EL OCASO DE LA TELEOLOGÍA EN LA NATURALEZA HUMANA: UNA CLAVE DE LA CRISIS BIOÉTICA SEGÚN RATZINGER The Decline of Teleology in Human Nature: A Key of the Bioethics Crisis as According to Ratzinger
Autor: Emilio García Sánchez
ÍNDICE:
Resumen/Abstract
Introducción
1. La desteleologización moderna e ilustrada de la naturaleza: Adiós naturaleza, adiós
1.1 El hechizo de la libertad y la autonomía absolutas
1.2 Difuminar el límite entre el bien y el mal
1.3 Bioéticas y biopolíticas antinaturales: el peligro de consensuar la dignidad humana
2. El rescate de la naturaleza y la dignidad humana: volver a la Creación
2.1 Volver a oír la Sinfonía de la Creación: el sonido real de la naturaleza
2.2 Fijar el ocular ético en las ciencias empíricas y experimentales
2.3 La dignidad ontológica como fundamento de los derechos humanos
2.4 Relanzar el imperativo ético kantiano
2.5 La inclinación instintiva a respetar la vida humana: el Decálogo Natura
Notas
Bibliografía
Resumen:
A través de los escritos de Joseph Ratzinger presentamos una propuesta analítica sobre la crisis bioética actual. La lesión que se viene operando sobre la inviolabilidad de la vida humana y su dignidad, requiere no sólo una eficaz acción social que las proteja sino también establecer un diag- nóstico nuclear desde el cual se pueda diseñar un tratamiento que remedie la crisis en su raíz. El pensamiento ratzingeriano lo ofrece, al abordar tanto las causas de la crisis como su resolución. Su propuesta o clave consiste en rescatar un concepto teleologizado de naturaleza que restablezca la inviolable sacralidad de la vida humana.
Abstract:
Through the writings of Joseph Ratzinger, this article presents an analytical proposal on the current bioethical crisis. The harm on the inviolability of human life and its dignity, demands not only social action to protect them, but also a nuclear diagnosis from which to design a treatment in order to remedy the crisis at its root. Ratzinger’s thought offers one, addressing both the causes of the crisis and its solution. His proposal is to rescue a teleological concept of nature that might restore the sacrality of human life.
Introducción:
Un recorrido exploratorio por los principales escritos de Ratzinger previos a su pontificado, saca a relucir una novedad intelectual incluida en su prolífica obra: su pensamiento bioético. También Ratzinger aborda con la profundidad y sabiduría que le caracteriza este campo de la disciplina ética. Afronta con agudeza y subraya con preocupación las amenazas bioéticas planteadas por las prácticas biomédicas y las biotecnologías actuales. Manifiesta su inquietud por los desvaríos que está provocando una ciencia sin moral, una ciencia desnortada éticamente que está le- sionado gravemente el valor sublime de la vida humana y su especial dignidad.
El presente estudio no pretende entrar pormenorizadamente en cómo Ratzinger analiza los conflictos bioéticos planteados por el progreso científico y biomédico. Más bien, el objetivo de estas líneas, consiste en primer lugar en presentar un diagnóstico. Determinar, según Ratzinger, los fundamentos éti- cos y antropológicos que se han tambaleado –incluso derribado– y que se en- cuentran en la raíz de la actual crisis bioética. El pensamiento ratzingeriano ofrece una decisiva clave de lectura de esta moderna crisis a la que denomino: desteleologización de la naturaleza.
Expongo cómo Ratzinger, más allá de su brillante diagnóstico, propone un conjunto de tratamientos que de aplicarse en su totalidad resolverían esta crisis que ha enfermado al concepto naturaleza. Traza un idóneo camino de sa- lida, marcando ordenadamente los escalones de un proceso inverso al anterior que rompería el desequilibrio ético ocasionado. El retorno reconstituyente consiste en re-teleologizar la naturaleza, y con ello rescatar la inviolabilidad sagrada de la vida humana.
1. La desteleologización moderna e ilustrada de la naturaleza: Adiós naturaleza, adiós
A lo largo de las obras de Ratzinger no aparece nombrado como tal el término desteleologización. En cambio, expresa apropiadamente la esencia de su significado cuando analiza la crisis ética que atraviesa la modernidad. Además, acude particularmente y con frecuencia a este proceso hermenéutico para vincular la crisis en la naturaleza con la crisis bioética, es decir, con la pérdida del sentido de la dignidad humana.
La desteleologización1 hace referencia a un conjunto de cambios que se han operado sobre el concepto naturaleza, una crisis conceptual que viene de lejos aunque incrementada desde la moderna Ilustración. El pensamiento ilus- trado declaró antiteleológica a la naturaleza. Como consecuencia, anuló la existencia de sus fines intrínsecos específicos, fines de carácter suprabiológico, no físicos o empíricos. Por la inherencia de estos fines especiales a la natura- leza humana, y por la inclinación natural hacia ellos, es por lo que puede fun- damentarse la especial dignidad del ser humano. Al mismo tiempo, aquí se lo- caliza en esencia, la distinción de la dignidad humana de la del resto de seres vivos, carentes de este tipo de teleología.
La negación de telos en el concepto naturaleza conduce inexorablemente a su ininteligibilidad racional. Y, específicamente en el plano real, causa un daño grave a la dignidad humana porque la desarraiga de su fundamento, pos- trándola en un estado de desprotección2.
Ratzinger localiza en esta crisis, que vacía de contenido teleológico a la naturaleza, la causa de una gran parte de los problemas bioéticos. De ahí que manifieste una sabia preocupación a lo largo de su pensamiento y con un rit- mo intermitente: volver a exigir la comparecencia del concepto metafísico naturaleza en la filosofía y en la moral actual, en la ciencia y el derecho. Y de- pendiente de éste, recuperar a la vez el concepto de ley natural. Puede considerarse a este eje –naturaleza/ley natural– como una de las claves que conforma y da sentido al pensamiento bioético ratzingeriano.
Destaca Ratzinger que, a partir del racionalismo ilustrado, se
produjo un cambio de ritmo en ese proceso desteleologizante de
la naturaleza, cuyo estallido se anticipó en el nominalismo Ockam.
1.1 El hechizo de la libertad y la autonomía absolutas
La condición apriorística de tal alteración en la naturaleza vino determi- nada por la propuesta moderna de exaltar la libertad como valor absoluto. El nuevo paradigma social y ético proyectado pregonó que la naturaleza humana debía de ser lo que cada uno quisiera que fuera, lo que cada sociedad y cultura libremente desearan. Si la consigna dominante consistía en la expansión in- terminable de la libertad, y en consecuencia, en un derecho incondicional a la autodeterminación, el resultado final no podía ser otro que la insostenibilidad definitiva de la naturaleza.
El hombre moderno ha desdibujado la imagen originaria que refleja su ser creatural. De siempre, la humanidad había asumido sosegadamente la con- dición de su dependencia y necesidad de los otros como características identi- tarias. Ahora, se rebela contra ellas, exaltando su orgullo por encima de sus naturales limitaciones.
Quiere emanciparse de las raíces de su vida. Se siente pro- vocado a emprender un combate contra la naturaleza a la que considera una amenaza. Y aspira afanosamente a sacudirse de la esclavitud de esa naturaleza6, que ha desplegado históricamente molestas restricciones para la libertad, re- primiendo la conducta humana: «el hombre no querría verse constreñido por esa realidad coactiva del vivir desde y para los demás, sino que pretende llegar a ser completamente independiente, poder hacer o dejar de hacer lo que se le antoje (...) la existencia humana es una atentado contra libertad (...) en el hombre nuevo no podrían existir ya esas dependencias que limitan el propio yo» 7.
En la propagación de tal revolución, resulta cada vez más extraña la propia naturaleza vulnerable y dependiente, condiciones que pasan ahora a ser extrínsecas a su estructura. Al reclamo de una independencia absoluta, se le adjunta el derecho a abdicar de una legislación natural obsoleta. El hombre moderno se dirige a la conquista de un paraíso nuevo donde acampar libre- mente, moviéndose sin coacciones de árboles prohibidos. En particular, no sólo pretende apoderarse más ampliamente del árbol de bien y del mal, sino que de modo ilegitimo, anhela superar la última de las fronteras: hacerse con el árbol de la vida8 para crearse a sí mismo, y recrear su naturaleza.
