo anterior, resulta imperioso investigar e informar sobre las incertidumbres que rodean el consumo de psicofármacos. Pero, ¿puede medirse la incertidumbre? Al menos pueden establecerse comparaciones respecto de las que se presentan en otros asuntos. No obstante, ya sabemos que esto no basta para frenar el abuso de estupefacientes. Hay que luchar en un segundo frente: el de las actitudes crepusculares. Varios objetivos pueden ser marcados aquí como dianas: ¿es posible y mentalmente saludable mantener una actitud orwelliana?; ¿qué tipo de clima social arraiga cuando dichas actitudes se generalizan?; ¿cómo afecta al progreso científico, cómo al diálogo intercultural?

Una última y apremiante tarea es la de crear una Ontología Clínica que ayude, a quien aplica la biotecnología a su cuerpo -no importa si por motivos terapéuticos, mejorativos o cosméticos-, a no creerse por ello mera máquina. Ya sabemos qué difícil es evitar dicho pensamiento cuando todo lo de alrededor parece dictar lo contrario. El reto no es pequeño, pues los argumentos deben ser sólidos y, al mismo tiempo, accesibles para quien no es un experto y está además experimentando el sufrimiento que evocan las tan angustiantes experiencias de alienación e inautenticidad. Este tipo de discursos serían también muy beneficiosos para familiares que viven con estas aparentes máquinas vivientes; para los médicos que, muchas veces y de manera inevitable, trabajan el cuerpo humano como si éste fuera un mero mecanismo; y por extensión, para una sociedad bombardeada de mensajes mecanicistas sobre lo que es y sobre lo que debe ser el cuerpo.



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Echarte, Luis E., NEUROÉTICA. HACIA UNA NUEVA FILOSOFÍA DE LA NEUROCIENCIA, en García, José Juan (director): Enciclopedia de Bioética.

Última modificación: Monday, 6 de July de 2020, 13:32