La sustitución de su ropaje nativo por una vestimenta artificial acaba des- figurando gravemente lo humano de su verdadero ser. Es la negación del hombre, un auto-olvido y desprecio consentido de sí mismo. Al final: «el hombre desaparece como hombre»9. La ansiada libertad, consumada con la exaltación de su autonomía y su independencia, lo convierte en una caricatura de lo humano, en un falso humano, «un pseudo-dios, un esclavo de su capacidad que lo desintegra»10. Lo desintegra porque lo convierte justamente en lo contrario de un Dios, en el anti-Dios: «moviéndose no hacia la divinidad sino hacia la destrucción del ser mismo por medio de la destrucción de la verdad»11. Al final, lo que queda no es ni un hombre ni un dios, sino un ser amorfo que se corrompe hasta límites insospechados.
Para Ratzinger, estos nuevos hombres –los contranaturales– se transforman en «fetiches»12. Y en su andadura idolatrizante, acaban subyugando al resto de hombres y a la naturaleza ambiental. Los inhumanos sistemas ateos y totalitarios, iniciados en la revolución francesa, constituyen una prueba gráfica del desorden promovido. Los genocidios del siglo XX fueron su más perversa ejecución. Igualmente, sobresalen los desastres ecológicos alentados por un desarrollo industrial descontrolado. Y por último, con más gravedad si cabe, no se han de ocultar los numerosos escándalos bioéticos del siglo pasado y que continúan en la actualidad: ensayos clínicos indignos con humanos, la expansión de la lacra del aborto, los desórdenes de la fecundación in vitro, la eliminación de embriones etc. Todas ellas manifestaciones que encarnan lo que Ratzinger denomina «la parodia diabólica de la libertad»13.
En este recorrido crítico, se detiene Ratzinger en recordar la fuerte influencia que tuvo el ilustrado Rousseau, adalid en su tiempo de esta batalla antimetafísica contra la naturaleza: «para Rousseau todo lo creado por la razón y la voluntad está en contra de la naturaleza, es la corrupción de la naturaleza y se halla en contradicción con la misma. El concepto que Rousseau tiene de la naturaleza es antimetafísico y se halla ordenado hacia el sueño de la completa libertad, no reglamentada ya por nada»14. En este contexto jacobiano, resultan inaceptables tanto la autoridad como los ordenamientos institucionales o tradicionales, opositores de la autonomía y libertad como valores supremos. Pre- domina una máxima en el hombre: «no quiere ser criatura porque no quiere ser medido, no quiere ser dependiente»15.
Algunos de estos planteamientos resurgirán más adelante con mayor poder sugestivo en el pensamiento de Nietzsche. La exaltación del superhombre debía enterrar dos señales de debilidad humana que venían esclavizándolo: la dependencia de los otros –en forma de ayuda y compasión–, y la existencia de un orden moral interno. Nietzsche «contrapone la embriaguez dionisiaca a la or- denación apolínea, evocando así oposiciones primordiales existentes en la histo- ria de las religiones: los ordenamientos de la razón representados por Apolo, co- rrompen la libre e ilimitada embriaguez de la naturaleza»16.
Pero, en esta ininterrumpida disolución de la naturaleza, señala Ratzinger que será con J.-P. Sartre cuando se alcance la posición desteleologizante más radical de todas: «El hombre no tiene naturaleza... el ser del hombre se halla indeterminado. Es una cuestión sin resolver. Yo mismo he de decidir qué es lo que entiendo por el ser del hombre. El hombre no tiene naturaleza, sino únicamente libertad»17. Como se observa, el planteamiento de Sartre no con- siste tanto en una fuerte crítica a la naturaleza, sino en proclamar drásticamente su desaparición e inexistencia.
Podría considerarse como el final del proceso de descomposición crítica, su sentencia última: no existe naturaleza, ni ha existido. Inevitablemente, en esta sentencia antinatural, quedará incluido un daño irreparable a la dignidad humana como propiedad intrínseca de la naturaleza. Porque anulada la natu- raleza ¿qué concepto de dignidad humana se puede llegar a definir y aceptar? ¿De qué dependerá su fundamento y su protección?
Todo ha venido a ser un tipo de hechizamiento por el loco sueño de una libertad sin límites, un falso encantamiento por una promesa humana de lo in- finito aquí en la tierra. Como afirmará en otro momento Ratzinger, se llegará incluso a perseguir el sueño de la independencia de aquello que al hombre le hace más humano y contradictoriamente más infinito y divino: el amor al otro, al débil, al necesitado: «El hombre se separa de la verdadera riqueza de su ser, se vacía y se vuelve inevitable la oposición al propio ser. No es bueno ser un hombre (...), es la lógica de la muerte.Se abre el camino hacia el aborto, hacia la eutanasia y hacia el abuso de los más débiles»18.
1.2 Difuminar el límite entre el bien y el mal
Entre las consecuencias derivadas de este proceso desteleologizante se resaltan dos por sus efectos especialmente bioéticos: el escepticismo ante el conocimiento de la verdad y el rechazo de absolutos morales que tutelen el comportamiento de las personas. Dos actitudes típicamente modernas que contemplan la verdad moral como una limitación incomprensible para el co- nocimiento y la libertad humana19: «no debe ni puede considerar como limitaciones las del bien y el mal, las de la moral, en realidad sólo ha de liberarse sencillamente de ellas, suprimiéndolas»20.
En este contexto, emerge de modo creciente un relativismo ético que ob- tura la naturaleza humana como fuente objetiva de la que emanan valores éti- cos universales, reconocibles por todos y siempre. Deja de existir en la natu- raleza humana «un lenguaje que es moral por sí mismo»21.
Si la verdad derivada de la naturaleza no puede imponerse por sí misma, resulta inviable construir una ética universal. Ha perdido los fundamentos para poder hacerlo. Tal descrédito ético 22 deja al hombre huérfano de su instancia moral más próxima: la conciencia y su dictado. Sin naturaleza, no puede haber conciencia moral. Es la lógica manifestación de su anulación. Obligan al hombre a que abdique de esa capacidad connatural que le permite abrirse con su razón a una verdad objetiva, universal e igual para todos... a discernir el bien del mal. Queda recluida en un ámbito completamente privado:
«la conciencia no viene a ser más que la subjetividad elevada a criterio último del obrar»23. Por tanto, surgirán tantas conciencias como individuos, imponiéndose el criterio moral de que cualquier decisión que proceda de la subjetividad de la conciencia vendrá con el marchamo de validez.
El silencio y el ostracismo al que se ha abandonado la naturaleza humana como fuente de moralidad, relega el bien y el mal a la mera sociología, psicología y a la estadística24. Ahora, se trata de estamentos externos al hombre los que han de determinar los límites del bien y del mal, límites que al verse suprimidos son reinventados subjetivamente y de modo arbitrario por quien quiera.
Al final, se acaba cediendo hasta provocar un apagón de esa innata facul- tad del hombre que le permite percibir la luz moral reflejo de su naturaleza25. Porque la naturaleza, al reivindicarse una libertad total, ha dejado de ser la medida del hombre moderno. De tal modo, que de modo inflexible, se acalla la conciencia moral para que en su lugar pueda subirse el volumen de la co- modidad y el provecho que supone dejar de oír las exigencias que laten en lo profundo de su ser26.
La nueva normativa moral consiste en que no hay normativas, o de modo más refinado en: que no existen normas inviolables27 ya que «lo único que queda son las normas de tráfico de la conducta humana que se justificarán o rechazarán según su utilidad28... (...) la norma es lo que va contra la naturaleza, y el hombre vive contra la verdad e incluso contra la naturaleza»29. Queda inaugurada una vía de perversión moral que niega la realidad en sí, obligando a ésta a que exprese y diga lo que no es. Sólo esta lógica antirrealista puede justificar la comisión de actos intrínsecamente malos que atentan intencionadamente contra la vida humana y su dignidad.
Sostiene finalmente Ratzinger, que la extensión de tal decadencia moral, constituye la esencia de la tentación que atraviesa la historia de todos los tiempos y el panorama de la sociedad actual30. El bien, el mal y la naturaleza de la que brotan, han quedado desfasados, anticuados. La doctrina de que el ethos procedente del ser humano permite la armonía con la naturaleza de las cosas «es acusada de mitología»31. Y lo que de modo elemental la humanidad consideraba como bueno o como malo 32 ya no lo es. No constituyen categorías objetivas sino restos arcaicos pertenecientes a tradiciones primitivas pérdidas en el tiempo.
En definitiva, los postulados de la filosofía moderna e ilustrada –no siendo todos críticos ni inconvenientes– han intervenido desarraigando al hombre de su historia, de sus raíces, arrebatándole su ley natural que expresa su mensaje moral interno. Pero como advierte Ratzinger: «si se arranca el pilar maestro –ley natural– sobre el que se asienta el ordenamiento de la vida humana, la persona irá desintegrándose paulatinamente»33. Y entre otras, este desorden interpuesto, significa la desaparición de la dignidad humana, dado que el valor de la vida y su inviolabilidad se convierten en un problema circunstancial e imprevisible, es decir, en una cuestión relativa dentro del fluctuante mar de opiniones que impere en la sociedad en cada momento 34.
1.3 Bioéticas y biopolíticas antinaturales: el peligro de consensuar la dignidad humana
Negar la naturaleza humana e invertir sus instrucciones teleologizante –sus fines– dificulta seriamente el reconocimiento de un valor ético intrínseco en los actos humanos. En la relación del hombre con el hombre y con el mundo, dejarían de existir actos considerados malos o buenos en sí mismos. En la práctica –y concretamente en la práctica biomédica–, tal desbarajuste obliga a aceptar la variabilidad en la valoración ética de la comisión de daños objetivos e intencionados sobre la vida. No siempre habrían de significar lo mismo, incluso podrían justificarse como un bien en determinadas circunstancias. Dependería. Porque en un mundo y en una sociedad multicultural y multireligiosa, los campos de visión ética se han ampliado, proliferando las po- sibilidades interpretativas sobre la realidad, también sobre la dignidad huma- na. Y como manda los cánones de la tolerancia social, todas esas opciones o enfoques éticos gozarían de igual validez y respeto.
En este bosque relativista, se genera un humus del que brotarán bioéticas con apellidos, es decir, con añadidos necesarios que justifiquen sus distintas e incluso opuestas claves éticas. La lógica relativista –su argumentario– impide el establecimiento de una única bioética que sea suficiente y la misma para resolver adecuadamente las cuestiones conflictivas sobre la vida humana. Además, existe un acuerdo tácito para rechazar la posibilidad de un único ethos que lograra una visión de conjunto de lo que es bueno y malo para todos, hoy y siempre. Sería tachado de impositivo o sectario. Por este motivo, algunas de las versiones bioéticas que se difundirán, terminarán incorporando en sus es- tatutos postulados antimetafísicos y relativistas negadores del concepto naturaleza. -
Surge así un entramado de corrientes bioéticas antinaturales, procedentes de éticas madre de corte liberal, emotivista, contractualista, conse- cuencialista/proporcionalista, etc.
Los efectos resultantes van a ser de dudosa aprobación ética e incluso de peligrosa aplicación sobre la dignidad humana, valor o propiedad que supuestamente todas ellas pretenden defender35. Precisamente, su problema interno más crítico radica en partir de un defecto de fábrica: negar la naturaleza. Nacen y se administran con un desenfoque metafísico sobre quién es el hombre.
En el rampante relativismo todo pasa a depender del azaroso juego de las consecuencias, los resultados y los beneficios procedentes de las acciones concretas. Incluso, los mismos sentimientos, que están asumiendo un papel cada vez más preponderante en las negociaciones éticas, podrían balancear el juicio final sobre una acción. Sin restarle importancia en el comportamiento y en las decisiones humanas, siempre se había otorgado a los sentimientos una inferior fiabilidad y seguridad en la interpretación o en el juicio ético de la realidad. Dado su carácter voluble se les asignaba un papel auxiliar. Pero ahora, en las sociedades modernas fuertemente psicologizadas, los sentimientos y las emociones se han hipertrofiado ascendiendo al rango de virtudes o sólidos criterios morales36. De todas formas, y sin desatender a esta nueva función asignada al corazón, en la práctica del juicio ético, se tiende a aceptar que lo más seguro de todo es el consenso. Se implanta paulatinamente el convencimien- to de que el veredicto ético lo emite como nadie el acuerdo deliberado, un convenio que goza de la imposibilidad de errar por su propio procedimiento interno.
La consolidación del consenso como sistema evaluador estuvo precedida por una resolución –consensuada– a la que llegaron los defensores a ultranza del relativismo. Reconocieron que la eliminación categórica de las nociones de bien y mal moral no resultaba funcional para resolver los crecientes problemas bioéticos que planteaba el quehacer biomédico. Y teniendo en cuenta la polémica que además despierta el pluralismo confesional, se llegó a la conclusión de que lo más sencillo –es decir práctico– consiste en fijar unos mínimos morales en forma de principios o acuerdos. Es lo que Ratzinger denomina «unos ordenamientos mínimos para casos de emergencia»37. A la vista de todos, hay que contar con un mínimo de moral porque de lo contrario, resulta impracticable –incluso inexplicable–, que todo deba ser matemáticamente relativo aunque ellos teóricamente lo sacralicen como un postulado incuestionable. Sin duda, algunos de estos mínimos morales no tendrían por qué ser despreciables por el hecho de ser mínimos, además podrían ir ampliándose a máximos. Pero tarde o temprano, lo que se descubre, es que también esos pequeños acuerdos morales pierden consistencia ya que el procedimiento del consenso que los ha fijado está fuerte e inevitablemente influenciado por la utilidad y el bienestar, las consecuencias y los resultados38.
En cualquier caso, y a pesar de esa evidente debilidad, al final, cuando surgen conflictos de carácter bioético, el procedimiento que se sigue adoptando tanto en las democracias, como a otro nivel en los comités de ética asistencial, consiste en trasladar a la mayoría la deliberación del juicio ético y la decisión a adoptar. El consenso o voto mayoritario se convierte así en el principio y raíz del valor moral: la fuente de la verdad y del bien.
Hasta el punto de que «la verdad queda sustituida por el consenso»39. Pero, la historia reciente de las mayorías parlamentarias, ya ha mostrado al mundo la inconsistencia de sus consensos sobre todo cuando hay que decidir sobre la dignidad humana y el derecho a la vida: «Está a la vista de todos los frágiles que son los consensos, y cómo los grupos partidistas, en un determinado grupo intelectual, pueden imponerse como los únicos representantes justificados del progreso y de la responsabilidad» 40.
Preocupa a Ratzinger que sea una colectividad tendenciosa e ideologizada la que se arrogue con el poder de la verdad ética41. Y por eso defiende con firmeza que: «la mayoría no puede ser el principio último; que hay valores que ninguna mayoría tiene el derecho de abrogar. La matanza de inocentes nunca puede ser elevada a derecho por ningún poder (...) la razón, la razón moral es superior a la mayoría»42. Si lo que impera es la ley ética de la mayoría, una ética del resultado como fundamento de éticas teleológicas o proporcionalistas: «entonces desaparece la inviolabilidad de la dignidad humana, porque en ese caso ya no hay nada que sea bueno o malo por sí mismo» 43. Al final, el respeto o no de la vida humana –si es justo o no protegerla– habría de ajustarse al beneplácito mayoritario o depender del balance final de beneficios. De este modo, en el ámbito biomédico, estarán justificadas éticamente muchas acciones, una vez hayan sido previamente tamizadas por el filtro de la mayoría y de los beneficios. Así, por ejemplo, no plantea- rían dudas éticas las técnicas de producción y selección de embriones que intencionadamente procurasen curar enfermedades: «se podría explotar al hombre con tal de que el bien esperado se presente como algo suficientemente grande» 44. En consecuencia, la vida humana y su dignidad quedan servilmente en manos de una clase dominante que, en función de sus criterios, acabaría decidiendo quién debe vivir y quién no: «siendo los que disponen del poder científico y los que administran los medios los que deciden el destino de los demás hombres»45. El acuerdo social establecido por una mayoría, y el interés general, detentarían la potestad para disponer utilita- riamente de la vida del no nacido (el embrión, el feto), del enfermo en fase terminal..., legislando y autorizando determinadas prácticas que destruyen la vida46.
En cambio, ese conjunto de minorías que no pueden decidir –los incapacitados, los vulnerables en general– quedarían expulsados del debate público, de las decisiones políticas. No se les oiría en el tumulto de una voz mayoritaria convertida ya en el criterio de derecho47, y por tanto, en el criterio de moralidad estatal y social. La perversión del ideal democrático, que quebranta los mismos fundamentos del Estado, alcanzaría su máximo valor «cuando el Estado se arrogara el derecho de definir qué seres humanos son o no sujetos de derechos, reconociendo a algunos el poder de violar el derecho fundamental de otros a la vida»48.
En conclusión, resulta que las bioéticas procedentes del consensualismo o del contrato social no ofrecen garantías morales suficientes. Si continúan partiendo de conceptos erróneos acerca de quién es el hombre y cuál es su na- turaleza 49, la inviolabilidad sagrada de la vida humana pasaría a depender de meros convencionalismos.
2. El rescate de la naturaleza y la dignidad humana: volver a la Creación
El proceso de crisis efectuado sobre la naturaleza y la dignidad, deja un panorama bioético ciertamente preocupante. Por este motivo, resulta urgente una intervención de rescate. El objetivo: recuperar el contenido metafísico del concepto naturaleza, un concepto intrínsecamente teleológico. Es decir, devolver a la naturaleza humana los fines superiores que le corresponden y que permiten su inteligibilidad racional y su carácter perfectivo. Sólo de este modo, el hombre puede entenderse así mismo como lo que es, un ser abierto a la Trascendencia. Es la condición para alcanzar la felicidad humana que le permite desarrollarse dirigiéndose hacia su fin último. A partir de aquí, es como Ratzinger sugiere reconstruir un ethos verdadero que salvaguarde y enaltezca la dignidad del hombre. Propone rehabilitar en el interior del hombre la apertura a la verdad completa sobre él mismo, para que pueda reconocerse y sentirse teleologizado, como objetivo final50. «Según la mente del mundo cristiano primitivo, los conceptos naturaleza, hombre, Dios, ethos y religión se hallan indisolublemente entrelazados»51.
2.1 Volver a oír la Sinfonía de la Creación: el sonido real de la naturaleza
Sostiene Ratzinger que la salida de esta crisis bioética, exige devolver al hombre a los orígenes de su creación. Retrocederlo al Génesis para recompo- ner desde allí la partitura de su naturaleza.
Rescatar la naturaleza humana y reposicionarla como fundamento ético quiere decir, re-imprimir modernamente las instrucciones originarias con las que fue moldeado el hombre por parte de su Creador: «sólo así podemos hacer avan- zar al Universo y a nosotros mismos»52. El hombre necesita revestirse de su auténtica naturaleza para vivir de nuevo su moral natural, y de esta manera, «po- der ser él mismo y no perder su propia identidad en el mundo de las cosas»53.
Ratzinger está plenamente convencido de que la restauración de la naturaleza humana como fuente y refugio de moralidad, permite custodiar la verdad y la dignidad del hombre, porque: «la naturaleza lleva en sí el ethos y la dignidad, y constituye de esta manera la exigencia jurídica de nuestra liberación, y a la vez la medida de la misma»54. El hombre ha de volver a escuchar con nitidez la sinfonía de la creación, «el himno del universo»55 que ha sido silenciado durante tiempo. Requiere aprender de nuevo el lenguaje de los orí- genes, y su abecedario metafísico, porque «la racionalidad interna de la crea- ción es más excelsa que la razón del homo faber»56. Necesita despertar su memoria remota que ha sido soterrada por la ignorancia y la manipulación. Descubrir lo que estaba tallado en el interior de su conciencia moral, a saber: «el recuerdo primordial de lo bueno y de lo verdadero»57.
El proceso teleologizante consiste en suplantar el ethos evolucionista58 y el formulado desde el consenso por un ethos natural inscrito en el ser del hombre. Teleologizar la naturaleza significa liberarla del aprisionamiento relativista, rescatarla de la orfandad nihilista en la que se encontraba. Y de este modo, volver a respirar aire puro, salir a la superficie natural y familia- rizarse con el sonido y el mensaje profundo que proviene de su existencia y del mundo59. Se trata de una demanda humana por volver a contemplar la luz de su verdad a la que se encuentra abierta, pero sin necesidad de impo- siciones procedentes de instancias humanas, de postulados cientificistas, de acuerdos, etc.
Por tanto, el proceso inverso a la desnaturalización es un viaje de retorno a su estado originario, resituando al hombre y a la humanidad en el jardín del Edén, en el paraíso. Estado y tiempo histórico de la humanidad, en donde ni el hombre ni la naturaleza se presentaban entre sí de modo antagónico y con rasgos amenazantes. Al contrario, el hombre contemplaba a la tierra y así mismo como un don, un bien. Respetando y siendo consciente del orden in- teligible de lo creado –es decir de su propio telos–, no la explotaba, sino al contrario, la cuidaba. Mutuamente se cuidan60, por medio de una actitud servicial en la que se manifiesta «una comprensión de sus posibilidades interiores y exige una forma cuidadosa de uso en la que el hombre se ponga al servicio de la naturaleza y la naturaleza al servicio del hombre»61.
Frenar el poder nocivo que el hombre destelelologizado ha demostrado tener, exige reconocer desde la filosofía, la moral, el derecho, y la ciencia, que cada ser humano posee una naturaleza que constituye el fundamento previo de su dignidad. Una naturaleza, también biológica, que ha de empezar andar teleologizada desde su mismo inicio en la fecundación. Porque precisamente es desde ese instante que da origen al individuo humano, cuando se hace acreedor de su dignidad. Debe ser esta naturaleza –y no el derecho de libertad individual62, ni el cálculo de bienes– la que se convierta en el valor indiscutible y aceptado por todos, el filtro condicionador por el que hayan de pasar las acciones sobre la vida humana.
De lo contrario, olvidar quién es realmente el hombre, su esencia, y por tanto, desconocer a qué se debe su sublime dignidad, es dejar la puerta abierta a una grave transformación ontológica en su ser. En síntesis, quedaría anulada su consideración de sujeto individual e irrepetible, querido como un fin en sí mismo. Desde ese momento, empezaría a usarse como un objeto o cosa, o en el mejor de los casos, a contemplarse bajo una condición exclusivamente naturalista, una especie o elemento más del reino animal. Se produciría una doble falta en el reconocimiento de la dignidad humana: tanto del individuo cosificado como del mismo agente cosificador63. Ambos, pasarían a ser una cosa entre las cosas, aprobándose que sobre ellos pudieran ejecutarse las acciones propias que se efectúan sobre los meros materiales, es decir: producirlos, usarlos, sustituirlos, manipularlos y destruirlos.
2.2 Fijar el ocular ético en las ciencias empíricas y experimentales
El saber factible y previsible, contenido en el método científico, resulta un camino apropiado para conocer algunos aspectos sobre el hombre y su na- turaleza, pero no para comprenderlo ni para conocer su fundamento. Teniendo en cuenta que lo fáctico –lo experimentable– se localiza inevitablemente en su sistema, en verdad, sólo puede «limitarse esencialmente a lo aparente y fun- cional» 64. Y ésta es su profunda deficiencia que ha de ser reconocida como una limitación insuperable de su procedimiento: la verdad, la cosa en sí, escapa a su saber65. Por tanto, el saber científico sobre la naturaleza humana es un saber parcial que no puede unilaterizarse. Necesita de otros saberes que le completen el conjunto de las dimensiones de lo humano. Requiere de otros conocimientos que amplíen el ocular y le ayuden a comprobar que hay más realidad de la que se ve: «así se mantendrá abierta a la totalidad, a las dimensiones ulteriores de la realidad del hombre, de la que la ciencia sólo puede mostrar as- pectos particulares»66. Para finalizar el reconocimiento de la totalidad unificada del ser humano –la corporal más la espiritual– han de converger otros conocimientos metaempíricos.
Por este motivo, la ciencia y los científicos, deben reconocer que han de expandir su conocimiento más allá de su metodología positiva. Necesitan ampliar su razón para descubrir que la vida humana alberga una naturaleza diferente del resto, y que no se trata de un viviente más que deambula sin sentido por la tierra. Sin rechazar su naturaleza animal, han de aceptar que hay algo más que animalidad. Porque el hombre posee unas perfecciones y una belleza superiores a cualquier otro habitante de la naturaleza. Es la especie más perfecta de la tierra, el culmen de la evolución biológica. Pero lo más profundo de su perfección, que interfiere y salta el proceso evolutivo, es sin duda su inteligencia y su libertad personal, características específicas que le elevan por encima de las demás criaturas. Por medio de ellas, el hombre es capaz de autotrascenderse, capaz de amar y de ser amado, capaz de comprender quién es. Reflejan del modo más perfecto la imagen de su Creador a quién se asemejan, permitiendo por estas razones, adjudicarle en exclusiva a la vida humana y a su dignidad, una característica diferencial: la sublimidad y la sacralidad. «El reconocimiento ético de la sacralidad de la vida –donde se fundamenta definitivamente su inviolabilidad– y el esfuerzo por respetarla necesitan la fe en la creación67.
Teniendo en cuenta estos trascendentes aspectos humanos, el ethos –la ética– que requiere la ciencia, no puede ser el resultado de un debate empírico o experimental porque sencillamente necesita incorporar variables que no son ni empíricas ni experimentables. De una parte: «es la filosofía la que tiene la responsabilidad de acompañar críticamente el desarrollo de cada ciencia y de analizar críticamente conclusiones apresuradas y falsas certezas sobre lo que es el hombre»68. Y al mismo tiempo, se requiere establecer puentes entre la ciencia y fe, entre las creencias y la razón69, para que apoyándose mutuamente puedan llegar a ser coincidentes en el respeto debido a la vida humana 70.
Por tanto, la ciencia precisa de la adquisición de oculares complementarios, también racionales, para poder acceder y vislumbrar la verdad completa de la naturaleza humana. De este modo, se dispone mejor a prestarle un servicio idóneo, respetándola en su totalidad. En caso contrario, si la ciencia se separa de la recta razón, arrinconando el ocular ético, se patologiza porque se vuelve irracional, mostrando entonces su rostro más amenazante y en consecuencia lesionando la dignidad del hombre. Como advierte Ratzinger:
«La ciencia puede servir también a la inhumanidad, si pensamos en las armas de destrucción masiva, en los experimentos humanos, en el comercio de personas para extirparle los órganos. Por tanto debe quedar claro que también la ciencia debe estar sujeta a criterios morales»71. Precisamente aquí, es donde se plantea de modo crucial la cuestión moral en la bioética, porque si ésta no se fundamenta en la verdad sobre el hombre y el fin de su vida, deriva en una ética técnica que aplica principios sobre organismos vivientes en vez de sobre personas72.
2.3 La dignidad ontológica como fundamento de los derechos humanos
Aclarada la radicación del concepto dignidad en una naturaleza humana teleologizada, ofrezco un último escalón en la superación de la crisis bioéti- ca. Desde el pensamiento de Ratzinger, interesa aclarar por qué la dignidad ontológica del ser humano constituye algo más que un principio ético gene- ral que incluso podría aprobarse como un derecho. Se trata ahora de justifi- car por qué, si se desea una protección jurídica incondicional de todas las vi- das humanas, la dignidad ha de convertirse constitutivamente en el mismo fundamento de los derechos humanos.
La máxima de carácter incuestionable y apriorístico consiste en afirmar que la dignidad humana le corresponde a todo ser humano «por el solo hecho de existir (...) y no por su utilidad, por su fuerza, por su belleza, por su inteligencia, por su riqueza o por su salud»73,74. Por tanto, para el reconocimiento de la dignidad del cualquier ser humano, basta con que sea humano, es decir que sea de naturaleza humana. La dignidad queda completamente legitimada en cuanto se constata el acontecimiento biológico de la vida y hasta el final de ella. Aclaración previa, que descarta la posibilidad de hacer depender a la dig- nidad de cualquier otro factor, incluso de consensos positivos que la apoyaran y la reconocieran. No hay nada externo que añada algo a lo que ya es digno por naturaleza. Porque es cada hombre –«por el ser del hombre»75–, por su esencia, el que reivindica para sí de modo irrevocable su real e intangible dig- nidad, y su derecho a un respeto absoluto. «Existen derechos en el hombre mismo en virtud de su propia naturaleza»76 en virtud de su pertenencia a la familia humana. No son exteriores a él, no son invenciones de la modernidad. Se trata del llamado derecho natural, un derecho que procede de la naturaleza, de la esencia del hombre: «un derecho que está por encima de los sistemas jurídicos y que muestra que los hombres son hombres y los une entre sí»77, un derecho por encima de las fronteras de la fe, de las creencias78.
La dignidad, intrínseca e inseparable de la naturaleza, debe erigirse en «pilar fundamental de los ordenamientos éticos, un pilar intocable»79, que impida que el hombre pueda convertirse en un producto o en mero material de experimentación científica. «La dignidad del hombre no es por tanto mesurable, ni calificable, escapa a los parámetros de la razón científica o técnica»80. Y en consecuencia, los derechos fundamentales enraizados en ella, no pueden ser conferidos a los hombres en virtud de determinadas razones, sino que tienen un carácter previo a la intervención del Estado. «Preceden a cualquier jurisdicción estatal»81 o a una Declaración Universal que sólo puede limitarse «a reconocerlos pero nunca a crearlos o conferirlos»82. Y preceden, insisto, porque se derivan de la naturaleza humana, que constituye un condicionamiento pre-político, y pre-cultural. «Existen valores permanentes que brotan de la naturaleza del hombre y que por tanto son intocables en todos aquellos que par- ticipan de dicha naturaleza»83. Prexisten a cualquier contrato social, a cualquier decisión de la mayoría y que debe ser respetado por ella. En esencia, a este punto se reduce una parte importante del relevante diálogo Habermas-Ratzinger, en el que precisamente discuten sobre las bases pre-políticas y morales del Estado.
Evidentemente, si en un momento histórico se logra un amparo universal de la dignidad a través de declaraciones, y pactos, tal resultado, no puede menos que aplaudirse como una victoria social, una indiscutible garantía y un loable progreso humano. Pero ha de quedar claro, que nunca se podrá aceptar que el reconocimiento a priori de la dignidad humana, y por tanto de los derechos –en especial el más fundamental de ellos, el derecho a la vida–, dependa del criterio arbitrario y subjetivo de un Estado, o dependa de una aprobación consensuada mayoritaria y externa al hombre84. Existe un razón natural por encima de la razón de partido, y esa razón es moralmente más justa para la sociedad porque se trata de la razón común a todos los hombres, una razón que respeta igualitariamente los derechos humanos de todos por encima de cualquier cambio de mayoría85. Es ésta la razón fiable que ha de iluminar el camino de la ciencia y de los ordenamientos jurídicos, y también de las religiones86, un logos ético que protegería a los hombres de la manipulación genética, de la selección y producción de humanos, de la guerra nuclear y de los fundamentalismos religiosos, etc.87
2.4 Relanzar el imperativo ético kantiano
En su fundamentación bioética, Ratzinger acude a ese lugar común conocido como la regla ética de Kant, un imperativo práctico de su Metafísica de las Costumbres: «obra siempre de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre a la vez como fin, nunca meramente como medio»88,89. Sostiene Ratzinger que esta clave kantiana, en gran parte traducción de la regula aurea90, ha de constituir «la regla fundamental de cualquier ética: tratar siempre al hombre como un fin»91. Sólo si recíprocamente los seres humanos son tratados como sujetos irrepetibles, dependientes los unos de los otros, e impidiendo su cosificación, se está en con- diciones de guardar y garantizar la dignidad humana. «Sólo si el hombre es sagrado e intangible para el hombre podemos confiar los unos en los otros y convivir en paz»92.
Si mutuamente los hombres se marcan la exigencia ética de buscar y querer el bien del otro –es decir quererlos como un fin en sí mismo–, la dignidad quedaría ya inicialmente protegida al asegurar primero que el otro viva, respetando así el don de la vida 93. Este respeto vital mantenido, conduce ulteriormente y de modo más fácil a la donación gratuita al otro. El «darse al otro de forma desinteresada»94 es lo que realmente permite que sea tratado como un fin, frenando así su manipulación. Importa el otro y busco su bien por ser quien es, y no por motivos accidentales y parciales, es decir: capacidades, cualidades... que por otra parte, no aportan nada ni a su esencia ni a su dignidad. Por eso, afirma Ratzinger «que la realidad del individuo, rectamente conocida, lleva en sí misma la referencia a la totalidad, la referencia al otro»95. Lo- grar que los hombres y la sociedad se entiendan de esta manera natural, ayudaría a superar el drama inhumano de considerar a los otros bajo condiciones que modularían el interés y el respeto hacia ellos. Si el otro –que puede ser un hijo concebido, un enfermo o discapacitado– es contemplado como alguien indiferente, «una amenaza de la que tengo que defenderme»96, o un estorbo para el bienestar y el confort personales, entonces, el resultado es pésimo: la vida –cualquier vida– dejaría de ser ya un bien en sí mismo pasando a ser un inconveniente, un tipo de mal para algunos. Pero negar que la vida sea un bien protegible predispone a una insolidaridad cívica que corrompe lo esencial de la relacionalidad humana, la benevolencia.
2.5 La inclinación instintiva a respetar la vida humana: el Decálogo Natural
El hombre de todas las culturas y de todas las religiones, ha reconocido desde su origen de manera más o menos consciente que lleva en sí un orden interior. Percibe el latido natural de unos fines intrínsecos que le permiten di- ferenciarse del mundo y del resto de seres vivos. Y uno de esos fines hacia los que tiende, y que de forma natural ha mantenido a lo largo del tiempo, es el reconocimiento del carácter inviolable de la vida humana. Atestigua Ratzinger que se trata de una «herencia moral de la humanidad» 97, una experiencia universal que recorre la historia de la familia y sociedad humanas.
Inscrito en lo profundo del corazón, el hombre percibe y aprende de modo instintivo que la vida humana es un don y no un castigo, una bendición y no una amenaza. De siempre, la vida ha constituido un acontecimiento celebrativo, un hecho sublime de carácter sagrado. Por medio de su razón –de su conciencia– el ser humano, ha captado con sencillez la dignidad inscrita en la naturaleza y en sus vivientes, reconociendo en ellos una valía digna de respeto, protección, que en definitiva reclama el mantenimiento en el ser y no su aniquilación. «Es una evidencia primigenia que existe en el ser humano de que no puede matar a otro»98. No existe modo más natural de comportarse ante los demás porque se trata de la más primaria e inconsciente de las inclinaciones naturales: cuidarse a uno mismo, velar por su vida y la de los demás, y al mismo tiempo, cuidar de la tierra y sus recursos. El primero de los principios éticos –respetar la vida–, brota naturalmente en cada hombre, aflora como algo propio y libre en el ser humano. No es cierto, por tanto, que proceda de una ulterior declaración popular ni de una imposición externa, porque no se trata de un constructo o acuerdo sociocultural. Sin duda, es lamentable que en muchas culturas a lo largo de la historia, se hayan cometido actos inhumanos execrables que no han estado regidos por esa bondadosa inclinación natural. Pero a la corta, lo que se ha comprobado, es que muchos hombres –sociedades enteras– se han rebelado precisamente contra ese modo antinatural de proceder, reclamando la vuelta a lo auténtico y natural del hombre, para arraigarlo de nuevo en su naturaleza profunda99. Muchos hombres, han invocado a la naturaleza humana y en su nombre hoy también: «levantan la voz contra la tentación de preconstituir a la persona y su destino según meros proyectos hu- manos, de despojarla de su individualidad, y con ésta de su dignidad. Respetar la biología es respetar al mismo Dios; es proteger a sus criaturas»100.
En definitiva, lo que Ratzinger está queriendo presentar como apelación, es la vuelta al Decálogo, cuya expresión es la ley natural. Afirma que es en ese código natural, en donde de modo perfecto y profundo queda expresada la única verdad del hombre: la relación indisoluble entre el bien de todos y la libertad individual.
«Vivir el Decálogo significa vivir la propia semejanza con Dios, responder a la verdad de nuestra esencia, y de este modo hacer el bien»101. Por eso, las verdades morales fundamentales que se derivan de él, han de protegerse de las insidias del relativismo ético, y han de poder entrar con legitimidad en las negociaciones parlamentarias. Constituyen verdaderos principios que afectan directamente a la dignidad humana y que deberían urgentemente asumir más peso en un mundo sociocultural y político dominado por el consenso. ¿Quién si no podría en esta sociedad multicultural, multirreligiosa y relativista marcar un límite al consenso cuando éste –posicionándose en contra de la razón natural– se pronunciara también en contra de la vida y de su incondicional dignidad?
Más bien, el consenso mundial más esperado y que debería ir afianzándose, reside en aquel compromiso que acabe reconociendo a priori y de modo unánime que «el Decálogo es el fundamento de todo el derecho de la libertad y la fuerza genuinamente liberadora de la historia humana (...) Que es la res- puesta a la exigencia interna de nuestro ser, no el polo opuesto a nuestra li- bertad, sino la forma real de la misma»102.
La universal naturaleza de la que participan los hombres de todos los tiempos es un motivo suficiente para poder alcanzar el acuerdo de que «en realidad el Decálogo no es propiedad privada de los cristianos o de los judíos. Es una expresión altísima de razón moral que, como tal, coincide ampliamente también con la sabiduría de las otras grandes culturas (...) esencial precisa- mente para regenerar la razón, para dar un nuevo impulso a la recta ratio»103.
Interpela Ratzinger con un fuerte convencimiento sobre la necesaria purificación recíproca que ha de operarse en la razón y en la fe, en la ciencia y en la religión. Y al mismo tiempo, propone como tarea, fortalecer el mensaje ético del Decálogo a través de un esfuerzo por mostrarlo al mundo de un modo más atractivo y racional. Sólo así se fundamenta la esperanza en que pronto pueda lograrse que «resplandezcan de nuevo los valores y las normas que en cierto modo todos los hombres conocen o intuyen, y así pueda adquirir nueva fuerza efectiva entre los hombres lo que realmente mantiene cohesionado el mundo»104.
Publicada en SCRIPTA THEOLOGICA / VOL. 45 / 2013
Reproducida aquí con la gentil autorización del autor y su Editorial
Notas
1 Resulta oportuno mencionar en este punto que uno de los filósofos influyentes en el pensamien- to de Joseph Ratzinger es el pensador alemán Robert Spaemann, autor que precisamente ha traba- jado con amplitud y profundidad el concepto de teleología en la naturaleza, su proceso de crisis y sus consecuencias en el campo de la bioética. Cfr. SPAEMANN, R., «Naturaleza», en KRINGS, BAUMGARTNER y WILD (eds.), Conceptos fundamentales de Filosofía, Barcelona: Herder, 1978, 619- 633; cfr. SPAEMANN, R., Lo natural y lo racional. Ensayos de antropología, Madrid: Rialp, 1989, 21- 52; SPAEMANN, R., Personas. Acerca de la distinción entre algo y alguien, Pamplona: 2000, 191-213. También pueden considerarse como referencias claves para este tema algunas obras de la filósofaAna Marta González. Cfr. GONZÁLEZ, A. M., En busca de la naturaleza perdida. Estudios de bioética fundamental, Pamplona: Eunsa, 2000, 25-56; cfr. GONZÁLEZ, A. M., Naturaleza y dignidad. Un estudio desde Robert Spaemann, Pamplona: Eunsa, 1996, 127-155; GONZÁLEZ, A. M., «Naturaleza y dignidad personal desde el pensamiento de Robert Spaemann», en QUIRÓS, A., SARMIENTO, A., MOLINA, E. y otros, El primado de la persona en la moral contemporánea, Pamplona: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 1997, 215-224.
2 Cfr. RATZINGER, J., Fe, verdad y tolerancia, Salamanca: Sígueme, 2005, 206.
3 y en el dualismo cartesiano3. Fue un cambio coincidente y no accidental con la consolidación y difusión de filosofías positivistas de pronunciado carácter antimetafísico. La promoción de sus estatutos teóricos en los distintos ámbitos del conocimiento condujo a una progresiva «mutilación del hombre»4. El resultado consistió en una incapacidad cognoscitiva para reconocer el ethos inscrito en la naturaleza humana, uno ethos derivado del fin al que está destinado el hombre: la vida lograda, la felicidad, la trascendencia como fin último. La mutilación de la naturaleza se fue traduciendo por un lado, en la supresión de la apertura hacia esos fines, y por otro, en su desbancamiento como instancia moral. En síntesis, negar con rotundidad «la idea metafísica de que en el ser mismo se encierra una exigen- cia ética»5.
4 Cfr. GONZÁLEZ, A. M., En busca de la naturaleza perdida. Estudios de bioética fundamental, 44; cfr. GONZÁLEZ, A. M., Naturaleza y dignidad personal desde el pensamiento de Robert Spaemann, 215-219.
5 RATZINGER, J., El cristiano en la crisis de Europa, Madrid: Cristiandad, 2005, 38; cfr. RATZINGER,
J., La última conferencia de Ratzinger: Europa en la crisis de las culturas, 6; http://www.zenit.org/ article-15746?l=spanish: «Estas filosofías modernas ilustradas se caracterizan por el hecho de que son positivistas y por tanto antimetafísicas. Están basadas en una autolimitación de la razón po- sitiva, que resulta adecuada en el ámbito técnico, pero que allí donde se generaliza provoca una mutilación del hombre».
6 RATZINGER, J., Fe, verdad y tolerancia, 206; cfr. RATZINGER, J., «El hombre entre la reproducción y la creación», en AA. VV., Bioética, consideraciones filosófico-teológicas sobre un tema actual, Madrid: Rialp, 1992, 64: «Y cuando la libertad del hombre y su investigación se emancipan del ethos, se niega a sí misma».
6 Cfr. RATZINGER, J., El hombre entre la reproducción y la creación, 57. Alude Ratzinger en este texto a la ideas descritas por Huxley en su obra Un Mundo feliz: «El ser humano se ha emancipado de- finitivamente de su naturaleza: ya no quiere ser un ser natural (...) Las preguntas que surgen de la profundidad del ser del hombre han sido eliminadas».
7 RATZINGER, J., Fe, verdad y tolerancia, 213.
8 Cfr. RATZINGER, J., Dios y el Mundo, Barcelona: Galaxia Gutenberg-Círculo de lectores, 2005, 126-129, 166.
9 RATZINGER, J., Introducción al cristianismo, Salamanca: Sígueme, 2001, 22.
10 RATZINGER, J., Creación y pecado, Pamplona: Eunsa-Astrolabio, 2005, 97. Cfr. RATZINGER, J., Fe, verdad y tolerancia, 213: «Detrás de ese deseo de libertad radical propio de la Edad Moderna se halla claramente la promesa: seréis como Dios... la meta implícita de todos los movimientos mo- dernos en favor de la libertad es la de ser finalmente como un dios, no depender ni de nada ni de nadie».
11 RATZINGER, J., Fe, verdad y tolerancia, 214.
12 RATZINGER, J., Caminos hacia Jesucristo, Madrid: Cristiandad, 2004, 96.
13 RATZINGER, J., Fe, verdad y tolerancia, 214 y 220. Cfr. Caminos hacia Jesucristo, 96: «el círculo dia- bólico».
14 Ibíd., 206-207.
15 RATZINGER, J., Creación y pecado, 96. Cfr. RATZINGER, J., Fe, verdad y tolerancia, 210: «La ley y el orden aparecen como contrarios a la libertad».
16 RATZINGER, J., Fe, verdad y tolerancia, 210.
17 Ibíd.
18 RATZINGER, J., «La dignidad de la vida. Discurso ante el Consistorio Extraordinario de Car- denales, acerca del tema de la vida (4 al 7 de abril de 1991)», en ID., El Elogio de la Conciencia, Madrid: Palabra 2010, 50.
19 Cfr. RATZINGER, J., Fe, verdad y tolerancia, 162. En esta ocasión recoge Ratzinger la conocida afir- mación de Umberto Eco en su libro El nombre de la rosa: «La única verdad se llama aprender a li- berarse de la morbosa pasión por la verdad». Cfr. también RATZINGER, J., «La bioética en la perspectiva cristiana», Roma: Dolentium Hominum, 18 (1991/III) 10-11.
20 RATZINGER, J., Creación y pecado, 93. Cfr. Caminos hacia Jesucristo, 96-97.
21 RATZINGER, J. y MESSORI, V., Informe sobre la fe, Madrid: BAC popular, 97.
22 Cfr. RATZINGER, J., Introducción al cristianismo, 18; cfr. RATZINGER, J., Europa, raíces, identidad y misión, Madrid: Ciudad Nueva, 2005, 28: «nuestro problema sigue siendo la disolución de la conciencia de los valores morales intangibles».
23 RATZINGER, J., La dignidad de la vida, 45.
24 Cfr. RATZINGER, J., Creación y pecado, 88.
25 Cfr. RATZINGER, J., Fe, verdad y tolerancia, 206.
26 Cfr. RATZINGER, J., El cristiano en la crisis de Europa, 87, 90.
27 Ibíd., 85. Cfr. también Fe, verdad y tolerancia, 205.
28 RATZINGER, J., Introducción al cristianismo, 30.
29 RATZINGER, J., El cristiano en la crisis de Europa, 87.
30 Cfr. ibíd., 89.
31 RATZINGER, J., El hombre entre la reproducción y la creación, 63; cfr. también RATZINGER, J., Intro- ducción al cristianismo, 30.
32 Cfr. RATZINGER, J., Europa, raíces, identidad y misión, 27.
33 RATZINGER, J., Dios y el Mundo, o. c., 158. Cfr. El cristiano en la crisis de Europa, 41: «y es que un árbol sin raíces terminará secándose».
34 Cfr. RATZINGER, J., El cristiano en la crisis de Europa, 55.
35 RATZINGER, J. y MESSORI, V., Informe sobre la fe, 99-100; cfr. RATZINGER, J., Fe, verdad y toleran- cia, 217; cfr. también RATZINGER, J., Introducción al cristianismo, 30; cfr. RATZINGER, J., Ser cris- tiano en la era neopagana, Madrid: Encuentro, 149.
36 Sobre esta cuestión referente al emotivismo ético puede consultarse los siguientes escritos:
MACINTYRE, A., Tras la virtud, Barcelona: Crítica, 1987, 44 y 153; cfr. FLAMARIQUE, L., «Emo- ciones versus normas. El confinamiento psicológico de la experiencia social», Pensamiento y Cul- tura 13 (2009) 6-18.
37 RATZINGER, J., Fe, verdad y tolerancia, 209. Cfr. RATZINGER, J., La última conferencia de Ratzinger: Europa en la crisis de las culturas, 3: «pero hay que admitir de todos modos que la moral es nece- saria aunque desaparezca como categoría y sea identificada de otro modo».
38 Cfr. RATZINGER, J., El cristiano en la crisis de Europa, 29 y 57; cfr. RATZINGER, J., La última conferencia de Ratzinger: Europa en la crisis de las culturas, 3: «el cálculo de las consecuencias determi- na lo que se debe considerar como moral o no moral. Y así la categoría de bien, como había sido expuesta claramente por Kant, desaparece. Nada es en sí bueno o malo, todo depende de las con- secuencias que una acción permite prever».
39 RATZINGER, J., Fe, verdad y tolerancia, 166. Ratzinger explica que los consensos democráticos no
pueden convertirse en sustitutivos de la moralidad, en la instancia definitiva por encima de la cual no hay ni puede haber ninguna otra, ideas que trae a colación con ocasión de la Evangelium vitae en sus números 68-74; cfr. también Verdad, Valores, Poder, Madrid: Rialp, 1995, 100.
40 RATZINGER, J., Fe, verdad y tolerancia, 218.
41 Cfr. BLANCO, P., «El pensamiento teológico de Joseph Ratzinger», Scripta Theologica 44 (2012) 273-303.
42 RATZINGER, J., Europa, raíces, identidad y misión, 64.
43 RATZINGER, J., Introducción al cristianismo, 30; cfr. Verdad, Valores, Poder, 61: «la verdad, lo abso- luto, el punto de referencia del pensamiento ha dejado de ser evidente (...). En un mundo sin puntos de medida fijos no hay dirección. Lo que consideramos dirección no descansa en una me- dida verdadera, sino en una decisión nuestra, y en última instancia, en el punto de vista de la uti- lidad. En un contexto relativista así, la ética teleológica o consecuencialista se convierte en una ética nihilista».
44 RATZINGER, J., Europa, raíces, identidad y misión, 42; cfr. ibíd., 72.
45 Ibíd., 42.
46 Cfr. RATZINGER, J., La dignidad de la vida, 41-42.
47 Ibíd., 44.
48 RATZINGER, J., La dignidad de la vida, 44; cfr. Instrucción Donum Vitae. Sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación, Introducción III (del Card. Ratzinger), Ciudad del Vaticano: Libreria Editrice Vaticana, 1987, AAS 80 (1988) 71.
49 Cfr. también RATZINGER, J., «La Bioética en la perspectiva cristiana», 14.
50 Cfr. también RATZINGER, J., «La Bioética en la perspectiva cristiana», 14; cfr. RATZINGER, J., Europa, raíces, identidad y misión, 42.
51 RATZINGER, J., Fe, verdad y tolerancia, 159.
52 RATZINGER, J., Creación y pecado, 63.
53 RATZINGER, J., El cristiano en la crisis de Europa, 65; cfr. RATZINGER, J., Ser cristiano en la era neo- pagana, 149: «el hombre en cuanto hombre tiene en sí el derecho de ser sí mismo, tiene en sí una dimensión moral».
54 RATZINGER, J., Fe, verdad y tolerancia, 206. Cfr. ibíd., 214: «la libertad tiene que medirse por lo que yo soy, por lo que nosotros somos; en caso contrario se suprime a sí misma»; cfr. ibíd., 222: «la ética filosófica no puede renunciar a la idea de Dios y no puede renunciar a la verdad del ser que tenga carácter ético. Si no hay verdad acerca del hombre, el hombre no tiene tampoco li- bertad. Sólo la verdad hace libres».
55 RATZINGER, J., El hombre entre la reproducción y la creación, 56.
56 Ibíd., 63; cfr. RATZINGER, J., Introducción al cristianismo, 66, refiriéndose al restablecimiento y re- cuperación del sentido del hombre afirma que: «El sentido no viene del saber, y quererlo con- seguir a base del saber demostrable de la factibilidad sería tan absurdo como la pretensión de Münchhausen, que quería salir del estanque tirándose de los pelos».
57 RATZINGER, J., Verdad, Valores, Poder, 67.
58 RATZINGER, J., Fe, verdad y tolerancia, 159: «es un ethos que tiene pocas cosas consoladoras que ofrecer; y aunque de múltiples maneras se trate de embellecerlo sigue siendo en último término un ethos cruel». Cfr. también sobre el ethos evolucionista Europa, raíces, identidad y misión, 41.
59 RATZINGER, J., El cristiano en la crisis de Europa, 84.
60 Cfr. RATZINGER, J., Creación y pecado, 91.
61 RATZINGER, J., Europa, raíces, identidad y misión, 44.
62 Cfr. RATZINGER, J., El cristiano en la crisis de Europa, 57.
63 Cfr. ibíd., 65; cfr. también RATZINGER, J., Introducción al cristianismo, 22.
64 RATZINGER, J., Introducción al cristianismo, 69.
65 Cfr. ibíd., 68.
66 RATZINGER, J., Europa, raíces, identidad y misión, 68; cfr. RATZINGER, J., La última conferencia de Ratzinger, 7.
67 RATZINGER, J., El cristiano en la crisis de Europa, 66. Cfr. RATZINGER, J., Europa, raíces, identidad ymisión, 43: «La fe en el Dios creador es la más segura garantía de la dignidad del hombre. No se puede imponer a nadie, pero, al ser un gran bien para la comunidad, puede plantear la preten- sión de respeto por parte de los no creyentes»; cfr. ibíd., 6 y 55; cfr. RATZINGER, J., La última con- ferencia de Ratzinger, 7: «(...) no podemos perder de vista a Dios, si queremos que la dignidad humana no desaparezca».
68 Ibíd., 68.
69 Cfr. RATZINGER, J., La dignidad de la vida, 45.
70 Cfr. RATZINGER, J., No matarás, Roma: L’Osservatore Romano, 7 de abril de 1995, 9.
71 RATZINGER, J., Europa, raíces, identidad y misión, 63.
72 Cfr. RATZINGER, J., El cristiano en la crisis de Europa, 65. Cfr. también RATZINGER, J., «La Bio- ética en la perspectiva cristiana», Dolentium Hominum 18 (1991) 11: «La bioética se refiere igual- mente a un hombre (el científico, el médico) ante otro hombre al que está tentado de no consi- derar y de no tratar como persona, por razones de utilidad, incluso nobles, como el bien de otras personas». Cfr. también p. 14 de esta misma fuente.
73 RATZINGER, J., La dignidad de la vida, 48.
74 En relación a las discriminaciones humanas que se han dado en la historia reciente, por obedecer a dichos criterios de calidad o de funcionalidad racional, no puede evitar Ratzinger traer a su memoria los tristes recuerdos de adolescente cuando las políticas nazis eliminaron a familiares suyos y conocidos por padecer enfermedades mentales. Cfr. RATZINGER, J., La grandeza del ser humano es su semejanza con Dios, Conferencia Mundial organizada por el Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud sobre el tema: «A imagen y semejanza de Dios: ¿siempre? Los enfermos men- tales», 28 de noviembre de 1996, http://www.zenit.org/es/articles/la-grandeza-del-ser-humano- es-su-semejanza-con-Dios [consultado 25-V-2013]: «No eran considerados como productivos. El estado se había arrogado el derecho de decidir quién merecía vivir y quién debía ser privado de la existencia en beneficio de la comunidad y de sí mismo, porque no podía ser útil a los de- más ni a sí mismo (...) Constituyó una barbarie que desterró a cientos de personas de la catego- ría de seres humanos merecedoras de un respeto como el resto».
75 RATZINGER, J., Fe, verdad y tolerancia, 205: «En esto se basa el derecho natural, en la norma de los derechos internos del ser del hombre, que preceden a todos los ordenamientos jurídicos y constituyen su medida y su fundamento». Cfr. también 221.
76 Ibíd., 206; cfr. RATZINGER, J., Europa, raíces, identidad y misión, 76.
77 RATZINGER, J., Europa, raíces, identidad y misión, 74.
78 Cfr. ibíd., 75.
79 Ibíd., 42.
80 RATZINGER, J., «A imagen y semejanza de Dios: ¿siempre? Los enfermos mentales», 1.
81 RATZINGER, J., Europa, raíces, identidad y misión, 29.
82 RATZINGER, J., El cristiano en la crisis de Europa, 59. Cfr. también, Fe, verdad y tolerancia, 205; cfr.
Verdad, Valores, Poder, 103; RATZINGER, J., Europa, raíces, identidad y misión, 29: «el legislador ha de respetarlos siempre, están dados con anterioridad a él como valores de orden superior».
83 RATZINGER, J., Europa, raíces, identidad y misión, 70.
84 Cfr. RATZINGER, J., Fe, verdad y tolerancia, 206; cfr. Verdad, Valores, Poder, 102: «Elevar la mayo- ría a la categoría de fuente exclusiva del derecho amenaza la dignidad del hombre y propende tendencialmente al totalitarismo». Cfr. RATZINGER, J., Ser cristiano en la era neopagana, 150: «La mayoría no expresa necesariamente los valores fundamentales. Pensemos, por ejemplo, en el consenso universal que, en torno a la esclavitud de los africanos, se manifestó en los comienzos de la era moderna: una época entera puede estar ciega respecto a los valores fundamentales. La mayoría no puede ser un criterio suficiente para definir un valor moral». Cfr. también RATZIN- GER, J., El cristiano en la crisis de Europa, 60.
85 Cfr. RATZINGER, J., Europa, raíces, identidad y misión, 63.
86 Cfr. ibíd., 73.
87 Cfr. ibíd., 71-73.
88 KANT, I., Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid: Tecnos, 2005, 119-125, Ak.
IV, 430-435.
89 Cfr. RATZINGER, J., «La Bioética en la perspectiva cristiana», 14.
90 Recordamos que la regla aurea o de oro se trata de una denominación de un principio moral ge- neral que puede expresarse así: «trata a los demás como querrías que te trataran a ti» (en su for- ma positiva) o «no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti» (en su forma negati- va). Se encuentra bajo distintas formulaciones en prácticamente todas las culturas, religiones o filosofías, como una regla fundamental. Su universalidad justifica su relación con aspectos inna- tos de la naturaleza humana.
91 RATZINGER, J., «La Bioética en la perspectiva cristiana», 14. Insiste Ratzinger más adelante en este mismo artículo que el deber ético que da forma luego a la regla ética se fundamenta en la sacralidad de la vida humana que es propiedad divina: «La sacralidad implica el deber ético, es decir, excluye la objetivación de la persona, la cual no se convierte nunca en cosa disponible para fines diversos de sí, sino que es siempre sacra». También cfr. 15; cfr. Instrucción Donum Vitae. Sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación, Introducción I, 5.
92 RATZINGER, J., Europa, raíces, identidad y misión, 42.
93 Cfr. RATZINGER, J., «La Bioética en la perspectiva cristiana», 13.
94 Ibíd., 14.
95 RATZINGER, J., Fe, verdad y tolerancia, 216 y 218.
96 RATZINGER, J., El cristiano en la crisis de Europa, 66; cfr. ibíd., 62-63.
97 RATZINGER, J., No matarás, 9.
98 RATZINGER, J., Dios y el Mundo, 162.
99 RATZINGER, J. y MESSORI, V., Informe sobre la fe, 93 y 97.
100 Ibíd., 106.
101 RATZINGER, J., Fe, verdad y tolerancia, 219.
102 Ibíd., 220.
103 RATZINGER, J., Europa, raíces, identidad y misión, 66.
104 Ibíd., 81.
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Sánchez, Emilio García, EL OCASO DE LA TELEOLOGÍA EN LA NATURALEZA HUMANA: UNA CLAVE DE LA CRISIS BIOÉTICA SEGÚN RATZINGER, en García, José Juan (director): Enciclopedia de Bioética.